Sevilla, 2 de julio de 1939. El último parte de guerra se había firmado el primero de abril de aquel mismo año mientras el país devastado se abría a una paz condicionada. Pero estaba empezando un tiempo nuevo; también en el toreo... Y aquel día de verano hubo toros en la plaza de la Maestranza. Era la cuarta corrida que se organizaba en aquel ‘Año de la Victoria’ que había vuelto a pasar sin encender los farolillos. Los periodistas sevillanos habían organizado uno de esos clásicos festejos para su beneficio que, sin saberlo, estaba destinado a pasar a la historia. La antigua fotografía congela la efeméride: Manuel Jiménez ‘Chicuelo’ cede la espada y la muleta a un espigado mozo cordobés y a plaza llena. Los cañones sólo llevan tres meses mudos. Ya había comenzado la larga posguerra pero en esa imagen sepia también se amarra un nudo fundamental en el hilo del toreo moderno: moría un tiempo y nacía otro sin dejar de seguir el mismo hilo.

El festejo se resolvió de manera apoteósica. Chicuelo -a la postre el máximo triunfador de toda la tarde-, Gitanillo de Triana y el propio Manolete -que vestía un precioso terno heliotropo y oro de la sastrería sevillana de Manfredi- se repartieron seis orejas y un rabo. Se lidió un encierro de Clemente Tassara que había viajado desde los cerrados de Barbacena, en los campos de Aznalcóllar. El testimonio de Delavega, crítico taurino de El Correo de Andalucía, nos sirve para ubicar el momento: “Una alternativa lucida. Un toro de alternativa bien toreado con un toreo sobrio, seco, valiente”. Era el doctorado de uno de los toreros más grandes de todos los tiempos, de un matador destinado a marcar época fuera y dentro de los ruedos.

La corrida no estuvo exenta de anécdotas previas y posteriores, trufadas del ambiente pos bélico que se respiraba en un país en el que aún retumbaba el eco de los fusiles. El toro escogido para la ceremonia tuvo que ser rebautizado a prisa y corriendo como ‘Mirador’. En el herradero se le había puesto ‘Comunista’ y, obviamente, el momento político no era el más propicio para mantenerle el nombre. Como colofón al triunfal doctorado, un grupo de aficionados organizó un homenaje a Manolete en la Venta Marcelino. La nota más curiosa de este banquete queda recogida en la edición de El Correo del 4 de julio de 1939 señalando que se sirvió “Champang que se cría en Jerez y no en Francia” de la casa Pedro Domecq. Cosas de la autarquía: el horno no andaba para muchos bollos en la España arrasada de 1939.

Manolete aún volvería a torear otra corrida en Sevilla en 1939, a los pocos días de su alternativa. Fue el 18 de julio, conmemoración del Alzamiento, y organizada a beneficio de la restauración del santuario despanzurrado de la Virgen de la Cabeza. El futuro califa alternó en esa ocasión con el Niño de la Palma y Pepe Bienvenida. Por delante rejoneó un toro Mascarenhas. Sólo unos meses más tarde volvería a estar anunciado en el coso del Baratillo como diestro base de las tres corridas con las que contó la Feria de Abril de 1940. Era la primera que se celebraba desde 1936. Manolete derrotó a Domingo Ortega -que nunca se lo perdonó- y se hizo amo y señor del toreo hasta la tragedia irremediable de Linares.

Efectivamente, la Guerra Civil iba a cambiar muchas cosas en el país, pero también en el toreo, que había quedado prácticamente en barbecho en los años de la contienda. Pero el esquilme irreparable de muchas de sus ganaderías bravas no logró doblegar las ganas de ver toros. Además, la conclusión de la contienda implicaba en lo taurino la llegada de una nueva época; una vuelta de tuerca en el lenguaje y la técnica que pondría los cimientos de la arquitectura del toreo moderno. Esa revolución no se podía entender sin ese muchacho cordobés que se acababa de convertir en matador de toros en la plaza de la Real Maestranza, ruedo en el que actuaría con profusión hasta su muerte, convirtiéndose en la base indiscutible de las ferias de 1940 y 1945.

