Para llegar a la Tablada, población situada en el distrito de la Matanza, al oeste de Buenos Aires, hay que tomar dos autobuses y un tren, atravesar una infinidad de barrios observados a través de la ventanilla, casi todos iguales, casas bajas, comercios, aceras resquebrajadas y arboledas, mucho más difíciles de encontrar en la ciudad de Buenos Aires. Algunas casas están muy viejas, las calzadas no se han remozado desde hace años, la vía del tren la atraviesa sin cortarla porque toda ella está hecha a retazos. Decidimos ir a la Tablada, con la poeta Bárbara Belloc, uno de los días más lluviosos de mayo. La lluvia no iba a impedir la excursión que nos llevaría a ver la tumba de la poeta Alejandra Pizarnik. El cementerio israelita de la Tablada es el más grande de Latinoamérica. Al llegar a la población, tristemente también conocida por el asalto al cuartel militar de la Tablada en 1989, con la lluvia calándonos, nos acercamos a una remisería –un coche de alquiler- para que nos llevara el cementerio. El conductor se sorprendió al proponerle el trayecto, no tenía ni idea de quién era Pizarnik, le interesaba hablar de la situación política en Argentina y comenzó a darnos datos que compartíamos. El dólar había subido el día anterior lo suficiente como para provocar una inflación que ni el Fondo Monetario Internacional iban a impedir, todo lo contrario, los ajustes que suele pedir ese Fondo son mortíferos para la población.
Llovía tanto que apenas pudimos atravesar la acera sin mojarnos bajo un paraguas. Mientras recorríamos el largo paredón con inscripciones judaicas, no dejaba de asombrarme. Un empleado apellidado Meizón, nos ayudó a encontrar donde estaba la tumba de la poeta mediante un archivo virtual –hay más de 15.000 tumbas en La Tablada. En un ordenador tecleé su apellido. Había que recorrer un pasillo central y girar a la derecha y otra vez a la izquierda, pero la lluvia formaba un cortinaje tan espeso que se nos hacía difícil llegar. Alejandra Pizarnik se suicidó con 36 años en Buenos Aires. Nació el 29 de abril de 1936, provenía de una familia judía polaca que tuvo que huir hacia la Argentina como tantos otros. Admiramos su obra, su poesía se extiende desde la mente al cuerpo, es lúcida y dolorosa, te puede absorber hasta quedarte dentro, entre sus versos y la lectura está Alejandra. Pocas escritoras han llegado a comunicar la soledad y el desamparo como ella, sin artificios, a cuerpo descubierto. Lo que atrae es precisamente esa desnudez que nos atraviesa.
Bárbara me dice que la poesía de Pizarnik, en Argentina, a temporadas es más o menos leída. No se mantiene un interés lineal. De repente, irrumpe de nuevo. No depende de nada, porque es palabra viva. La impresora saca un plano a color de la ubicación de las tumbas en el cementerio. Sector azul, Manzana 21. El predio, es decir, los terrenos para construir el cementerio fueron comprados en el año 1936, pero la primera piedra se colocó en 1950. El cementerio tiene tres partes, en una están enterrados la rama asquenazí, de procedencia europea oriental y central, en otra, los sefardíes, de procedencia portuguesa y española. Recientemente se inauguró otra zona para quienes resolvieron convertirse al judaísmo, pero no lo hicieron por los ritos y conducción de rabinos ortodoxos.
Ante la insistencia de la lluvia un operario llamado Marcelo llega con un carrito como los de golf y nos acompaña amablemente a la tumba de Alejandra bajo la lluvia. Estábamos solas, y el momento no carecía de cierta emoción. En la lápida una foto de ella junto a su padre, -con quien tuvo muy mala relación-. Bárbara me cuenta que los caminos de la poesía son curiosos. Una vez vio a un muchacho que leía un poemario suyo en una plaza en Villa Devoto, alguien le explicó que ese libro fue robado por otra persona que, aprovechando un descuido del lector, salió raudo para sustraerlo.
Mi primer recuerdo de Alejandra es una fotografía que me enseñó el pintor Antonio Beneyto, en Barcelona y acababa de publicar –en 1975- una antología de su obra por primera vez en España la editorial Ocnos. Comenzamos a leerla poco a poco, cuando Esther Tusquets decidió editar su poesía completa, sin ese temor que tienen los editores a que alguien desconocido no sea leído y por ello nada rentable. Fue una buena sugerencia de Ana María Moix y Ana Becciu.
El paisaje se extendía bajo la lluvia y las lápidas de mármol oscuras, sin apenas flores, resonancias con el nombre de la poeta que en realidad se llamaba Flora Alejandra.
Ante la insistencia de la lluvia un operario llamado Marcelo llega con un carrito como los de golf y nos acompaña amablemente a la tumba de Alejandra bajo la lluvia. / Concha García