Más de 13.000 almas fueron ejecutadas bajo su mando solo en Sevilla. Una cifra aún más espeluznante si hablamos de toda la región: 50.000. Gonzalo Queipo de Llano y Sierra (Tordesillas, Valladolid, 5 de febrero de 1875) ejerció un control total en la Andalucía primero ocupada y luego franquista desde prácticamente las dos de la tarde del 18 de julio del 36, cuando una guarnición militar en la capital hispalense se rebeló contra el Gobierno legítimo de la República, momento primigenio de la Guerra Civil en la península.
Durante el transcurso de la contienda, asumió por autoasignación los asuntos militares y gubernativos de Sevilla, erigido en jefe del Ejército de Operaciones del Sur y catalogado, con su propia jactancia, como auténtico Virrey de Andalucía. Mientras manejaba con puño de hierro la ciudad, asolando en retaguardia con una represión sangrienta y berreando proclamas tan agresivas como deslenguadas desde las ondas de Radio Sevilla, Queipo de Llano tejió ascendencias en una ciudad que pasó de ser la roja a convertirse en todo un bastión militar y escénico del nuevo régimen dictatorial, que detectó aquí un puntal donde proyectar el nuevo ideario nacionalcatolicista, sostenido, cómo no, por el clima de terror instaurado, con miles de hombres sepultados en fosas comunes y otros tantos que dieron con sus huesos en cárceles nauseabundas o como esclavos de trabajos forzados.
La realidad es que Queipo comandó con sangre y repulsión la expansión de los sublevados Despeñaperros abajo. A lo largo y ancho de Andalucía replicó la misma violencia que había desatado en los barrios hispalenses. Finalizada la Guerra, recibió su premio: ascendió a teniente general y se hizo acreedor de la Gran Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada condecoración militar en España. Su carácter tosco, bravucón e impulsivo, unido al hecho de que no contaba con simpatías en la estructura jerárquica recién forjada en El Pardo fruto de su carácter y la desconfianza por haberse movido en distintos bandos y tramas en las convulsas décadas de los 20 y los 30, lo aisló en Sevilla. Enfrentando soterradamente con Franco, levantó una isla en sus dominios, donde el régimen decidió darle plenos poderes para paliar su peligrosa soberbia. Queipo de Llano hacía y deshacía arrinconado en una Híspalis que se revelaba hipercofrade, rodeado de arzobispos y terratenientes y convertido en próspero hacendado. Amasó fortuna e influencias, un marquesado y los más próceres honores de la Sevilla ultraconservadora. Pero «la segunda Giralda», como lo bautizó Pemán, escondía tras sí un rastro sanguinolento. El de un genocida que hoy, casi siete décadas después de su muerte, mantiene vivo un legado aún distinguido en esta misma Sevilla a la que en parte fusiló.
Amortajado junto a la Virgen del pueblo
La basílica de la Macarena, la virgen más venerada de la ciudad de la que es todo un símbolo, acoge el vestigio más injurioso de Queipo en Sevilla: su propio cuerpo. Allí sigue vigente, a los pies del templo en una capilla lateral, la tumba del que fuera cruento militar. Ríos de tinta han corrido sobre un hecho que aún a día de hoy genera acaloradas polémicas, y que solo ha sido gracias al cerco legislativo cuando empieza a tambalearse algo que hace apenas un lustro era poco menos que imaginable, la salida de los restos del golpista del, con permiso de la Catedral, templo cristiano más visitado de la urbe. Corría marzo del 51 cuando Queipo de Llano falleció en su cortijo de Camas, la conocida finca de Gambogaz. Con honores de jefe de Estado, amortajado con la túnica macarena y despedido por una multitud, fue enterrado en la capilla del Cristo de la Salvación en la ya referida basílica de la Esperanza Macarena. A apenas unos metros de esas mismas murallas donde apenas 15 años antes ordenó fusilamientos de combatientes contrarios e incluso de civiles, mujeres y niños incluidos. La memoria de esa Sevilla franquista parecía esfumarse en la complacencia hacia quién solicitó pasar a otra vida junto a la venerada imagen, en la basílica construida por su influjo sobre un solar donde antaño se asentó una taberna anarquista cañoneada por el gobierno republicano en el 31. Su vínculo con la corporación macarena fue total, hasta el punto que Queipo fue nombrado en vida como hermano mayor honorario, cargo que aún ostenta. No así el de hijo adoptivo y la medalla de la ciudad, distinciones retiradas por el Consistorio hispalense en 2008, con la aprobación de PSOE e IU y la abstención del PP.
Tras décadas en las que apenas existía el debate, el desarrollo y organización de asociaciones memorialistas en el siglo XXI puso en el foco la humillante presencia con honores del golpista en la Basílica. La presión se redobló con las leyes, primero estatal y ahora autonómica de memoria histórica. En la legislación andaluza, aprobada sin votos contrarios justo enfrente de la Macarena, en el Parlamento, se cita en su artículo 32.4 que «cuando los elementos contrarios a la Memoria Democrática estén colocados en edificios de carácter privado con proyección a un espacio o uso público, las personas propietarias de los mismos deberán retirarlos o eliminarlos».
