Uno de los muchos capítulos ocultos es el de la Ilustración española y, en particular, el de la andaluza de la que formaron parte Blanco White, Manuel María de Arjona, Joaquín María Sotelo, Félix Reinoso, Alberto Lista, Manuel María del Mármol, el Conde del Águila, el Maestro Zapata, Pablo de Olavide, el Deán López Cepero, Tomás de Morla, Gabriel Álvarez de Toledo, el Abate Marchena... nombres casi todos desconocidos para la inmensa mayoría de los españoles a los que, de generación en generación, se les ha ido ocultando.
Casi todos ellos pasaron al reino infernal de las sombras, al envés de las páginas de nuestra Historia, el que jamás se leyó en las escuelas ni casi en las universidades y cuyos hechos y personajes, por tanto, no pudieron formar parte del patrimonio común. Por eso me parece importante que el Ayuntamiento de Utrera haya decidido dedicarle el año a uno de sus hijos.
Hace ahora 250 años nacía en Utrera José Marchena Ruiz de Cueto que, en su tiempo, sería conocido por el sobrenombre de Abate Marchena y que no sólo brillaría a una gran altura intelectual (un raro renacentista en medio del neoclasicismo) sino que también sería un militante (una especie de trotskista con siglo y medio de adelanto) de las ideas más avanzadas.
Pero no estaba solo. Lo acompañaban otros aunque sus nombres hayan sido desleídos a fin de oscurecer un período trascendental de nuestra Historia común que abarca desde la llegada del primer monarca de la Casa de Borbón, Felipe V, el innombrable para la mitad de los catalanes y el desconocido para el resto de los españoles que, en buena parte, ni siquiera tiene la más ligera idea de quien regía los destinos de sus abuelos hace 300 años aunque entre la muerte de Murillo y su llegada a España sólo medien 18 años.
La Ilustración andaluza abarca un período larguísimo; formalmente va desde la instauración de esa casa real a principios del XVIII hasta la muerte de Fernando VII y el fin del Absolutismo en los años 30 del XIX pero, de hecho, continuó como una aspiración no satisfecha hasta la II República. Comenzó en las ciudades que poseían universidad –Sevilla, Granada, Osuna y Baeza– y, a continuación se extendería por la mayor parte de la geografía andaluza. Sus centros neurálgicos estuvieron en las academias, muchas de las cuales siguen existiendo con mayor o menor personalidad pero como prueba de que aquella llama no se apagaría en períodos posteriores.
Ese fuego provenía de la libertad de espíritu sembrada por Descartes y del enciclopedismo francés que, en esos años, se embarcaba en la tarea de dotar a la humanidad de nuevos pilares en los que descansara el Conocimiento adquirido por medio de la Razón. Por ese tiempo Marchena tradujo De Rerum Natura, del escritor romano Lucrecio, opuesto a cualquier religión, y organizó una fuerza política de nuevo cuño, la primera de éstas en toda España, cuando aún faltaban años para que los parisinos asaltaran la Bastilla y depusieran al rey Luis XVI. Así lo relata Godoy en una de sus cartas: «... Los más de este partido se encontraban en la clase media y en la gente letrada... jóvenes abogados, profesores de ciencias y estudiantes, más sin faltarle el apoyo de personas notables de las clases elevadas...». Desde esa posición se opuso a la guerra que España declaró a la nueva república y, con otros compañeros, intentó un pronunciamiento que, como era lógico, fracasó.
Marchena se refugió en Gibraltar y, de allí, pasó a Francia donde, de inmediato comenzó a intervenir en la vida pública al lado de Marat y desde su periódico El amigo del pueblo, de cuya redacción formó parte.
Es encarcelado en medio de las convulsiones que sacudieron los primeros años de la Revolución pero logra salir indemne aunque se opuso abiertamente a Robespierre. Tras un nuevo exilio, esta vez en Suiza, volvió a Francia cuando ya Bonaparte se perfilaba como el líder de una nación en busca del imperio y retornó a España y a Sevilla con José I.
Además de actuar como consejero del monarca, dedicó también sus esfuerzos a traducir a los autores –Rousseau, Voltaire...– sobre cuyas ideas se había construido la nueva sociedad francesa y la que se construiría en buena parte de Europa. También pasó al castellano (por primera vez) las obras de Moliere o Racine que serían la base del teatro moderno.
Volvieron a reencontrarse los viejos amigos aunque unos tomaran partido por los franceses y otros se opusieron, más que a sus ideas, al método con el que habían entrado en España. Sotelo, Reinoso, Arjona, Lista y otros, ocuparon puestos en la nueva administración y, tras la derrota napoleónica, fueron depurados. También corrieron, más o menos, la misma suerte quienes se enfrentaron al corso desde en el baluarte de la Constitución de 1812, abolida después por Fernando VII, el Deseado. Tampoco terminó feliz José María Blanco White en Inglaterra.
El Abate volvió a pisar suelo francés pero cuando Riego se alzó en Las Cabezas de San Juan y se abrieron los días del Trienio Constitucional retornó a España para morir poco después en Madrid.
El año que viene volverá a la vida en Utrera.