Maria Trifulca era un nombre polémico por doble motivo. Por los numerosos chiquillos y jóvenes que se ahogaban casi todos los domingos de verano, como un sacrificio humano estéril e inevitable ante el dios Guadalquivir, y por los escándalos morales que protagonizaban homosexuales y prostitutas en los ventorrillos de la zona.
Toda referencia a la playa estaba prohibida en el seno familiar. María Trifulca era el infierno de Sevilla, donde ningún joven decente podría poner los pies sin pecar gravemente, además de arriesgar su vida en las peligrosas aguas del río. De manera que los muchachos pertenecientes a las clases media y obrera se cuidaban mucho de hablar de la playa de María Trifulca en sus hogares, pero sí lo hacían entre ellos en las plazuelas de los barrios, durante las noches veraniegas. Era entonces el tiempo de las confidencias, de presumir de valientes; de rascarse con la uña del dedo gordo en el antebrazo, para demostrar que había salitre, que era verdad que se habían bañado en el río...
Para los chiquillos, la playa de María Trifulca representaba el señuelo de lo prohibido, de lo inasequible por la lejanía y las severas advertencias familiares. Cuando ya cruzaban la edad juvenil y se arriesgaban a sumarse al grupo de los iniciados, la primera visita a la playa de María Trifulca representaba un hito en sus vidas, una experiencia inolvidable. Ya podían considerarse hombres... Estaban orgullosamente unidos a los muchachos mayores del barrio, por el secreto compartido.
Desgraciadamente, el secreto se rompía en muchas ocasiones por la tragedia sufrida por alguno de ellos en el río. Entonces, los amigos del ahogado volvían, llorosos y cabizbajos, trayéndose la ropa abandonada como único testimonio del drama dominical. Nada más aparecer el grupo juvenil por la bocacalle del barrio y ver la gente su tristeza, saltaba la noticia trágica por todos los patios de vecindad. Desde los balcones surgían gritos de madres desesperadas, que preguntaban por el nombre del ahogado... Los muchachos, anonadados por el dolor y la emoción, apenas si pronunciaban el nombre de la víctima. Cuando se paraban delante de la puerta de un corral, todos los chiquillos del barrio y las madres corrían hasta el lugar. Allí estaba la mala noticia.
Entonces comenzaba un nuevo drama. Uno de los jóvenes, el más responsable, el que se consideraba más amigo de la familia, entraba solo en el corral portando la ropa. En el patio, ya conocido el nombre del ahogado, estaban los padres y hermanos llorando, quejándose de su mala suerte, gritando su dolor. Todo el vecindario les rodeaba en impresionante silencio. Las mujeres, madres también, lloraban, como los amigos del muerto. En la puerta del humilde hogar, sentada en una silla, abrazada a un familiar o vecina amiga, la madre besaba las ropas del hijo desaparecido. Aquella noche pocos dormían en el corral y al día siguiente, el drama era la comidilla en todos los encuentros de vecinas en las tiendas, lecherías y carbonerías del barrio. Los periódicos se limitaban a insertar la noticia rutinaria: «El domingo, otro niño ahogado en el río...»
- ¡Qué desgracia para esa pobre familia! Era un muchacho muy bueno, el mejor de los hermanos, el que más hacía con su madre... -decían siempre las vecinas.
Una noche de verano de finales de los años cuarenta, se ahogó Juanito, uno de los hijos del torero Manuel Jiménez «Chicuelo». Era el más travieso, el más simpático, el que más amigos tenía en la Alameda. El maestro, ducho en burlar la muerte, hombre de los pies a la cabeza, lloraba silenciosamente su pena en la puerta del chalet. En su mano derecha tenía un envoltorio de ropa atado con un cinturón... Los amigos de Juanito que trajeron la mala noticia, miraban con tristeza al torero, sin atreverse a hablar. Era una noche agosteña de luna radiante, que lo iluminaba todo. De pronto, el silencio fue roto por unos gritos de dolor que cruzaron la Alameda como un estilete. Dora la Cordobesita acababa de conocer la muerte de su hijo Juanito.
Antes de bañarse en la playa de María Trifulca, los niños aprendían a nadar en las aguas más cercanas del río. Había varios sectores: Chapina, Los Humeros y La Barqueta eran los más frecuentados. Y también las zonas menos peligrosas. En otros lugares, los areneros y graveros producían grandes socavones ocultos por el agua cerca de las orillas, que luego se convertían en trampas mortales cuando las corrientes formaban remolinos. También existía el peligro de los restos de estacas de atraque y de improvisados pantalanes, de grandes piedras... Y siempre, la fuerza de las corrientes del río abierto.
Para bañarse en las orillas de Los Humeros y La Barqueta, los muchachos saltaban la tapia de la calle Torneo. Algunos, más osados, se colaban por la puerta de la estación ferroviaria de La Barqueta o por el túnel que utilizaban los areneros mediada la calle Torneo. Saltar la tapia era la primera proeza, el primer secreto que había que guardar, el despertar a experiencias nuevas, de hazañas infantiles que tenían el encanto de lo prohibido.