«Era bajo y cojo y portugués. Lo tenía todo, el hijoputa». Con esta contundente frase, el autor de Poniente, Alber Vázquez, presenta al capitán general de la Armada de la Especiería, Fernando de Magallanes, ante los atónitos lectores. Un personaje a quien le han dedicado páginas escritores como Stefan Zweig, historiadores como José Luis Comellas, filósofos como Pedro Insúa o especialistas navales como Agustín Rodríguez González, pero del que aún no se ha dicho la última palabra. Lo mismo ocurre con Juan Sebastián Elcano, el otro gran protagonista de la expedición que cambió la historia del mundo, y que para el novelista de Rentería era un tipo «que no solía hablar más de la cuenta, pero sí observaba». Ambos, el almirante portugués y el maestre vasco, adquieren en Poniente una dimensión humana pocas veces leída, lo cual es de agradecer. Y es que, pese a que en la mayoría de los casos el mito termina por devorar al personaje, en esta ocasión ocurre justo lo contrario. Así, el Magallanes de Álber Vázquez infunde temor entre la tripulación, pero a la vez se muestra magnánimo; puede tirarse días sin abandonar su camarote, pero no rechaza el diálogo con quienes le respetan; y sobre todo, posee una innata capacidad de liderazgo que se hace patente cuando piensa, ordena o lucha, al tiempo que muestra una sensibilidad atávica hacia lo sagrado. Por su parte, y pese a ser siete años más joven, Elcano comparte con el de Sabrosa los conocimientos náuticos(«sabía más en torno a la mar y las naves que la surcan que muchos de los que en aquella expedición ostentaban su mismo rango o uno superior»), la capacidad de escrutar a sus congéneres y, por encima de todo, la astucia. No en vano, antes de zarpar con la flota que les haría inmortales, ambos habían vivido un buen puñado de vidas. Y ninguna de ellas había sido precisamente plácida.
Ni artificios ni injerencias
Publicada con gran lujo por La Esfera de los Libros, Poniente posee todos aquellos ingredientes que los amantes de las buenas aventuras valoran; a saber, acción, drama, traiciones, venganzas, pasión, exotismo... A lo que hay que sumar un repertorio de personajes crudos como la vida misma y una época irrepetible donde gran parte del orbe aun estaba por descubrir. Y, aunque nos pueda parecer una exageración, el ochenta por ciento de lo reflejado en sus páginas —más de 700— está basado en hechos reales. Ahí es nada. Pese a su amplia documentación, el autor de Mediohombre o El adelantado Juan de Oñate, se ha colado en la trastienda de la expedición con idea de despojarla de su paramento y ofrecernos un hilo narrativo completo. De este modo, el despliegue de recursos náuticos, así como las costumbres del siglo XVI e incluso las maravillas que los viajeros descubren a su paso, son una parte esencial de la trama, pero jamás sustituyen al factor humano. Y es que Vázquez sabe administrar la información en cada párrafo y en cada línea, dejando que la historia fluya sin artificios ni injerencias, y permitiendo respirar a los verdaderos protagonistas —«A menudo los héroes son desconocidos», que diría Benjamin Disraeli—. A ello contribuye su tratamiento del diálogo, alejado del academicismo y la suntuosidad de las novelas históricas, y que busca la sencillez y la emoción por encima de todo —el guipuzcoano sigue los pasos de los capitanes y sobresalientes de la flota del Maluco, desde Quesada y Mendoza a Álvaro de Mesquita, pero también de la marinería, prestando atención a pajes y calafates, grumetes y lombarderos, y demostrando que su concurso fue tanto o más importante que el de sus superiores—.
De Conrad a Verne, pasando por Pigafetta
Ya en su primer capítulo, Poniente presenta sus credenciales para convertirse en una de las novelas del año. Y lo hace merced a su compromiso con la buena literatura y la historia en mayúsculas. Pese a quien pese, la Primera Circunnavegación de la Tierra fue una empresa cien por cien española, en la que todos los agentes implicados actuaron al servicio del rey Carlos I. Baste decir que el propio Magallanes, aunque nacido portugués, se «naturalizó» español antes de firmar el contrato con la Corona y soltar amarras. Vázquez lo deja claro en el arranque, al igual que no oculta la animadversión de los castellanos hacia todo lo luso. De ahí que su discurso resulte franco, directo y aún obsceno, pero jamás hipócrita. Si tiene que describir al cronista Pigafetta como un perro faldero del capitán general e incluso un «tarado», lo hace. Lo mismo que no le duelen prendas a la hora de despotricar de Juan de Cartagena y sus inútiles añagazas, de mofarse de Humabón, el rajá del «culo gordo», o de hacer llorar a unos hombres hechos y derechos en las playas de Bohol. Su descripción de la supervivencia a bordo de la Trinidad y la Victoria posee ecos de Conrad, Melville y O’Brian, pero también de Salgari, Stevenson y Verne; aquellos creadores de sueños con los que aprendimos a coquetear con las letras. Y lo mismo puede servirnos como un manual sobre el acontecimiento histórico que como una novela de folletín —y vaya desde aquí nuestra admiración hacia ese maravilloso género—. Sin renunciar en ningún momento a la «oficialidad» de la expedición, Vázquez rescata a una variopinta galería de personajes desde la oscuridad de los archivos, hasta extraerles la médula de su autenticidad; lo mismo que explora islas, achica agua o aguanta estoico las calmas chichas de los océanos. Y al vivirlo y experimentarlo con el amuleto del entusiasmo, nos impulsa a seguirlo y a divulgar sus logros. Poco más se le puede pedir a un autor que, con Poniente, confirma que, para amar la Historia de España —esa que tantos temen, ignoran y tergiversan—, esta debe ser narrada desde el corazón.