Ocaso de la fiesta

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16 abr 2017 / 12:28 h - Actualizado: 16 abr 2017 / 12:33 h.
  • La Real Maestranza de Sevilla volverá a acoger desde este domingo su tradicional ciclo taurino. / Antonio Acedo
    La Real Maestranza de Sevilla volverá a acoger desde este domingo su tradicional ciclo taurino. / Antonio Acedo

En Sevilla, y en otros muchos lugares de Andalucía, la procesión del Resucitado no encontró el eco popular de las pasionistas porque, en realidad, la Resurrección se encarnaba –aunque ahora pueda resultar paradójico para muchos– en las fiestas tauromáquicas que encontraban en este domingo pascual su fecha de inicio.

Son aún varias las poblaciones andaluzas donde esa celebración recibe el nombre de Toros del aleluya, Toros del aguardiente..., corridos todos ellos en las primeras horas del día. Aquí el ritual comenzaba cuando, en las primeras horas de la tarde, un oficiante descorría el cerrojo de la Puerta del Príncipe de la plaza de la Real Maestranza y ésta se abría (abriendo, además, simbólicamente las demás de toda España) permitiendo que ocupara sus asientos un público dispuesto a contemplar la eterna lucha del Bien y del Mal sublimada, elevada a las nubes de la Belleza, igual que había sucedido en días anteriores con las escenas dolorosas de la Pasión.

El toro era la concreción de lo salvaje que la humanidad –personalizada en el diestro– debía domeñar y, consiguiéndolo armónicamente, salir triunfante, como un héroe, por aquella puerta entre los vítores de la multitud identificada con él.

En la fiesta de los toros, como en todos los verdaderos ceremoniales, participaba mucha más gente de la que cabía en la plaza porque, antes de que comenzara el rito supremo, se habían desarrollado otros que lo preparaban: el traslado de los toros, entre vaqueros expertos, del campo a los corrales del coso, el manifiesto de los astados dispuestos para ser lidiados, el dejarse ver de los toreros por las calles populosas de la ciudad, su salida de la casa o del hotel –ya enfundados en el vestío de luces, con el capote de paseo y rodeados de sus cuadrillas– montados en coches de caballos que, a la vista de todo el mundo, los llevaban hasta el lugar del sacrificio. Esas estampas, llenas de colorido y del calor de la afición, son las que descubrimos en la lectura de las Cartas de España, de José María Blanco White.

Todo eso se ha terminado. Poco a poco ha sido sustituido por las meras reglas comerciales de una compra-venta, sometida a la pura ley de la oferta y la demanda que fabrica el marketing. Ganaderos, matadores y empresarios forman hoy un holding que, para subsistir, ha encontrado el envés del axioma de El Gatopardo, de Tommasi de Lampedusa y, en lugar de «cambiarlo todo para que nada cambie» ha logrado no cambiar aparentemente nada para conseguir que todo sea distinto.

Parece que la corrida de nuestros días es la misma de la Tauromaquia de Paquiro cuando, verdaderamente, se asemeja bastante a las barracas de la feria de Benito Mas y Prat en La Tierra de María Santísima, donde se convocaba a los incautos con mensajes rimbombantes sobre las maravillas expuestas en su interior para, una vez pagado el precio de la entrada, ponerlos ante cosas triviales o chuscas de las que, a la salida, no hablaban para no sentirse tontos ante aquellos que aún no habían picado en el anzuelo.

Toro bravo venido a menos

El toro bravo, que tanto trabajo costó crear a los que, en el siglo XVIII, pusieron manos a la obra de hacerlo con mentalidad ilustrada, y cuyas señas de identidad eran la nobleza, la casta y el trapío, se ha convertido en un animal endeble, sin empuje y descastado, que apenas si dura sin caer derrengado algo más de un cuarto de hora. Ya nada tiene que ver su ánimo con la fiereza que el diestro debía ir apaciguando poco a poco. Ha pasado a ser un animal más de los que, convertidos en mascotas de peluche, duermen en las camas de los niños.

Consecuentemente los toreros tampoco tienen nada que ver con los de antes: han dejado de ser personas que, por necesidad y por afición, se jugaban a cara o cruz la vida cada tarde para poder así convertirse en personajes importantes, ya que era su valor y su maestría lo que conseguía romper el muro que separaba, impermeablemente, los estratos inferiores y superiores de la sociedad.

Hoy la fama se alcanza caminando por los senderos mediáticos en los que discurre la vida. Y, yendo por ellos, han llegado a imponer su voluntad en lo que se refiere a las características con las que los astados han de salir por la puerta de toriles para que ellos los lidien. En definitiva: aunque siga pregonándose el antiguo y extraordinario valor –como si nada hubiera cambiado– justificando así las cifras astronómicas que cobran, no exponen su vida más de lo que lo hacen los profesionales de muchos deportes de riesgo. Los empresarios, por su parte, condescienden con los unos y los otros; son los operarios que colocan y encienden las bombillas de los anuncios luminosos de esas barracas sin pensar que esa luces no son otra cosa que burbuja que, cada vez con más aire, tienen asegurada la explosión y, por tanto, el derrumbe de sus propias empresas.

La fiesta de los toros, nacida con la Ilustración y consagrada por el romanticismo, vivíó mientras permaneció en sus coordenadas. Separada hace ya tiempo del clima que la rodeaba y periclitados los ritos que perpetuaban la afición, está llegando a su ocaso. Puede echársele la culpa de su declive a la corriente antitaurina olvidando que, en el pasado, nuestros regeneracionistas, teniendo mucho más peso que esos cientos de personas que, de tanto en tanto, protestan, no fueron capaces de restarle ni un ápice de fuerza.

La fiesta de los toros, la que en Andalucía iba entre los nimbos de la Resurrección, agoniza por las puñaladas de sus propios protagonistas y defensores.