Más allá de las casualidades, de las coincidencias de aquel cartel del verano de 1939, el festejo encerraba algunas de las claves secretas de la transmisión del más valioso legado taurino al nuevo diestro, que aún no había sido reconocido por la crítica y los aficionados como III Califa del Toreo. No podía ser casual que el genial Chicuelo fuera el encargado de conferir el grado de doctor en Tauromaquia a Manolete. Chicuelo había recogido las aportaciones de Joselito y Belmonte, convirtiéndose en el transmisor de un concepto: el toreo ligado en redondo, encadenando los muletazos sobre un mismo pitón. El torero de la Alameda de Hércules adobó ese nuevo canon de su gracia personal, de sus propios condicionantes anatómicos -chaparrito el sevillano, un ciprés el cordobés- y estructuró los muletazos en series diferenciadas y rematadas, dotando al trasteo de muleta de un metraje musical que se ha perpetuado como piedra angular -base de las sucesivas aportaciones de otros diestros fundamentales- hasta nuestros días.

Como una esponja, Manolete tomó buena nota de las bases transmitidas por Chicuelo, al que le faltó regularidad y capacidad sostenida para prodigar estos hallazgos técnicos que encontrarían en la imparable primacía y la personalidad del nuevo matador su mejor revisor. Pero hay que recalcar un factor fundamental: más allá de la personalidad del cordobés -tan alejada aparentemente de la puesta en escena de Chicuelo-, de su hierática y solemne presencia, estaba naciendo la faena moderna, la posibilidad de imponer un estilo definido, un modo de torear a un mayor número de toros dejando atrás definitivamente los rudimentos de la brega decimonónica que ya habían sido revisados –pagando un alto precio de sangre- en los años luminosos de la Edad de Plata. El toreo estaba adoptando su definitiva categoría artística; pero de un arte entendido como vehículo de expresión, no sólo como el conjunto de reglas y rudimentos que pertenecía a la lidia antigua.

La alternativa sevillana de Manolete escenificaba la transmisión de esa herencia. La ligazón en redondo de Joselito y el toreo estático y cambiado de Juan Belmonte encontraron, con Chicuelo de catalizador, el eslabón definitivo para encadenar el toreo moderno. Al cumplirse ochenta años del evento se reafirma ese valor simbólico. La continuación del hilo del toreo y la definitiva consecución de un sitio en el que progresivamente bucearían, abriendo otros caminos al oficio y el arte de torear, diestros tan dispares como Manuel Benítez ‘El Cordobés’ o Antonio Ordóñez. El genial rondeño –que tomó la alternativa sólo cuatro años después de la muerte de Manolete- se acabaría convirtiendo en el siguiente eslabón de una larga cadena que se sumerge en los primeros balbuceos de la lidia a pie. Ordóñez retomaría la base de la técnica manoletista para adobarla de una armonía reveladora que, desde entonces, entendemos por clasicismo.

La figura de Manolete trascendió ampliamente de estricto ámbito taurino, en la vida y en la muerte que le esperaba en Linares, sólo ocho años después de su alternativa sevillana. Son ocho años que le bastan para hacerse un hueco en la mitología y la memoria colectiva de un país entero. La agonía del Califa cordobés -corneado por un toro de Miura en la tarde del 28 de agosto de 1947- está en la historia: Las primeras operaciones en la enfermería de la plaza hasta lograr estabilizarlo; el traslado angustioso al hospital de los Marqueses de Linares; las esperanzas de una evolución que nunca llegaría. Hasta el último cigarrillo y aquel fatídico plasma -eran otros tiempos para la hematología- que Giménez Guinea trajo desde Madrid y que fulminó al torero en muy pocos segundos. Manolete dejó de existir en la madrugada del día 29. A la vez que El Pipo le cerraba los ojos se ponía fin a una etapa fundamental del toreo. También se estaba dando puerta a toda una época en la historia de un país que se despidió de sus años más duros detrás del Buick azul de aquel torero para olvidar una guerra.