Si a un sevillano cualquiera de esos que van de paseo por el casco antiguo se le diese un euro por cada inmueble clasificado como bien de interés cultural de su ciudad que supiera decir a ciencia cierta, ¿cuánto dinero reuniría? Empezaría, lógicamente, por la artillería pesada: la Catedral y su Giralda, el Alcázar, el Archivo de Indias, la Torre del Oro, la Muralla...; luego se acordaría, sin duda, de las iglesias antiguas: Santa Ana, Santa Catalina, San Martín, San Andrés, San Luis de los Franceses, Santa María la Blanca, San Marcos, San Isidoro...; puede que, de paso, citara un par de viejos conventos y monasterios, como Santa Clara y Santa Rosalía y, por supuesto, el de la Cartuja. A partir de ahí, tendría que recordar los fastuosos edificios de 1929 que hoy son museos, repararía en la existencia de la Plaza de Toros y, antes de dar por terminada la lista, anotaría la antigua Fábrica de Tabacos, el Ayuntamiento, las Atarazanas y la Casa de Pilatos. Pero en algún momento a lo largo de toda esta remunerada retahíla, lo asaltaría la duda y preguntaría, tal vez con cierto mosqueo, qué entendemos en realidad por bien de interés cultural.

Con idea de informarle del asunto, y suponiéndolo de buen humor por la cantidad tan fácilmente ganada, es posible que a este paisano indeterminado se le hubiese podido sacar una invitación a cervecita con tapa en el Bar Giralda, que coge de camino hacia cualquier tesoro de la ciudad. Allí, en el calor de la conversación y los brindis, rodeado de guiris, puede que se le pasara por alto que sus posaderas estarían ocupando los restos de un baño del primer cuarto del siglo XII, posiblemente almorávide. Es, como recuerda la Consejería de Cultura, el establecimiento de este tipo más próximo a la antigua mezquita mayor, hoy Catedral, por lo que aquello debía de tener en los viejos tiempos un trasiego de padre y muy señor mío. Según la base de datos del Patrimonio Histórico de Andalucía, de aquel antiguo inmueble «se conserva el espacio central cubierto por bóveda esquifada de ocho paños sobre trompas. Este espacio central delimitado por cuatro arcadas sobre columnas de mármol de orden toscano, probablemente correspondería a la sala templada (al-bayt al-baryd). Se encuentra franqueado por dos estancias, cubiertas por amplias bóvedas de cañón, que serían la sala fría (al-bayt al-sajun) y la sala caliente (al-bayt-wastaní)». Y claro, es un BIC. Un bien de interés cultural. De esos otros que rara vez se citan. Al igual que lo es la calle Mateos Gago entera, donde se encuentra enclavado dicho establecimiento.

Porque de forma más o menos despampanante y más o menos inadvertida, Sevilla está llena de BIC. Atendiendo solo al número de inscripciones, son 128. Pero algunas de estas anotaciones comprenden varios (o muchos) inmuebles, con lo que la cifra de los así reconocidos por la Junta de Andalucía rondaría el par de centenares. Pero todavía no se ha dicho qué es un BIC: un bien al que se le aplica el máximo blindaje legal para su preservación. Declarar algo como bien de interés cultural supone –al menos, teóricamente– colocarle un candado imaginario para que nadie se lo pueda cargar, ni alterarlo, ni estropearlo, y al mismo tiempo implica proclamar públicamente su valor para que se cuide, se proteja en el futuro y se enseñe a todo el mundo –también teóricamente, porque hay muchos BIC sevillanos que el lector no va a poder recorrer en su vida–. Lo dice (con otras palabras, como se podrá suponer) la Ley 14/2007, de 26 de noviembre, del Patrimonio Histórico de Andalucía. En esta se explica qué derechos y deberes van asociados a los BIC –a sus propietarios, a las autoridades, a sus visitantes, a los profesionales encargados de rehabilitarlos...–, qué pasa si se mete la pata e infringe uno la norma y otros muchos detalles.

