Portuense de nacimiento, Jesús Torres lleva desde los trece años metiéndose en la piel de otras personas. Unas veces como actor, otras como escritor, siempre como superviviente. Esto le ha servido para conocerse a sí mismo, para empatizar con los demás y plasmar, a través de sus obras de teatro, sus libros o su experiencia como director y docente, un universo particularísimo donde por encima de todo destaca el compromiso. Pese a su juventud, su brillante currículum incluye estudios de Comunicación Audiovisual y de Arte Dramático, un Máster de Teatro y Artes Escénicas, otro en Gestión Cultural, más de treinta espectáculos como intérprete, casi una veintena como director, amén de numerosas publicaciones. A esto hemos de sumar los galardones otorgados por instituciones como el Ministerio de Educación, la Junta de Andalucía o la Feria de Teatro de Castilla-La Mancha. Aunque, quizás, su mayor premio es haber dado vida a su propia compañía teatral, El Aedo Teatro, con la que recorre los escenarios interpretando textos de su propia cosecha, al tiempo que contribuye a la formación cultural de los jóvenes de este país. A propósito del estreno en Sevilla de su última obra, «Puños de harina», la cual se alzó con el Premio Teatro Autor Exprés de la Fundación SGAE y tuvo su presentación en el Festival Spanish Theatre de Londres, hemos conversado con el autor, director e intérprete, para que nos hable de su trayectoria y sus proyectos.

La primera pregunta es casi obligada. ¿Cómo descubres el teatro y qué es lo que te fascina de él?

Descubrí el teatro casi como castigo. Era un niño muy tímido, tartamudeaba un poco, me daba vergüenza hablar con la gente... Mi madre decidió meterme en un curso de verano a mi hermana y a mí. Montamos «La zapatera prodigiosa». Conocí el teatro de la mano de Lorca, la mejor compañía que pude tener. Ese verano me obligué a leer «Poeta en Nueva York», «Comedia sin título», «Yerma»... Luego entré en el grupo del instituto, que montaba tragedias griegas... Imagínate. No entendía nada, pero me encantaba no entender nada. Pensaba «Qué guay será cuando entienda esto». Eso es lo que me fascinó del teatro: nunca hay una sola respuesta, siempre hay algo por descubrir.

Tras estudiar Arte Dramático, trabajar junto a artistas de prestigio como Juan Mayorga, Alonso de Santos o Luis Sánchez Polack, dirigir proyectos, ganar premios y, por supuesto, dar voz a tus propios personajes, ¿qué balance extraes de tu trayectoria hasta ahora?

Creo que es la primera vez que lo veo como «trayectoria»... Estás siempre tan ocupado en trabajar, crear, inventar, ensayar... que es difícil pararse y hacer una vista panorámica. El balance siempre debe salir positivo, aunque ahora mismo estemos en un momento en el que es mejor no hacer cuentas. Aunque haga monólogos, lo mejor que me ha podido pasar es poder formar compañía, un equipo de compañeras y compañeros que llevan conmigo diez años, aprendiendo entre nosotros y apoyándonos. Si echo cuentas, creo que dedico más tiempo al Excel que a los escenarios, y es algo que me gustaría ir dejando. Confío en el entramado profesional de las artes escénicas y espero poder llegar a permitirme una compañía en la que cada uno desempeñe una labor (y no todas entre cuatro).

«Puños de harina», el espectáculo con el que retornas a Sevilla este próximo domingo, rescata una historia tan desconocida como increíble: la del boxeador Johan Trollmann, Rukeli, que se convirtió en un ídolo en la Alemania nazi y llegó a desafiar al mismísimo Hitler siendo gitano. Personaje al que interpretas, en un intenso monólogo, y que alternas con Saúl, un joven homosexual perteneciente a la misma etnia. ¿Cómo accediste al personaje histórico y qué te llevo a compaginarlo con otro ficticio?

Pues conocí a Rukeli gracias a un artículo de El País, en el que se hacían eco de la devolución «simbólica» a Rukeli del Título de Campeón de Semipesados, en 2003. Guardé el artículo en PDF en mi carpeta de Proyectos y ahí se quedó varios años. Desde hace un par de años, y gracias a mis compañeras de El Aedo, leo mucho sobre masculinidad, sobre lo que significa ser un hombre, sobre nuestro papel en la revolución que han comenzado las mujeres... Recordé que a Rukeli le quitaron el título por «no boxear como un hombre de verdad» y el proyecto volvió a mi mente. Comencé a escribir la historia y, poco a poco, iba sintiendo la necesidad de no hacer una obra histórica, algo lejano. No quería que el espectador pensara «¡Vaya, estos nazis!», y poco a poco fue apareciendo Saúl, otro gitano, en otra época, que también buscaba el significado de ser un hombre de verdad.

Antes de pisar los escenarios españoles, «Puños de harina» pudo verse en Londres. ¿Cómo fue la recepción allí?

Tuve la inmensa suerte de estrenar la obra en el John Lyon´s Theater, un teatro del West End de Londres. Imagínate la responsabilidad y la suerte, a partes iguales, que significa estrenar una obra como esta allí. El público londinense tiene una relación muy diferente con el teatro. Forma parte del día a día. Es un público respetuoso a otro nivel. La experiencia fue muy bonita y, sobre todo, el coloquio de después de cada función, en la que tuve la suerte de conversar, dialogar con ellos.

