Comienza a resultar del todo irritante, para la mayoría de los españoles, lo que están declarando algunos políticos acerca del problema catalán durante estos últimos días.
Por un lado, Carles Puigdemont, el que fue presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña y trató de dar un golpe definitivo al Estado de derecho español, se descuelga, en unas declaraciones al diario belga Le Soir diciendo que es posible una solución distinta a la independencia y que ha estado trabajando, nada menos que treinta años, «para obtener otro anclaje de Cataluña en España». Podría parecer una broma de mal gusto, pero no lo es. En esa misma entrevista, Puigdemont afirma que es partidario de un acuerdo con el Gobierno de España. Tampoco se trata de una broma.
Por su parte, Sergi Sabrià de ERC ha declarado, tras reunirse la dirección de su partido, que «el país (Cataluña) y el Govern no estaban preparados para hacer frente a un Estado autoritario y sin límites a la hora de aplicar la violencia. El Govern tenía una línea roja, que era la de la no violencia». Es decir, según ERC no hay república catalana porque el Estado español es represivo, dictador, está a la altura de Botsuana en el ámbito judicial y algunas afirmaciones más de este tipo que, además de ser falsas, resultan ofensivas para la inmensa mayoría de españoles. Si eso que dicen los independentistas fuera verdad, si en España no hubiera una democracia real y consolidada; si, como afirman, no existiera la separación de poderes o se persiguiera a alguien por sus ideas, los independentistas no se podrían manifestar como lo hacen, la televisión autonómica hubiera sido clausurada y las cárceles estarían a rebosar. Pero en España la democracia goza de buena salud. Afortunadamente para todos, incluidos los independentistas catalanes.
Además, Clara Ponsatí, consejera del Govern cesado, al aplicarse el artículo 155 de la Constitución, afirmaba hace unas fechas: «No estábamos preparados para dar continuidad política de forma sólida a lo que hizo el pueblo de Cataluña el 1 de octubre». Por supuesto, culpa al Gobierno de responder a la política del Govern con una fórmula que ella califica «de guerra».
En definitiva, aunque seguimos asistiendo a grandes manifestaciones de apoyo por parte de los independentistas, aunque se ha demostrado claramente que eso de declarar la independencia y la república catalana era una patraña; los golpistas y sus acólitos van confesando y la gente en las calles sigue creyendo en esa idea que se les vendió.
Pero lo más sorprendente de todo es que Soraya Sáenz de Santamaría afirmó ayer que «si hay voluntad» habrá un nuevo modelo de financiación. La vicepresidenta añadió que el PSOE tendrá todo el protagonismo para que esto sea posible. Como todo parece indicar, el problema se traduce, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, al lenguaje del dinero. Es decir, finalmente, resulta que todas las partes estaban de acuerdo. O al menos eso parece.
Han tenido que pasar muchos días en los que la tensión se hacía insoportable, se ha tenido que aplicar el artículo 155, los independentistas catalanes han sacado a cientos de miles de personas para conseguir imágenes violentas el 1-O, las empresas han huido de Cataluña, el paro en esa comunidad autónoma ha aumentado más que en ningún otro lugar de España, las ventas de pisos en Cataluña se han paralizado prácticamente, los ideales de los independentistas han sido pisoteados por sus propios líderes, la fractura social en Cataluña es grotesca, la desafección de muchos españoles respecto a los problemas catalanes es brutal... Y resulta que se pueden poner de acuerdo si se sientan y se ponen a discutir una solución.
Lo razonable es que, antes de destrozar las cosas, hubieran hecho un esfuerzo por llegar a ese acuerdo que dicen que buscan algunos. Antes de engañar a millones de personas, antes de provocar un caos de dimensiones extraordinarias, deberían haber parado para pensar en unas consecuencias desastrosas que pagarán todos los ciudadanos de este país.
Si esta es la política que pueden llegar a hacer los políticos de una parte y otra, España tiene un problema de difícil solución. Y los políticos deberían comenzar a plantearse que insultar a la inteligencia de las personas tiene un precio. Tal vez no lo paguen ahora que las cosas siguen en plena ebullición, pero lo terminarán haciendo.