«Diversión de poeta»

Tras triunfar en los teatros de media España, los televisivos José Luis Gil y Ana Ruiz presentan en Sevilla su particular versión de «Cyrano de Bergerac». Un clásico imperecedero, alumbrado en 1897 por un joven Edmond Rostand, cuya nueva y brillante versión corre a cargo de Carlota Pérez-Reverte y Alberto Castrillo-Ferrer. Si España cuenta con un inmortal ‘Tenorio’, Francia rinde honores a su inmenso ‘héroe de la gran nariz’

03 mar 2018 / 08:45 h - Actualizado: 01 mar 2018 / 11:40 h.
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  • josé Luis Gil es un cheque en blanco y al portador siempre que sube a un escenario. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
    josé Luis Gil es un cheque en blanco y al portador siempre que sube a un escenario. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
  • Esta singular visión del clásico francés pasa por ser, amén de una «diversión de poeta», una clase magistral de interpretación. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
    Esta singular visión del clásico francés pasa por ser, amén de una «diversión de poeta», una clase magistral de interpretación. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
  • José Luis Gil y Ana Ruiz en un momento de la actuación. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
    José Luis Gil y Ana Ruiz en un momento de la actuación. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
  • Siguiendo los parámetros de la Commedia dell’Arte, el escenario se descubre como un añejo tablado. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería
    Siguiendo los parámetros de la Commedia dell’Arte, el escenario se descubre como un añejo tablado. / Fotografía cortesía del Ayuntamiento de Almería

3 de septiembre de 1870. Tras sufrir una severa derrota frente al ejército prusiano —captura de Napoleón III incluida—, Francia asiste angustiada a la caída del Segundo Imperio, y, con ella, al funesto panorama de un París sitiado y falto de víveres, donde la actividad escénica resulta poco menos que utópica. Por tanto, no debe extrañarnos que, tras la lenta recuperación del arte de Talía, los galos se sintiesen atraídos por la grandilocuencia del teatro en verso, cuyos elevados sentimientos lograba devolverles al período romántico, en un inevitable y necesario ejercicio de nostalgia. En este sentido, tres autores gozaron del favor del público parisino: François Coppée, Jean Richepin y, muy especialmente, Edmond Rostand, cuyos reiterados éxitos lo situaron como el gran autor dramático del fin de siècle —desde La Princese lointaine, estrenada en 1895, a Chantecler, de 1910—. No obstante, ninguna de sus producciones conoció ni de lejos la enfervorizada acogida de Cyrano de Bergerac, estrenada el 28 de diciembre de 1897 en el Teatro de la Porte-Saint-Martin. Aquella noche, «le tout Paris» dispensó una acogida clamorosa al nuevo héroe patrio, en este caso encarnado por el célebre actor Jean Coquelin, miembro de la Comédie Française, y que encabezara títulos tan emblemáticos como Los Miserables y Quo Vadis. Tal fue el triunfo de Cyrano, que el crítico Francisque Sarcey, muy sensible a la técnica y al buen hacer dramático, lo elogió con las rotundas palabras: «Nace un poeta... ¡qué felicidad!».

La recepción en España

Como era de suponer, el éxito de Cyrano pronto se extendió a toda Europa. En primer lugar, consagrando a Coquelin, un actor capaz de adoptar los registros escénicos más diversos y de declamar un texto de más de 1.400 versos en una puesta en escena superior a las cinco horas. Y de paso, encumbrando al resto del elenco, pues, como nos recuerda la catedrática de literatura francesa Montserrat Cots, «con Cyrano la compañía de Coquelin se convertía definitivamente en la más relevante de Francia». Esta feliz noticia no pasó desapercibida al otro lado de los Pirineos, donde la actriz María Guerrero —por cierto, alumna de Coquelin en París—, se ufanaba junto su marido, el también actor Fernando Díaz de Mendoza, por dar un nuevo esplendor al Teatro Español. Ambos adquirieron los derechos de representación por un precio elevadísimo (diez mil francos de la época, según Rubén Darío), decididos a traer a toda costa el espectáculo a la península. Tres catalanes, Luis Vía, José Oriol Martí y Emilio Tintorer, se encargaron de traducirla en tiempo récord, y el 1 de febrero de 1899 —sólo trece meses después de su estreno parisino—, Cyrano de Bergerac alzaba el telón en Madrid, con el célebre matrimonio en los roles protagonistas. Huelga decir que los espectadores españoles se rindieron de inmediato ante el drama de Rostand, casi tanto como sus vecinos franceses, extendiéndose aquella primera versión durante más de medio siglo, y dando lugar a un sinfín de representaciones tanto en España como en América.