Y esto es así porque, como se explica en los primeros compases de dicha norma autonómica, «a partir de la entrada en vigor del nuevo Estatuto de Autonomía para Andalucía (Ley Orgánica 2/2007, de 19 de marzo), el fundamento de la nueva Ley de Patrimonio Histórico de Andalucía se encuentra en el artículo 10.3.3.º, que se refiere al afianzamiento de la conciencia de identidad y de la cultura andaluza a través del conocimiento, investigación y difusión del patrimonio histórico como uno de los objetivos básicos de la comunidad autónoma. A su vez, el artículo 68.3.1.º del Estatuto de Autonomía para Andalucía atribuye a la comunidad autónoma la competencia exclusiva en materia de protección del patrimonio histórico, artístico, monumental, arqueológico y científico».

Pero antes de dejar a un lado esta ley, conviene explicar que en su capítulo primero «desarrolla las tipologías en que se clasifican los bienes inmuebles cuando son inscritos como bien de interés cultural en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. A las figuras tradicionalmente consagradas (monumento, conjunto histórico, jardín histórico, sitio histórico y zona arqueológica) se suman el lugar de interés etnológico [...] y la zona patrimonial». Es decir, que un inmueble BIC no tiene por qué ser un edificio, o unos restos arqueológicos, o incluso un parque, sino cualquier lugar con una huella histórica determinante. Tampoco tiene que ser algo muy antiguo: la Estación de Autobuses del Prado y la Fábrica de Vidrio de la Trinidad, por citar dos casos, lo son. Por eso, entre los elementos así catalogados en Sevilla se encuentran no solo iglesias, palacios y museos, sino que también se puede uno topar con un garaje, una guardería, un banco, un bloque de viviendas, una posada, un almacén, una tienda, un patio, una farmacia, una estación de tren, un corral, una fábrica, un cementerio olvidado, un cuartel, un patio, una plaza, una calle como esa de Mateos Gago que esconde, sin que muchos lo sepan, un antiguo baño árabe reconvertido en bar. El lugar donde fue fusilado el líder andalucista Blas Infante el día 10 de agosto de 1936, –el kilómetro 4 de la carretera Sevilla-Carmona, junto al humilladero existente a la entrada del cortijo Hernán Cebolla– es un BIC a las puertas del Polígono Calonge.

Es más. Para asombro de quien no se haya metido a curiosear por ese catálogo de la Consejería de Cultura, hay que decir que todo el centro histórico de Sevilla está declarado bien de interés cultural. Y que conste que no se está refiriendo a los alrededores de la Catedral. La lista de sectores urbanos comprendidos es la siguiente: San Gil-Alameda; San Luis; Santa Paula-Santa Lucía; Santa Catalina-Santiago; San Bartolomé; Real Alcázar; Catedral; Encarnación-Magdalena; San Lorenzo-San Vicente; los Humeros; Macarena; Hospital de las Cinco Llagas; San Bernardo; Arenal; Casa de la Moneda; Triana; la Cartuja; San Julián-Cruz Roja; La Trinidad; San Roque-La Florida; la Calzada-Fábrica de Artillería; Estación de San Bernardo; el Prado de San Sebastián; Huerta de la Salud; Pirotecnia Cross; El Porvenir; la Palmera; recinto de la Exposición Iberoamericana; Puerto-lámina de agua. El río, de momento, no está declarado BIC expresamente.

El leer estas listas y profundizar en lo que contienen reporta la sensación de que la exploración de Sevilla es tan inagotable y tan interesante como lo será algún día la de Marte. Por más que uno se la patee para arriba y para abajo, Híspalis sigue sonriendo, socarrona, mientras guarda sus secretos a los ojos del paseante inadvertido. ¿Podría indicar ese sevillano anónimo del principio qué restos funerarios hay en la Puerta de Jerez, y que también están declarados bien de interés cultural? Pues el Palacio de Yanduri, sin ir más lejos. Aquel a cuyo balcón se asomara Franco en la fotografía histórica y que contiene una sepultura de corredor de tipo ciclópeo, correspondiente al periodo megalítico, constituida por dos hileras laterales de grandes piedras y una cubierta también pétrea formando una galería.

