Un joven bailaor de 26 años, el madrileño Fernando López Rodríguez, acaba de editar un estudio que seguramente traerá cola, presentado estos días en el marco del Festival de Jerez: De puertas para adentro. Disidencia sexual y disconformidad de género en la tradición flamenca. No he leído aún el libro, de Egales, pero sí una estupenda entrevista en El Español a cargo de la magnífica periodista catalana Silvia Cruz Lapeña, vinculada también al flamenco. Decía hace unos días José Luis Ortiz Nuevo, en otra entrevista de Francis Mármol, que aunque se está investigando más que nunca, «de manera un poco desordenada», aún hay estudios por hacer sobre muy diversos asuntos relacionados con el arte flamenco. Seguro que no se refería a este.
No dudo de la importancia de esta obra y estoy convencido de que puede tener cierta repercusión en el mundillo. Ya en la entrevista, López le enmienda la plana al escritor Alfredo Grimaldos, quien describe de esta manera a Antonio Mairena en su Historia social del flamenco: «Era republicano, gitano y cantaor». A lo que él añade: «Y maricón: también era maricón», con esa crudeza. Según él, «el flamenco es un nido de maricas porque todo entorno artístico es más habitable para el que es diferente», dando a entender que muchos artistas de este género se metieron en el cante, el baile o el toque –sobre todo en el baile–, por ser mariquitas, que al parecer es su propio caso y encontró en la danza el lugar seguro donde poder expresarse sin que su amaneramiento fuera motivo de mofa.
Al final de la entrevista dice que «a los investigadores de lo jondo les gustan mucho los archivos, pero optan por callarse cuando encuentran algo que no les gusta». Algo de mariconeo, quiero entender. Pues no, al menos en los archivos donde suelo investigar a las figuras históricas del flamenco, las del XIX, no me he encontrado jamás nada sobre las tendencias sexuales de los artistas. Desconozco si El Planeta, El Fillo, Miracielos, Silverio Franconetti, La Andonda, La Sarneta o María Borrico eran maricas, maricones o maricabollos, que es como él los ha reasignado por no utilizar términos como homosexual o gay.
Algún heterosexual habría, supongo. Recuerdo que en un congreso de flamenco celebrado en Córdoba en los ochenta, un reputado flamencólogo extremeño ya desaparecido, Manuel Yerga Lancharro, llegó a poner en duda la hombría de Silverio porque según él no había tenido hijos, a pesar de que estuvo casado dos veces y las dos con mujeres mucho más jóvenes que él. Lo puso de inválido sexual, después de llevar un siglo muerto. Pues no, el cantaor sevillano sí tuvo un hijo, o sea, que no era un tarado sexual. Y si fue registrado, al ser bautizado, en el Libro de Inhábiles, es porque su padre era miembro del Cuerpo de Inhábiles de Sevilla.
Entiendo que a la hora de escribir la biografía de un artista, sea o no flamenco, pueda tener interés si era un macho ibérico o mariquita. He escrito diez biografías sobre artistas de este género y no me interesó nunca averiguar sus tendencias sexuales, en la misma medida que no me importan las de los artistas actuales, por otra parte sobradamente conocidas en algunos casos. Evidentemente, algo así marca la personalidad no solo de un artista, sino la de cualquier persona: un fontanero, un camarero o un camionero. Pero ni antes ni ahora, la homosexualidad ha supuesto ningún problema en el arte flamenco, quiero decir entre los propios flamencos. Si hubo rechazo social en alguna época, supongo que sería en la misma medida que lo hubo fuera de este arte.
Asegura el autor que la parte conservadora del flamenco no se va a molestar en leer el libro, y es posible que sea así. No cree que vaya a haber represalias por parte de los aficionados, de los propios artistas que son citados en la obra o de sus familiares, en el caso de los que ya no vivan. ¿Por qué las iba a haber? Él mismo dice, que «los mariquitas no damos nietos», así que en algunos casos no tiene nada que temer. Otra cosa es que a los mairenistas, por poner un ejemplo, les vaya a gustar más o menos que le haya llamado «maricón» al maestro, así, sin rodeos. Si a un cantaor que dijo por la radio que Mairena «no tenía bajo», casi lo sacan a gorrazos de Sevilla, imaginen la que le podría caer encima si le diera por ir un día a su festival de verano y aguantara hasta la ronda por tonás, con el ambigú ya sin existencias y las cabezas medio macandés por el solano alcoreño.
Dice no haber encontrado mucha información a la hora de investigar sobre el tema, por los tabúes que había y sigue habiendo al respecto. En efecto, los primeros estudiosos del género flamenco no entraron en la homosexualidad de los artistas, aunque por tradición oral, se sabe que los había. Algunos estudiosos han investigado en las letras, por si alguno se hubiera delatado, pero ni Demófilo entró en eso. Era algo tan obvio que no interesaba hasta el punto de hacer todo un tratado sobre el tema. Dice Fernando López Rodríguez que no hay travestis flamencos. Si hubiera investigado un poco, aunque no he leído aún el libro, sabría que La Escribana no era cantaora y bailaora, sino el cantaor y bailaor malagueño José León: era un artista que se vestía de mujer para actuar en el Café del Burrero, donde formaba pareja con Concha la Carbonera, quien le llamaba comadre. O sea, un travesti como una catedral. Y no fue el único, créanme.
Los cafés cantantes del siglo XIX estaban llenos de artistas homosexuales, y no creo que ni Silverio ni El Burrero les cerraran las puertas, como no tuvieron ningún problema otros promotores de espectáculos como Monserrat, Vedrines, Pascual Saavedra o Jesús Antonio Pulpón.
Un artista me preguntó un día que si saliera del armario sería rechazado por los aficionados, y le contesté que no. Como si hubiera salido de Merkamueble. Lo recibieron con banda de música.