¿Quién es más difícil de interpretar, el boxeador Rukeli o el superviviente Saúl?

¡Uf! ¿A quién quieres más, a papá o a mamá...? Saúl es andaluz y me permite conectar de una forma que nunca he conectado con otros personajes que he hecho, como Segismundo u Odiseo. Me permite hablar como yo hablo en mi intimidad, con mi familia, y eso hace que me sienta completamente libre. Rukeli, en cambio, es un boxeador, que tiene una relación con la violencia a la que a mí me cuesta llegar. No obstante, como imaginarás, el reto es llegar a Rukeli.

Como licenciado en Comunicación y hombre de teatro que eres, ¿qué diferencias encuentras entre lo audiovisual (series de televisión, sobre todo) y las artes escénicas a la hora de sensibilizar a la gente sobre problemas como el racismo, la homofobia o la intolerancia?

Creo que en el teatro se pueden decir las cosas de una manera que no se puede decir en la televisión. En el teatro, difícilmente, hay patrocinadores, por lo que puedes decir lo que quieras y como quieras. Las series tienen que responder siempre al «libro de estilo» de la cadena, la productora, el banco o el partido que la financia... Es muy difícil. El teatro es libertad. En el teatro puedes incluso hablar con el espectador, dialogar, intercambiar opiniones...

Además de ver publicado el texto del espectáculo teatral, este 2020 has lanzado una novela titulada «#Metamorfosis #Change #Cambio» en la que un adolescente desubicado busca su hueco en la sociedad 2.0. ¿Cómo surgió la idea y qué esperas lograr con ella?

Con El Aedo Teatro, mi compañía, tenemos una misión muy concreta de acercar el teatro y la cultura a los jóvenes. Cuando era un niño, viví mucho tiempo enfadado con el teatro porque, en el colegio, me llevaron a ver una Celestina de dos horas y media, con ocho años. Me aburrí. Me echaron del patio de butacas. Por otro lado, un profesor me regaló «La madre», de Gorki, con diez años. Mi relación con la literatura empezó mal por culpa de no tener a mi alcance textos adaptados para mi edad. Creo que por ese motivo escribo para jóvenes. Con #Metamorfosis, decidí hacer un acercamiento, muy de lejos, a la obra de Kafka. Espero que, después de leer mi versión libre de Metamorfosis, un buen docente pueda guiar al joven lector hacia la obra original y así permitirle disfrutarla.

Gregor, el protagonista de tu libro, es un joven introvertido que sufre sus problemas en solitario y que sólo es capaz de expresarse a través del móvil. ¿Crees que a los jóvenes de hoy en día les cuesta más relacionarse que a los de antes? ¿Cómo influyen en ese proceso las redes sociales?

Confío plenamente en los jóvenes y en su forma de relacionarse. Es más, creo que el problema con las redes sociales lo tienen los adultos, que no terminan de ver la mina de oro que pueden llegar a ser, el canal abierto para contactar con ellos, para dialogar, entrar en su mundo. Las redes sociales son tan malas como cuando el cine iba a acabar con los libros. Es una herramienta valiosa que hay que aprovechar. Por nuestra parte, por ejemplo, hemos decidido tener estrecho contacto con los adolescentes por redes sociales y otros canales. En diciembre, sacaremos una versión videojuego de «Puños de harina», en el que los jugadores ayudarán a Rukeli y a Saúl a tomar decisiones, al estilo de los libros «Elige tu propia aventura».

¿De qué modo surge tu conexión con el mundo adolescente y qué conclusiones sacas de tu experiencia trabajando con ellos?

Es difícil llevar cuatro o cinco preguntas y que yo no haya sacado ya este tema y lo haya contestado, jeje. Lo he intentado contar antes: intento que los jóvenes tengan contenido cultural a su alcance, en su idioma, a su forma, para que poco a poco vayan adentrándose en el mundo de la cultura y la literatura. Yo tuve la suerte de toparme con Fernando Lalana, Michael Ende, Juan Muñoz Martín, Cesar Mallorquí, Consuelo Armijo... Ojalá pueda despertar en los jóvenes de hoy lo que ellos despertaron en mí.

Dadas las múltiples conexiones entre «Puños de harina» y la novela que acabas de publicar (la juventud de los protagonistas, las viejas heridas, el tratar de superar los miedos...) es inevitable hacerte esta pregunta: ¿qué porcentaje del Jesús Torres adolescente has volcado en ambas historias?

Del Jesús adolescente y del Jesús de ahora. ¡Mucho! Rukeli dice en «Puños»: “Ahora he crecido, pero el miedo es el mismo”. Creo que me pasa algo así. Los miedos están siempre y he conseguido encontrar en el arte una forma de encender la luz y espantar monstruos. Mis personajes lo pasan un poco peor que yo porque no son capaces de encontrar ese interruptor. Yo he tenido la suerte de tener una familia que siempre me ha querido, de tener amigos que han confiado en mí y me han apoyado. He podido ser actor. He podido ser gay. He podido equivocarme y siempre han estado cerca. He tenido la suerte de sentirme libre.

Muchas gracias y buena suerte.

¡¡¡A ti!!!