Este texto legal habría de servir para que la hermandad deba por ley retirar la tumba o colocarla en un lugar que no tenga proyección pública. El momento actual es de impás, ya que fue hace unos meses cuando el Consistorio, tras acuerdo plenario, envío una misiva a la corporación para que diera cumplimiento a la ley andaluza, aunque, por su parte, la hermandad alega que están realizando su propio informe jurídico antes de tomar una decisión. En el propio seno macareno también corren nuevos bríos, y se pide estudiar el caso con más detenimiento, dejando atrás otras excusas que de primeras negaban de plano cualquier modificación del estado heredado en el 51 por nimia que fuera, e incluso, ahora ni siquiera se alega eso de que «está allí por ser macareno», como se arguyó durante años.
Fue en 2009 cuando la propia Macarena mandó retirar, con el apoyo de la familia, inscripciones aún más dañinas para la memoria grabadas en su lápida, y que incluso llegaban a resaltar el alzamiento militar.
El último episodio del asunto tumba lo jugó la Junta, en palabras del vicepresidente y consejero de memoria democrática, Manuel Jiménez Barrios, quién aseveró que si la hermandad no responde a la petición del Ayuntamiento, será la Junta quién velará por el cumplimiento de la ley. En una Sevilla aún hipercofrade, donde resalta el poderío de la Macarena y en un contexto político próximo a elecciones, no son pocos los que dudan que este asunto aún puede virar en su supuesta escalada hacia la salida de Queipo del templo para acabar todo tal y como está, es decir, sin que se mueva un varal, o quizás, con una solución de maquillaje que evite el enfrentamiento directo con el espectro más conservador de la ciudad, y sobre todo, con un Arzobispado que sigue lavándose las manos.
Pero el legado cofradiero de Queipo no acaba aquí. Menos visible y mediáticos son los casos de otras dos hermandades hispalenses, que fundadas al calor de la posguerra dieron a sus titulares nombres relacionados con quién hoy es tratado de genocida. San Gonzalo y Santa Genoveva, en honor al militar y a su esposa, siguen procesionando el Lunes Santo, ya convertidas en cofradías de arraigo y popularidad. Queipo colocó las primeras piedras en los tempos de ambas corporaciones y en la diabólica relación que une los nombres, hermanos de ambas alegan que los nomenclátores no guardan vínculos con el golpista y su familia sino con las parroquias.
Gambogaz, la fortaleza del Virrey
Si el Queipo muerto vive en la Basílica, el vivo lo hizo a cuerpo de rey en una hacienda sevillana de abolengo, donde amasó todo un patrimonio agrícola. Aún en plena Guerra, en el año 37, la Sevilla del hambre le regaló al ya erigido como jerarca del poder en Andalucía un cortijo ubicado en la orilla del Guadalquivir, en término de Camas pero de cara lo que hoy es la Isla de la Cartuja y entonces se conocía como la Corta de la Cartuja. La entrega de esa propiedad, que antaño pertenecía a la familia de los Vázquez, se realizó gracias a una suscripción popular satisfecha por los habitantes de la ciudad hispalense, que compró la propiedad a sus dueños y se la entregó como recompensa «por haberla liberado de la amenaza roja».
Queipo se instaló en Gambogaz y en un primer momento dijo convertirlo en núcleo de un patronato agrícola dispuesto para trabajar la tierra y crear empleo. En una carta publicada en el diario El País en 1976, su hijo, Gonzalo Queipo de Llano y Martín, comunicó que su padre declaró al hacerse cargo del regalo «que sólo la recibía en usufructo del pueblo sevillano y que era este su legítimo dueño». Hoy día, 31 años después de aquel artículo y 81 desde que Sevilla obsequiara con una hacienda valiosa a quién tantos vecinos ordenó matar, el Cortijo no está matriculado a nombre del antiguo patronato agrícola –convertido en fundación de la que ahora hablaremos- sino que está a nombre de sus herederos, dueños de una propiedad que Queipo nunca compró y que tiene carácter de suelo residencial según el Ayuntamiento de Camas, donde está catalogado. Es curioso que esta finca, que en el momento de ser recibida figuraba a nombre de la fundación Agraria Gonzalo Queipo de Llano, haya llegado a nuestros días como patrimonio de su extirpe, pese al citado «usufructo».