Si tras haber paseado por esta plaza se le pidiera al sevillano informado que recomendara un arco bonito y cercano al que ir a hacerse una foto, es de suponer que escogería el del Postigo, tan cantado y recordado en sevillanas y en la memoria cofradiera de la ciudad. Sin embargo, se estaría dejando atrás, por el camino, esa maravilla –inscrita como BIC, al igual que el del Postigo– que es el Arco de la Plata (o de Mañara), «cuya traza islámica», como explica Cultura, «fue reformada en el siglo XIV, perteneciendo a la primera etapa el gran arco de herradura enmarcado por alfiz y a la segunda las bóvedas nervadas que aparecieron al desmontar un falso techo existente durante unas obras de rehabilitación». O sea, una mezcla de estilos fascinante. Y si el siguiente deseo fuese el de ver una torre próxima de interés, el común de los vecinos sugeriría la del Oro y hasta la de la Plata, pasando por alto (precisamente a un paso del arco recién comentado) la Torre de Abdelazis, en la esquina de la Avenida con la calle Santo Tomás. «Se trata», informa el registro de los BIC, «de una torre de época almohade que formaba parte de una coracha del recinto defensivo de la ciudad que iba desde el ángulo más meridional del Alcázar hasta el río. La muralla estaba defendida por una serie de torres, de las que se conservan cinco, siendo la tercera la de Abdelazis, también llamada del Homenaje. El número de lados de las torres aumentaba en progresión aritmética en dirección al río, e iba desde los cuatro lados de las Torres de la Cilla, pasando por los seis lados de la Torre de Abdelazis hasta terminar con los doce lados de la Torre del Oro».

Solo el casco histórico de Sevilla tiene catalogados como bienes de interés cultural, entre otros, las necrópolis de San Agustín, San Bernardo y San Sebastián; la antigua Fábrica de Tabacos, luego Universidad; los Baños de la Reina Mora; la Muralla; las columnas romanas; el edificio de la antigua Universidad Literaria (hoy Facultad de Bellas Artes); el Cuartel de la Gavidia; los palacios de la Diputación, de Miguel de Mañara, del Marqués de la Algaba, de Villapanes, de los Marqueses de Medina, de la Marquesa de Pickman, de las Dueñas, de la Condesa de Lebrija, de los Condes de Santa Coloma, de San Telmo, del Pumarejo; las casas de los Pinelo, de los Condes de Casa-Galindo, de Pilatos, de Olea, de las Columnas, del Rey Moro, de las Sirenas, de los Artistas...; el Instituto Británico y la Escuela Francesa (o lo que queda de ella); el Palacio de Altamira (o lo que queda de él); los antiguos hospitales de los Venerables, de la Paz y de las Cinco Llagas, más los de la Misericordia, el Pozo Santo y San Bernardo; las Atarazanas Reales; las estaciones de Plaza de Armas y San Bernardo; los monasterios de Santa Paula, Santa Inés, San Clemente, Santa Clara, San Leandro; el Puente de Triana; el antiguo Mercado de la Pescadería del Barranco; la antigua Casa Lonja; las Atahonas Municipales; los Caños de Carmona; el Puente de San Bernardo; la Plaza de Toros; los museos de Bellas Artes, Arqueológico, Artes y Costumbres Populares; la Cilla del Cabildo; los baños árabes de Mesón del Moro; la Torre del antiguo Palacio del Infante Don Fadrique; el Alcázar; la Real Audiencia; y la Catedral (por supuesto).

No acaba ahí la retahíla: el Paseo de Catalina de Ribera y los Jardines de Murillo; el Parque de las Delicias de Arjona; el Palacio Arzobispal; el Almacén de Maderas del Rey; los conventos (antiguos o actuales) de San Agustín, Padres Capuchinos, Madre de Dios, la Cartuja, la Santísima Trinidad, el Socorro; el Ayuntamiento; el Cuartel del Carmen; los conventos de las Teresas, de Santa Ana, de Santa Rosalía, de Santa Isabel, de Santa María de Jesús, de San Pedro de Alcántara, del Espíritu Santo, de Santa María de los Reyes...; el antiguo Colegio-Universidad de Santa María de Jesús; la Real Fábrica de Artillería; la farmacia del Salvador; el Castillo de San Jorge; el edificio de la Estación de Autobuses del Prado de San Sebastián; la Casa Rosada, la Casa de la Moneda; los edificios del 29; la Avenida de la Constitución de cabo a rabo; la antigua sede del Ateneo en la calle Tetuán; la tienda de antigüedades de Lola Ortega; Cerámica Santa Ana; la Fábrica de Sombreros; el Puente de Alfonso XIII; las plazas (enteras) de Carmen Benítez, la Alfalfa, la Pescadería, las Mercedarias, Pilatos, San Julián, Cristo de Burgos, Salvador, Encarnación, Santa Isabel, San Leandro, Jesús de la Pasión y San Lorenzo; los Jardines del Valle y el Parque de María Luisa... y todavía, al final de tan extensa lista (donde no está todo), aún no se ha citado una sola iglesia. Calcule el lector cuántos euros van.

