Petardos

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Álvaro Romero @aromerobernal1
02 ene 2019 / 08:26 h - Actualizado: 02 ene 2019 / 15:58 h.
  • Petardos

Los maestros de mi época llamaban petardos a los alumnos flojos, los mismos que sacaban ceros patateros porque la escuela los motivaba poco. No sé si esa acepción de petardos tiene algo que ver con lo peto que a mi madre le parecía cualquier cosa mal acabada. Qué peto, solía decir ella. El caso es que ayer le pregunté a un chiquillo jartible cuánto le costaba la bolsa de petardos que consumía en la puerta de su casa como quien come pipas. “Un euro y medio el paquete de cien”, me contestó. “¿Cien petardos?”, le volví a preguntar, incrédulo. Y él asintió mientras encendía la mecha del siguiente y lo arrojaba cansino en medio de la calzada, sabiendo ya que volvería a sonar igual que todos los demás, pero resignado al vicio de machacar la tarde con ese doble pirotécnico que en nada podía compararse al tañer de las campanas...

Nuestra vida se ha llenado de petardos. De todo tipo. También de cohetes, bengalas y otros artificios que han pasado de extraordinarios a verdaderamente ordinarios. En efecto, ya son una ordinariez. Aún recuerdo -paralelo al olor de jazmines y azucenas que inundaba el patio de mi casa en pleno mayo- el primer cohetazo que nos reventaba el pecho el día de romería. También el adictivo olor a pólvora con que podíamos seguir el rastro del Zanco, que era quien abría la comitiva con un cigarro eternamente encendido para prender aquellos cohetes que luego encontrábamos por las azoteas, tan a destiempo... Aquellos cohetes formaban parte de determinados ritos sagrados que a nadie se le hubiera ocurrido profanar.

Ahora tira cohetes cualquiera y por cualquier cosa, todos los días, a cualquier hora. Porque ha ganado el Sevilla o porque la niña ha hecho la Primera Comunión, porque sobra el dinero en el cumple del campo, porque le da la gana a un borracho. Quien tira cohetes, o petardos, no parece apreciar que el siguiente suena exactamente igual que el anterior. Los tira como quien arroja migajas de pan a los patos, porque sí, porque son baratos, porque habrá que gastarlos. De modo que los cohetes ya no anuncian nada, ni emocionan a nadie, ni nos revientan el pecho con la esperanza de una jornada especial, sino que forman parte de ese vulgar ruidero cotidiano en que se ha convertido el día a día en una ascendente contaminación acústica de la que nadie parece preocuparse, salvo los amantes de los animales y otra gente sensible...

Precisamente los rocieros de mi pueblo, en un gesto que los honra ya para la historia reciente de su salida y entrada con el Simpecado, decidieron hace años omitir los cohetes por la localidad. “Tiempo habrá de tirarlos por los caminos”, me dijo impasible su hermano mayor, Federico Maestre. La razón no fue otra que determinados niños autistas no tuvieran que encogerse con los oídos tapados por los rincones de su casa o que sus padres no se los tuvieran que llevar en coche fuera del pueblo para evitarles la pesadilla.

Pues, aun así, hubo quien se quejó porque no escuchaba cohetes. Hay que ser petardo.