El que escribe no sabe cuántos libros ha podido leer durante 55 años. Y es igual, no deja de ser una anécdota aunque sean cientos y cientos. Lo cierto es que después de Faulkner, del Vargas Llosa de «Conversación en La Catedral» o «La casa verde»; también después de leer cientos de relatos espantosos, uno cree tener un criterio a prueba de bomba. Con esto quiero decir que es muy difícil que un libro sorprenda y es casi imposible que una novela o un poema te conmocionen de verdad. Sin embargo, un buen día cae en tus manos un libro del que has oído decir cosas buenas de las que no te fías, abres el ejemplar con la ceja alzada, con cierto escepticismo y con el primer párrafo ya comienzas a revolverte en la silla. Antes de acabar la primera página sabes que no lees cualquier cosa.

No hay concesiones a la galería, no hay divertimento gratuito. «El nadador en el mar secreto» nos plantea lo que somos, si queremos ser así, si el dolor y el amor pueden ser la misma cosa... Es monumental. No se me ocurre nada mejor que decir de este relato. Si encontrase una fórmula para hacerlo no dudaría ni un instante en expresarla.

William Kotzwinkle utiliza un narrador no identificado (3ª persona) que se pega muchísimo al personaje protagonista (Laski, alter ego del autor). Todo lo que vemos lo hacemos a través de los ojos del narrador que filtra la mirada de Laski. Se cuela, dos o tres veces, el pensamiento del personaje y no genera sorpresa aun sin ser técnicamente correcto. En cursiva, el narrador nos deja conocer la historia anterior de la pareja protagonista. Descubrimos que Diane, la esposa de Laski, le advierte de que ella no puede tener hijos por la forma que tiene su útero. Premonitorio.

«El nadador en el mar secreto» habla del nacimiento de un hijo; de la muerte de esa realidad que se hace estúpida y odiosa; de cómo llegamos a convivir con lo que somos con cierta naturalidad aunque sabemos que estamos medio muertos nada más llegar a este mundo. Cuenta, también, una extraordinaria historia de amor cristalino, verdadero e indestructible; de un amor que es único soporte de una pareja cualquiera. El relato cuenta lo fina que es la línea que separa la vida y la muerte, la luz y las sombras, la desesperación y la felicidad.

Esta novela es el resultado de una experiencia vital del autor. Su mujer rompió aguas una mañana; al rato estaban en maternidad; poco después el niño estaba muerto; pasadas unas horas practicaron la autopsia al bebé; y, cuando le entregaron el cuerpo del crío, el padre lo llevó hasta un bosque para enterrarlo. Esta es una experiencia que hace que un escritor vomite el relato de forma irregular e imperfecta. Eso ocurre casi siempre. Solo de vez en cuando se produce el milagro literario que nos regala una obra redonda, una joya.

William Kotzwinkle perfila a los personajes con trazos escasos aunque contundentes y definitivos. Los diálogos son breves aunque profundos. Todo va formando un bloque robusto, duro, agobiante y triste. Y es que la literatura de verdad, la buena, no hace ascos a la zona más oscura de la realidad. Al contrario. No todo puede ser un parque temático repleto de hadas madrinas.

Esta novela está incluida en la colección que la editorial Navona ha llamado ‘los ineludibles’, una colección deliciosa que suma títulos excepcionales.

Por cierto, la traducción de Enrique de Hériz es estupenda. Solo causan extrañeza un par de cosas que tienen que ver con el extraordinario respeto del traductor con el original y que podrían escribirse de una forma más pegada al uso habitual del castellano.

Calificación: Extraordinario.

Tipo de lector: Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad quedará enganchado desde la primera página.

Tipo de lectura: Se lee de un tirón aunque pide segundas, terceras y cuartas lecturas.

Personajes: Muy humanos. Da miedo lo humanos que son.

Argumento: La vida es esa extraña mezcla con la muerte que convierte todo en algo conmovedor.

¿Dónde puede leerse?: Junto a un bosque en pleno invierno.