Un personaje real

Dada la relevancia del drama, y al igual que ocurriera con otros personajes célebres de la literatura, como Don Juan, La Celestina o El Quijote, Cyrano de Bergerac trascendió a su propio autor, y hoy se cuentan por millares las personas que conocen, en mayor o menor medida, la figura del ‘héroe de la gran nariz’. Sin embargo, el nombre de Edmond Rostand continúa siendo un gran desconocido más allá del país que le vio nacer. Asimismo, pese a la enorme popularidad alcanzada gracias al film de Jean-Paul Rappeneau —con un genial Gerard Depardieu encarnando al espadachín—, pocos saben que este inmortal personaje está inspirado en una figura real, Savinien Cyrano de Bergerac, nacido el 6 de marzo de 1619 en París, y cuyo biógrafo se apellidaba Le Bret —exactamente igual que el amigo de nuestro ídolo en la ficción—. Asimismo, y como se narra en el drama de Rostand, ambos entraron en la milicia y tuvieron como capitán a un tal Carbon de Casteljaloux. Si bien, existen pasajes del libreto que ya en vida de Savinien fueron exagerados —por ejemplo, el duelo de Cyrano contra cien hombres, o la facilidad de este para escribir cartas en plena contienda—. Y es que no cabe duda de que la leyenda de Bergerac, quien además de empuñar la espada con gallardía fue un virtuoso de las letras, creció y se expandió gracias al mencionado Le Bret.

La versión de Carlota Pérez-Reverte y Alberto Castrillo-Ferrer

Enfocada como una producción ‘a la europea’, con ausencia de grandes decorados y cimentada básicamente en el trabajo de los actores, este Cyrano del siglo XXI pretende ser, necesariamente, un compendio de frescura, agilidad y cercanía. Cualidades que debían partir inevitablemente del libreto, y que en el caso de esta producción no ofrecen ninguna duda. En ese sentido, la dupla formada por Carlota Pérez-Reverte y Alberto Castrillo-Ferrer cumple con nota, aligerando un texto hermoso pero difícil, acotando situaciones y esclareciendo otras, y, por encima de todo, rebajando el nivel académico que casi todos los clásicos suelen arrastrar. Un problema que, desgraciadamente, frena en demasía la asistencia de espectadores jóvenes a los teatros, y ahuyenta asimismo a muchos adultos. Por tanto, la versión que nos ocupa, reduce a la mitad la duración del montaje original, y, de paso, nos regala estampas llenas de colorido en las que el ingenio y los recursos audiovisuales se funden con acierto para alumbrar un producto entretenidísimo y, sobre todo, muy comercial. Una montaña rusa de emociones en las que el espectador pasa de la sorpresa al pellizco en cuestión de minutos, y donde todo evoca a Rostand, y al mismo tiempo destila aroma a nuevo. ¿Cuál es entonces el punto débil de esta producción? Sin duda alguna las limitaciones del elenco, que, a pesar de su trabajo titánico, impide disfrutar de algunos aspectos de la obra original. Ausencias por otra parte lógicas, dadas las dificultades que conlleva producir un título de estas características en los tiempos que corren —el 21% del IVA cultural continúa siendo una losa—. Sólo por citar algunos ejemplos, el libreto de este meritorio Cyrano prescinde del personaje de Le Bret, y en su lugar nos descubre una hilarante pareja cómica heredera de sus parlamentos. Asimismo, escenas míticas como la de la Puerta de Nesle (donde el héroe se bate con cien espadas) se resuelven de manera práctica y evocadora. Por no hablar del sitio de Arrás, cuando la imaginación del espectador resulta indispensable a la hora de meterse en situación y empatizar con los combatientes...

