Desde que nací he vivido en doce casas o pisos: Arahal, Palomares del Río, Sevilla, Castilleja de la Cuesta, Triana y Mairena del Alcor, donde vivo ahora, que fue el único destino que elegí yo mismo. Voy a volar otra vez. ¿Hacia dónde? Ni zorra idea. Ahora puedo cerrar los ojos y señalar con el dedo en un mapa, al azar, un nuevo lugar para vivir, quizá el último destino, el del retiro. Con las nuevas tecnologías de la comunicación puedo irme a Canadá, si me apetece, o empadronarme en alguna de esas aldeas medio abandonadas donde puedes conseguir una casita por tres euros y medio, tener un huerto y una taberna cerca de casa, dormir con la puerta del corral abierta y ver cada mañana salir el sol por encima de alguna montaña o tiñendo de oro viejo un campo de trigo. De niño ya buscaba la soledad y sigo en ello, porque necesito encontrarme. Incluso reconozco que a veces me estorbo a mí mismo, que no me soporto, que le cojo tirria a mi propia sombra. Da pereza una nueva mudanza, pero tengo la necesidad de ver el mundo desde otro ángulo. O de no verlo.