Si todavía queda otra buena andanada de BIC que apuntar, imagínese el lector la cantidad de paseos y visitas que tendrá pendiente hasta el sevillano más puesto en la materia. En muchos casos, se quedará con las ganas. La casa natal de Bécquer se supone que es bien de interés cultural (al menos, aparece en la lista), pero quien acuda al número 28 de la calle Conde de Barajas, al lado mismo de San Lorenzo, en busca de ese hito literario y sentimental sevillano se encontrará con un moderno edificio de apartamentos de lujo que guarda la misma cantidad de esencia becqueriana que de reminiscencias del vuelo del Apolo XI. La persona que, habiendo repasado la lista de BIC de la ciudad, descubra que existe la Casa de Miguel de Mañara, tendrá que conformarse con un paseo por la calle Levíes y por aquel entorno mágico de San Bartolomé, la vieja judería... porque ese edificio que busca forma parte de las oficinas de la Consejería de Cultura, no se puede recorrer alegremente y, además, está reformado, con lo que el encuentro con Mañara tendrá que limitarse a la fachada. Quien haya visitado la Torre del Oro y ahora quiera hacer lo propio con la de la Plata, verá que aquello son oficinas del Ayuntamiento y que el corazón de la torre es un despacho. Incluso aquellas personas que quieran acudir al último BIC declarado en Sevilla, la Carbonería –también en San Bartolomé– hallarán que aquella antigua taberna se escindió en dos partes, y que ya solo es posible entrar en lo que antes era el patio. Porque si hay algo que no dice la Ley 14/2007, de 26 de noviembre, del Patrimonio Histórico de Andalucía, es qué tiene que hacer un ciudadano cuando comprueba todas estas cosas y hasta dónde tiene que darlas por buenas.

Quizá en el futuro –lejano– aparezca algún entendido que preconice esta mezcolanza y aplauda sus méritos. Pues al fin y al cabo, muchos de los mejores edificios de la ciudad son precisamente eso, misceláneas más o menos acertadas y auténticos homenajes la deslocalización. Sin ir más lejos, una de las casas más bonitas de Sevilla, la de los Pinelo (o de los Abades, en la calle del mismo nombre), antigua residencia de los canónigos de la Catedral, sufrió abundantes cambios a lo largo de su historia, hasta rematar en la gran intervención de 1970, cuando, como se indica en el catálogo citado, «se realizaron una serie de obras de restauración y rehabilitación, bajo la dirección del arquitecto Rafael Manzano Martos», y «durante estas obras se abrió la primitiva puerta cegada, reconstruyó la galería alta del patio principal con columnas. Estas procedían de la casa de los Marmolejos, que se encontraba en la calle Guzmán el Bueno nº 8. En el jardín se colocó una fuente de grutescos manierista procedente de la casa-palacio de los Levíes». La escalera, que se encuentra situada en un vértice del patio, «fue reconstruida en las obras mencionadas anteriormente. Fue ampliado su espacio primitivo, colocándose los peldaños, decorados con azulejos del siglo XVIII procedentes de la casa de la calle Guzmán el Bueno nº 11». Y ya si se fija uno en el Palacio de la Condesa de Lebrija, entonces ya advertirá que hay media Itálica metida ahí dentro. Si hasta la Giralda está hecha de tres épocas, cualquier otra composición podría ser de recibo. No opinan lo mismo los patrimonialistas, para quienes el historial de destrozos y aberraciones perpetrados con la monumentalidad hispalense debería haber servido, al menos, para que la autoridad correspondiente hubiese mejorado más su pulcritud. El que las Reales Atarazanas hayan conseguido salvarse, de momento, abre no obstante una nueva esperanza.

A partir de aquí, lo demás son unas buenas botas y ganas de usarlas. En la página web del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, http://www.iaph.es/patrimonio-inmueble-andalucia/, se pueden consultar todos los bienes muebles e inmuebles catalogados según sus distintos niveles de protección y, dentro de ellos, todos los BIC de Sevilla y provincia, amén de los del resto de Andalucía. Las posibilidades de aburrirse son cero. Las de ganar alguna apuesta a un sevillano que crea que ya lo sabe todo, esas ya son algunas más.