Son los custodios de una Feria que solo es parcialmente abierta. E incluso en las casetas que tienden la mano abierta a cualquiera, ellos también están ahí. En sus genes va la discreción y saben, perfectamente, cuando mirar de frente y cuando hacerse los despistados. Los vigilantes, esas personas tan escrupulosas en su tarea de pedir las invitaciones como renuentes a hablar de su quehacer.
Martín ha trabajado 23 años como vigilante. Ahora lleva casi los mismos disfrutando del Real desde otra óptica mucho más agradecida, la del feriante de a pie. «La cosas en un momento de mi vida mejoraron. La gente no es consciente del trabajo tan duro que hacen, siete días con sus días y sus noches de pie, flanqueando la caseta, viendo a la gente disfrutar a todas horas y tu sin poder moverte del puesto», explica. Porque, a juicio de Martín, «no es lo mismo vigilar una obra que una caseta; es verdad que en la primera hay más riesgo, pero es más llevadero, pasa el tiempo, eres consciente de que es un trabajo y ya está», comenta. Por eso el viernes, en la caseta de los Andalucistas, arrimaba viandas a los compañeros de profesión. «Yo estuve una vez en el lugar de ellos», concluía.
El por qué muchos no quieren hablar de las interioridades de estos trabajos tiene una explicación muy sencilla. A pesar de que, con los años, la situación ha evolucionado sensiblemente a mejor, en muchos de los casos los trabajos continúan siendo tristemente precarios. «Si te digo lo que voy a cobrar te caes de espalda», confesaba un vigilante de una caseta con número impar en Juan Belmonte. «Si tienes la suerte de que te afianzas en una buena caseta, puedes sacarte un dinero medio decente», comentaba otro más optimista en la misma calle y en una caseta par.
En el año 2011 solo hubo 126 contratos registrados de vigilancia de casetas. Teniendo en cuenta que se instalaron más de 1.400 casetas, los números no podían cuadrar de ninguna manera. Hoy las cifras van encajando cada vez más, pero todavía hay «mucho negocio oscuro» alrededor de todo esto. Así lo considera David Galisteo, responsable de una pequeña empresa de vigilancia. «¿Quién tiene la culpa? Desde luego el primer culpable es quien contrata en negro y ahí tendríamos que señalar a los responsables de muchas casetas, ya sean particulares o asociaciones, porque en las de instituciones o empresas la cosa cambia para mejor», asegura.
Casi nunca hay noticias optimistas en torno a ellos. Es más fácil encontrar una crónica amable de un día en el Gusano loco de la calle del Infierno que de un par de horas a la vera de un vigilante. Este año uno de los puntos negros de la Feria ha sido la agresión homófoba de un vigilante en la calle Pascual Márquez. «Eso es repugnante sin embargo no se cuenta, en tono positivo, todas las peleas y pequeños conflictos que evitamos con nuestra presencia, la de personas que querrían colarse en los sitios, la pequeñas agresiones verbales que soportamos...», matizaba uno de los porteros de la caseta del Colegio de Aparejadores.
Luego está la disidencia. Siempre hay una disidencia. En la caseta anarquista del Garbanzo Negro no hay vigilante. Sencillamente porque su presencia atentaría ante los principios de paz e igualdad comunitaria que preconizan sus moradores. «Y nunca ha pasado nada...», cuenta a este periódico uno de sus habituales moradores. Claro que sus puertas están abiertas de par en par. «Lo más que ha sucedido es que cuando por la noche se llena, pues no se llega a la barra y la gente espera o se da una vuelta», dice el mismo. Con la salvedad de la caseta con nombre de legumbre, los vigilantes del Real continúan siendo una cara B de la semana de farolillos.