Sin grandes soluciones

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21 abr 2017 / 22:47 h - Actualizado: 21 abr 2017 / 22:47 h.

Una vecina, perfectamente arreglada para ir a la iglesia, me ha preguntado en el portal de casa si estaba en contra o a favor del aborto. «Tú que tienes cuatro hijos seguro que también tienes una postura clara al respecto», seguía diciendo. He levantado la mano para impedir que continuara con su discurso. Hubiera querido no contestar (casi nunca lo hago cuando se trata de este asunto), pero lo he hecho. Oiga ¿usted conoce a alguien que esté a favor de algo así? ¿Se trata de estar a favor o en contra? ¿De verdad piensa que alguien aborta porque está a favor? No, no, no. Ha equivocado usted la pregunta. Eso es reducir un gran problema a cosa de patio de vecinos o sobremesa aderezada con una buena copa de pacharán. Se lo he dicho obligándome a mostrar la mejor de mis sonrisas. Y ella se ha quedado donde estaba con la peor de sus muecas. Sin obligación de ningún tipo. Una amiguita menos. Creo.

Es verdad que me defino pocas veces sobre este asunto, entre otras cosas, porque parece que este es un problema ajeno al hombre. No creo que sea así, en absoluto, pero han sido tantas las veces que he tenido que soportar impertinencias del tipo «tú a callar, este no es asunto tuyo y no podrás comprender en la vida», que tiré la toalla hace muchos años. Como, además, alguna vez sí me interesaba y mucho, como me causó un enorme dolor no poder ni siquiera opinar, me he refugiado en un silencio cómodo.

No deja de tener razón la mujer que dice que un hombre es incapaz de comprender. La misma que yo cuando digo que una mujer tampoco puede ponerse en el lugar de un hombre ante una situación tan extrema. Pero ninguna de las dos afirmaciones llega a ningún lugar en el que unos puedan cuidar de otros. Me parece absurdo, estéril, una forma como otra cualquiera de hacer más largas las distancias. Dejar fuera una de las partes es, siempre, un error. Es justo al revés. Justo al revés. Un problema común a dos personas es el problema de dos. Nunca de una.

Si el debate «en contra–a favor» no sirve por reducir el problema a casi nada, ¿cuál es el bueno? ¿Cómo enfocar algo así? Yo no tengo la respuesta, pero sí me alarman algunas posturas de personas que parecen razonables y sacan la peor de las fieras a pasear cuando les plantean qué harían si supieran que su hija está embarazada con catorce años o si existe vida o no justo en el momento en el que el espermatozoide fecunda el óvulo; si se trata de un crimen o no.

Lo que si tengo es un montón de preguntas (muchas de ellas sin respuesta) que deberíamos plantearnos antes de opinar. ¿Se puede obligar a una mujer de catorce años a tener un hijo? ¿Y a no tenerlo? ¿La autoridad moral de un padre hasta dónde puede llegar? ¿Realmente los adultos son (actualmente) más maduros que los adolescentes ante este problema? ¿Se trata de si hay vida o no? (Vida tiene un perro o una planta y no dudamos ni un segundo en acabar con ellos si es necesario) ¿O se trata de saber cuándo la vida es humana? Podría seguir planteando cuestiones hasta el año que viene. Y todas sin una respuesta clara.

Un enorme problema en el que no cabe, de momento, una gran solución. Nunca una cuestión que afecta a la humanidad en su conjunto ha tenido una solución fácil. Demasiadas opiniones, demasiadas creencias, demasiadas intuiciones, muchas supersticiones. Y, por qué no decirlo, una gran cantidad de reflexiones superficiales que se tienen en la cafetería y no aportan nada más que confusión.

Desde luego no lo es que una jovencita tenga que ir (a escondidas) a la cuarta planta de un edificio asqueroso, en el que los medios se reducen a cuatro aparatos llenos de mierda, como sucedía no hace mucho. Ni que no pongamos todos los medios necesarios al alcance de hombres y mujeres para evitar llegar a situaciones extremas. Una educación sexual bien planteada evitaría algunos casos (no todos desde luego). Ni la imposición moral de nadie. Ni, por supuesto, la amenaza con el chirriar de dientes entre llamas y sufrimientos eternos. Eso sí que no.