Aristófanes estrenó Las Aves durante la celebración de las Dionisias del año 414, cuando la larga y cruenta guerra entre Atenas y Esparta ya estaba haciendo resquebrajarse la fe de los atenienses, «pero aún no era previsible que llegasen al extremo de votar democráticamente el fin de la democracia», en palabras de Gregorio Luri. Sus protagonistas son Evélpides y Pistetero, dos personajes maduros que el dramaturgo griego utiliza como metáfora para representar la esperanza y la persuasión, respectivamente. Ambos, en una demostración de hastío y desprecio hacia lo que les rodea —los desórdenes, pleitos e intrigas de la capital helena se han vuelto insostenibles—, huyen de Atenas y ponen rumbo al país de las aves. Allí buscarán la morada de Tereo, el antiguo rey de Tracia, que en el pasado se transformó en abubilla. Cada uno lleva en la mano un ave (un grajo en el caso de Evélpides y una corneja en el de Pistetero), las cuales han sido adquiridas previamente a Filócrates. Según este, los animales los conducirán hasta el monarca. Una vez ante él, ambos le hacen una curiosa propuesta: la fundación de una ciudad independiente en la que los pájaros, en lugar de los dioses, serán los amos.
Un libreto complejo
Aunque la sátira política no presenta en La Aves tanta importancia como en otras obras grecolatinas, sí es evidente la crítica hacia la organización del aparato judicial y administrativo de la Atenas del siglo V. En esta línea, y como suele ser habitual en otras comedias de la época, el texto original incluye continuas referencias a figuras ilustres de la polis —desde Sófocles a Escelías, pasando por Lisícrates—, sobresaliendo además el lirismo de sus coros. Dicho esto, no cabe duda de que se trata de una de las comedias griegas más complejas de poner en escena, dada su longitud, profundidad y elevado número de personajes. Esto hace aún más meritorio el trabajo de las compañías actuales, que, pese a la dificultad del libreto, la han llevado a las tablas en los últimos años con arrojo y creatividad. En el caso de Andalucía, antes de la versión que nos ocupa, es justo destacar la del grupo aficionado In Albis Teatro (Premio Nacional de Teatro Grecolatino 2018), surgido en Morón de la Frontera en la década de los 90 bajo la dirección de José Sebastián Luque —el incansable Pepe Luque—. Grupo que, desde la humildad y el compromiso de un taller de teatro de instituto, llevan veinte años investigando, divulgando e inculcándonos la pasión por Esquilo, Sófocles o Eurípides en escenarios de toda España. Y es que, como dijo Aristófanes: «Educar a los hombres no es como llenar un vaso, es como encender un fuego».
#LasAvesMandan
Por su parte, la versión de Las Aves que hemos tenido ocasión de disfrutar sobre las tablas del Lope de Vega, la del talentoso e inefable Juan Dolores Caballero para Teatro del Velador, persigue el concepto del idealismo político, de la utopía delirante y la soberanía surrealista, ya planteada por Aristófanes, pero con una feliz novedad: su traslación desde la Grecia Clásica a la Cataluña actual, con todo lo que ello implica. Un ejercicio ingenioso, ácido y bizarro que, irremediablemente, remite a colectivos como Esperpento, La Cuadra o Tabanque, emblemas de la cultura experimental y reaccionaria hispalense durante los estertores del Régimen y la antesala de la Democracia. O dicho de otro modo: la base de nuestra escena andaluza actual, junto a los también desaparecidos Carrusel, Teatro Estable Lebrijano o Teatro de las Marismas. Época irrepetible de agrupaciones sureñas que compartían técnica, estilo (y aun anhelos) con los legendarios Akelarre, Caterva, Comediants, La Cazuela o El Joglars —por cierto que Boadella aplaudiría esta lectura personalísima de Las aves, que tanto recuerda a su Ubú President, acento catalán incluido—. Sólo por los mencionados homenajes merece la pena acercarse a este montaje cáustico y necesario, cuya piel, músculo y espíritu rezuman pasado y presente, y donde el Chino, máximo responsable del proyecto, vuelve a la senda de sus mejores trabajos. Así, como ya ocurriese en Las gracias mohosas o La cárcel de Sevilla, en este espectáculo, concebido originalmente para representarse en escenarios romanos, no existen actores, sino máscaras al servicio del director granadino. Una apología del feísmo donde lo físico se eleva por encima de lo textual —sin renunciar a esto último— y donde los guiños a la platea forman parte del entramado desde que se alza el telón (#LasAvesMandan).
Rozando el sobresaliente
Cuesta destacar algún nombre propio en un trabajo tan coral, si bien resulta imprescindible mencionar a la enorme y no siempre valorada Belén Lario de Blas, una de las mejores actrices sevillanas de las últimas décadas, cuya interpretación de Pistetero es sencillamente memorable. Dicho rol, complejo y lleno de aristas, es uno de esos encargos solo aptos para valientes, y debe mucho a un elenco que echa el resto durante los noventa minutos de función. En este sentido, sobresale el esfuerzo de coordinación, nervio y temple de Sergio Andolini, Alba Suárez, José Luis Fernández Escudero, Juan Carlos Fernández, Fran Caballero, Mer Lozano, Gonzalo Validiez, Juan Ignacio Pérez y Fran Hidalgo. Todos a una, como en Fuenteovejuna, componen un retablo lleno de plasticidad, burla y decadencia —de haberse estrenado en el siglo XX, Santos Discépolo lo habría inmortalizado en su tango Cambalache— que no deja indiferente ni a las acomodadoras. En cuanto al apartado técnico, la música de Inmaculada Almendral se ajusta al tinglado como un guante, al igual que el vestuario y el espacio escénico del propio Dolores Caballero. Recursos que, junto a las máscaras de María José Roquero, las prótesis dentales de Cerrodent y la iluminación de Néstor García, logran que el conjunto roce el sobresaliente.