Por su parte, Gambogaz malvive presa de la desidia de estos dueños, nietos del general golpista. Se trata de una construcción que pese al mal estado general que presenta, revela haber tenido época de esplendor. Está ubicado a escasos 2.000 metros en línea recta del rascacielos de la Torre Sevilla y su acceso es asequible por un camino en buen estado. La zona, por su parte, está en semiruinas. Destaca un torreón, que como todo el complejo, amenaza con desplomarse. Sin embargo, hay algo de vida en Gambogaz. Una máquina entra y sale depositando grandes sacos en un patio interior, donde también se aprecian otros aparejos agrícolas. En derredor de una zona que podría asimilarse a una vivienda, se levanta una suerte de muro, con alambradas, y una pantalla vegetal de cipreses, que lo hace inaccesible y con apariencia de invulnerable, que también parece custodiado por numerosos perros, animales tan descuidados como la otrora alcazaba del Virrey.
«Este lugar era un referente de la reforma agraria andaluza antes de ser regalado a Queipo», exclama Eva Pérez, concejal del Ayuntamiento camero y una de las principales impulsoras de la lucha para que aquí se levante un lugar de la memoria, figura legal que reconoce a puntos de memoria histórica. En sus investigaciones, el colectivo memorialista defiende que aquel cortijo agrícola se convirtió en una suerte de punto de trabajos forzados en las extensiones de tierras de labor que lo circundan. De hecho, existen documentos de sacas de presos de la prisión provincial que testifican que el encargado de Queipo iba a la cárcel y se llevaba a presos para esclavizarlos en Gambogaz, como revela el historiador José María García Márquez. El Ayuntamiento camero y asociaciones de la memoria histórica reclaman que se convierta en un centro de visitas, un hecho para el que no hace falta que se reconozca como lugar de la memoria porque ya su torre está declarada como Bien de Interés Cultura, y esta figura de conservación obliga apertura al público, así como el hecho de que mantenga en estado óptimo, asunto que tampoco se cumple.
La fundación fantasma
Cuando Queipo recibió Gambogaz, puso en marcha el conocido como Patronato Agrícola, entidad que a mitad de los cuarenta sirvió para adquirir tierras en una marisma de Doñana por entonces presa de transformación. Por interés «cooperativo», el Patronato se convirtió en una fundación «pro infancia desvalida». Este es otro de los legados actuales de Queipo en Sevilla que nuestra sociedad asimila sin entender el daño que hizo su benefactor. A través de esta asociación supuestamente sin ánimo de lucro que dice ayudar a la infancia, como alega el nieto del golpista y uno de los patronos, Gonzalo García Queipo de Llano, que más allá de ese apunte, desestimó atender la llamada de El Correo de Andalucía. García Queipo de Llano, sin embargo, si declaró que realizan donaciones, enumerando únicamente a Cáritas y Andex. En ambos colectivos, tras ser cuestionados por este extremo, se confirma la colaboración de la fundación Queipo de Llano: 27.000 euros para Cáritas en dos entregas en 2016 y 2017 –con anterioridad no se registran donaciones- y 60.000 euros con Andex registrada en 2014.
Tras indagar en distintos directorios públicos, no se conocen más actividades de esta fundación, que no registra asambleas anuales ni rendición pública de cuentas, amén de no haber solicitado –ni recibido- subvención alguna. Una asociación con tintes fantasmas, cuya sede está ubicada en una de las millas de oro de la ciudad, la avenida República Argentina. Sin embargo, en esa dirección no existe sede alguna, al tratarse de una vivienda particular a nombre de los herederos, como pudo comprobar este medio de comunicación in situ. La fundación sí alega nutrirse económicamente de las rentas de las fincas agrícolas que atesora de la marisma, en Isla Mayor, explotadas por arroceros, y por las que perciben unos 70.000 euros anuales, que eso sí, defiende revertir en «ayuda social».
Pero la herencia del que fuera uno de los militares más sangrientos de la historia reciente de España no acaba aquí. Ni siquiera con el siguiente ejemplo, el último de los tomados en cuestión: la exhibición pública de su despacho en el museo militar de Sevilla ubicado en los bajos de Capitanía. El ejército incluye entre otras piezas de alto valor histórico a un mobiliario nefasto, donde el golpista firmaba sentencias de muerte sin juicio y desde donde ordenaba sacas de presos para trabajos forzados. Además, se incluye como elemento clave el famoso micrófono de Radio Sevilla desde el que lanzaba proclamas que iban desde el aliento de asesinatos de «rojos» hasta la violación de sus mujeres. Pese a las críticas que desató la muestra de este despacho, lejos de retirarlo, actualmente aparece junto al del general Rojo, jefe de Estado Mayor del Ejército republicano durante la Guerra Civil y que sirve para equilibrar la presencia franquista, amén de otros objetos de ambos contendientes en el conflicto bélico nacional.
80 años después del trágico inicio de la Guerra Civil, uno de sus inductores más inhumanos, a la sazón, responsable de crímenes contra la humanidad, sigue presente con honores en la misma ciudad donde descargó su saña. La sangre aún corre a través del legado vivo de un genocida muerto.