Una voz, un rostro y un galán cómico

Al margen de estos detalles, esta singular visión del clásico francés pasa por ser, amén de una «diversión de poeta», una clase magistral de interpretación, donde hasta la última gota de sudor está plenamente justificada. Desde el simpático Montfleury, que inaugura la función con guiños al ‘metateatro’, pasando por los variopintos personajes que, a modo de vodevil, irrumpen en el recinto borgoñés, todo el arranque es una oda al carácter lúdico del barroco. Así, siguiendo los parámetros de la Commedia dell’Arte, el escenario se descubre como un añejo tablado —candilejas incluidas— donde las máscaras campan a sus anchas, trasladando al espectador a la Francia del seiscientos. En medio de esta vorágine, un poderoso José Luis Gil irrumpe en el patio de butacas, rompiendo la cuarta pared y conquistando a la platea con su ramillete de versos. El tiempo se detiene por un instante, y al hilo de su embriagadora voz, la nave comienza a surcar el océano de la ensoñación romántica. Sin solución de continuidad, y cuando hasta el último de los espectadores se ha rendido al hechizo de su Cyrano, el rostro de Ana Ruiz emerge cual luminaria en el centro del escenario, dando vida a la imprescindible Roxana, y secundada por Álex Gadea en el papel de Cristián. Un personaje, por cierto, muy poco agradecido, que el valenciano borda con desparpajo y donosura. Dicho trío, cuyo despliegue de encanto resume la esencia de este montaje, va custodiado por otras cuatro figuras cuajadas de brillo. Desde el Premio Max Ricardo Joven —que repite con Castrillo-Ferrer tras Si la cosa funciona—, al televisivo Nacho Rubio, no hay verso, melodía o gesto que estos comediantes no asuman con rigor y profesionalidad. Por su parte, el actor y director Joaquín Murillo construye un excelente conde de Guiche, poniendo la guinda una todoterreno Rocío Calvo, cuya vis cómica es uno de los platos fuertes del espectáculo.

Clown, esgrima... y música

Más allá de los deliciosos versos de Rostand —aunque esta traducción posee lúcidos fragmentos, cuesta olvidar la realizada por Jaime y Laura Campmany en los albores del siglo—, sin duda el punto fuerte es el despliegue de técnicas teatrales. Un repertorio certero y, en ocasiones, insólito, que convierten la función en un perfecto manual para estudiantes de arte dramático. Del clown a la mascarada, pasando por el naturalismo o la comedia musical, es tal la entrega física de los actores que cuesta imaginar una sesión doble como las de antaño. En este terreno, y pese al enorme oficio de los varones, el desempeño femenino merece capítulo aparte. En el caso de Rocío Calvo, a su enorme versatilidad hay que unir la variedad de registros, completando dos horas y cuarto de compromiso artístico que no pasan desapercibidas para nadie. ¿Y qué podemos decir de la guapísima Ana Ruiz, cuya evolución como actriz es digna de los mejores elogios? Poseedora de un encanto natural que traspasa la caja escénica, además de encarnar con dulzura y arrojo a Roxana, nos ofrece un surtido de facetas en las que no faltan el humor, la lucha escénica o la música. Suyos son algunos de los momentos más líricos y hermosos del espectáculo, y suya la responsabilidad de dar réplica a un gigante de la interpretación como es José Luis Gil. Como muestra de su tarea, baste mencionar la escena del balcón, cuyos ecos shakesperianos elevan la función a sus cotas más altas («¿Qué es un beso?»), dejando momentos para la emoción y el recuerdo. O esa estupenda introducción al penúltimo acto, donde la sevillana se marca una canción hasta ahora inédita en los montajes de Rostand, que contrasta con el dramatismo del momento. Ella es sin duda la perla que corona el trabajo de sus compañeros, donde un inefable José Luis Gil se eleva como paradigma del actor intachable.