Las Cruces de Mayo se llamaban, litúrgicamente, fiesta de la Invención de la Cruz, nombre que no hacía alusión a un invento sino a un descubrimiento: el hallazgo por Santa Elena, la madre del Emperador Constantino, de los maderos en los que fue crucificado Jesucristo. Ese hecho, más bien legendario, dio origen, por una parte, a todas las hermandades de la Vera Cruz que hay en el mundo y, por otra, a una verdadera invención folclórica, la de las celebraciones populares que, alrededor del 3 de mayo, se mantienen en muchas ciudades con diversas variantes.
En realidad todo arranca no de Constantino sino de Carlomagno, el fundador del Sacro Imperio Romano-Germánico y de su lucha por latinizar o romanizar, precisamente, a los germanos que, entre sus elementos religiosos, igual que otros muchos pueblos, tenían el del culto al árbol (de ahí viene el abeto navideño). Cuando los soldados no pudieron con aquellas costumbres, llegaron los monjes y las bautizaron por un procedimiento como el de sustituir el árbol florido de mayo por la cruz, arbor salutis, el árbol de la salvación.
Como todo el mundo sabe, el ciclo anual de la naturaleza simbolizó en muchas culturas el de la vida, sobre todo en la franja de la Tierra con cuatro estaciones climáticas en las que el transcurrir desde la siembra, el nacimiento, la floración y la fructificación hasta la muerte se produce lenta y gradualmente. Ello dio lugar a la aparición de mitos similares de los que, seguramente, el de Isis y Osiris es el más conocido.
Andando el tiempo, el invento de aquellos monjes tan astutos como bienintencionados acabó en el O Tannenbaum del nacimiento del sol o solsticio cristiano de invierno en los países nórdicos.
En Sevilla y en buena parte de Andalucía los recovecos históricos hicieron del día una fecha arraigada sin que se nos hayan explicado los porqués pero la coincidencia de que brille allí donde la cultura del antes y del después se vieron obligadas a encontrar caminos de confluencia. De algún modo debieron repetirse en el Albaycín, Lebrija o el Andévalo y la Sierra de Huelva los episodios de los monjes enviados por Carlomagno a los territorios septentrionales de Europa sólo que aquí dieron lugar a una fiesta primaveral en la que resplandecían el romance y la seguidilla y en la que mandaba la noche.
En este contexto el mes de mayo concentró los sentimientos que tenían el amor como protagonista: «Que por mayo era por mayo, /cuando hace la calor, /cuando los trigos encañan /y están los campos en flor; /cuando canta la calandria /y responde el ruiseñor; /cuando los enamorados /van a servir al amor...», cantaba el prisionero del romance haciendo, en su soledad, de notario del despertar de la naturaleza.
La celebración canónica siguió inmóvil, encastrada en el liber usualis de los facistoles, que prescribía procesiones mañaneras desde la iglesia hasta las cruces levantadas en parajes agrarios al son de la salmodia de la Letanía de todos los santos; la popular tomó sus propios caminos y se desgranó en cientos de ceremoniales distintos, algunos de los cuales, como los de la onubense Berrocal, contienen significados misteriosos, transmitidos así de generación en generación, y alcanzan en sus momentos álgidos altas cotas de paroxismo colectivo.
Existen lugares, como Badolatosa, donde el arbor salutis sigue siendo uno de verdad que los mozos traen del campo a la plaza para bailar bajo él y otros donde, simplemente, Mayo se encarnaba en una niña, ataviada como ninfa (ahora se lleva más la palabra delfa) y llamada Maya, que recorría las calles mientras otros chavales pedían «una perrilla para la Maya». Era el último jirón de otra tradición centro-europea, la Maya de Pentecostés, condenada aquí a ser abducida por la romería del Rocío.
Esos ritos atávicos no lograron llegar a la capa permeable de la modernidad porque los rituales habían derivado hacia el punto en que se convertían en un «tribunal de mujeres» que, a la vista de todos, juzgaba de la idoneidad de los pretendientes de sus hijas. Alguno de éstos, rechazado al menos en principio, habría podido completar aquel romance: «(...) sino yo, triste, cuitado, /que vivo en esta prisión, /que ni sé cuándo es de día, /ni cuándo las noches son, /sino por una avecilla /que me cantaba al albor. /Matómela un ballestero; / déle Dios mal galardón». Evidentemente se refería a la posible suegra.
Pero el vector estaba trazado. La Fiesta de las Cruces se hizo burguesa en Sevilla hace cien años: del mismo modo que, un siglo antes, llegaron miles de familias menesterosas a los palacios del centro de la ciudad para transformar los corrales de vecinos, entonces las sevillanas corraleras se trasladaron a las casas-palacio de los socios del Labradores, el Mercantil o Pineda y a las de altos funcionarios y, desde el final del XIX a la década que precedió a la II República, no hubo familia de las que constituían las «fuerzas vivas» de la ciudad que no celebrara, en la Cruz de Mayo de su patio, la puesta de largo de sus niñas ni director de cine que no «metiera» una de ellas en el rosario de españoladas con Sevilla de fondo. Tan es así que, en una de ellas, Morena Clara, de Luis Lucía, con Lola Flores, Fernando F. Gómez, Miguel Ligero y Manuel Luna como intérpretes, los guionistas hacen decir a este último: «Qué sería de los sevillanos si no tuviéramos el cine para copiarlo».
Los guateques de los sesenta aventaron las cruces de mayo y las presentaciones en sociedad. Quedó sólo una: la sedicente puesta de largo anual de la gente guapa del franquismo en la Casa de Pilatos que, para inventarse, no necesitó ni cruces ni monjes: simplemente copiarlas del cine.