El reportaje literario

150 años de Azorín, fundador de la Generación del 98

José Martínez Ruiz, novelista lírico que mimaba el idioma, aprendió a hacerlo en la prisa nocturna de las redacciones periodísticas, y se convirtió en un camaleónico intelectual que pasó del anarquismo a la postura más conservadora

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
22 ene 2023 / 10:01 h - Actualizado: 22 ene 2023 / 10:03 h.
"El reportaje literario"
  • 150 años de Azorín, fundador de la Generación del 98

Azorín, al que hace décadas que nadie lee -ni en las escuelas ni fuera de ellas-, tuvo una vida tan larga, que pudo permitirse el lujo de luchar por la gloria literaria, conseguirla, despreciarla y luego olvidarse de todo mientras el mundo derivaba hacia la democracia y hacia esa rebelión de las masas profetizada por Ortega y Gasset que él no soportaba. Su espíritu camaleónico le había dado para abrirse camino como escritor cuando todavía no era nadie a principios del siglo XX y, luego, rechazando su primera ideología anarquista, para erigirse en una voz autorizada en el panorama conservador que se iba consolidando en nuestro país a pesar de tantos pesares. “Las multitudes no pueden ser soberanas ni directoras”, llegó a escribir en el diario ABC, uno de los muchísimos periódicos que le habían abierto sus páginas desde que él, ansioso de fama y con talento, llegara a Madrid en un tren de tercera, sin saber aún que iba a convertirse en un prolijo periodista, en un excelente novelista capaz de detener el tiempo con la palabra precisa y en uno de los fracasados renovadores del teatro europeo desde esta España nuestra que no estuvo preparada tan temprano para tamaña innovación. Su trilogía dramática titulada Lo invisible, por ejemplo, tan vinculada al expresionismo, consiguió que la actriz de Benavente, Rosario Pino, pasara de elegante e irónica a profundamente trágica, pero el público no entendió nada entonces...

En primavera se van a cumplir 150 años de su nacimiento, en 1873, y tal vez sea hora ya de revisitar toda su obra desde la perspectiva siempre más sabia que da el tiempo, estemos o no de acuerdo con aquella consideración tan suya de los tiempos en que escribió Madrid, vuelto ya de su exilio voluntario en Francia tras la guerra civil y vuelto ya también de toda su aventura de escritor, aunque no muriera hasta 1967, con 93 años, cuando era ya un literato respetado pero al margen: “Los jóvenes llegan, a su vez, a ser viejos y se ven tratados como ellos trataron antes. No importa nada tampoco. Los viejos, ya de vuelta de muchas cosas, saben separar lo sustancial -que siempre es tradición- de los perifollos innovadores que suelen durar un día”.

José Martínez Ruiz, el mayor de nueve hermanos, había nacido en Monóvar (Alicante), en una familia acomodada -pues su padre era abogado y poseía una importante hacienda- que pudo darle estudios: el bachillerato en el colegio de los Escolapios de Yecla (Murcia), el pueblo de su padre, y luego la carrera de Derecho en Valencia, de donde salió en 1896 sin título porque al joven José le interesaban en aquella época todas las disciplinas del mundo, desde la literatura hasta la pintura, pasando por la política en su acepción más brava, mucho más que las leyes. Él mismo habría de recordarse llegando a Madrid en aquellos últimos años del siglo XIX cuando, casi 45 años más tarde, regresa de su exilio francés a Valencia, donde había vivido precisamente los años más fogosos de su juventud universitaria. De 1896 a 1940 había pasado para Azorín lo más granado de su vida y su obra y, para España, el período más convulso que el propio escritor había podido imaginar. “No necesito nada. Gracias a todos, señores. He sido escritor famoso, y ya no lo soy. No soy ni escritor, ni famoso. No me conoce ya nadie”. Así empieza su ensayo Madrid, escrito en apenas dos meses de aquel invierno de 1940 en que él mismo rememora tantas cosas de su propia vida, entre otras las peripecias literarias del Grupo de los Tres, formado por Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y él mismo, el núcleo duro y original de una Generación del 98 -al que se añadiría Miguel de Unamuno- definida por él mismo en varios artículos de 1913, y que se diferenciaba ya entonces por otros grupos liderados por Valle-Inclán o Jacinto Benavente, a causa de las distintas sensibilidades con ese otro movimiento mucho más internacional que dio en llamarse Modernismo o a causa del éxito comercial que unos consiguieron sobre las tablas del teatro -la tele o el YouTube de entonces- y otros no...

Al principio, periodista

Nada más hospedarse en un pequeño ático madrileño, vuelto de sus años estudiantiles valencianos, José Martínez Ruiz buscó la fama en los periódicos con varios seudónimos que no fueron Azorín. Firmó primero como Fray José y luego como Juan de Lis. Publica dos ensayos de títulos muy significativos, Anarquistas literarios y Notas sociales, y pasa hambre en aquellos meses en que lo echan del periódico El País (no el actual, sino el de aquella época, en 1896), antes de publicar en El Progreso, periódico de Alejandro Lerroux, en la época en que recibió el apoyo nada menos que de Leopoldo Alas, Clarín, en uno de sus famosos Paliques, o de la mismísima Emilia Pardo Bazán, viejas glorias de la generación literaria anterior. “Desde mi cama, a la madrugada, oía yo el traquetear de ruidosa rotativa. He dicho que no era yo conocido de casi nadie, corrigiendo así lo absoluto de la precedente afirmación, porque escribía artículos para un periódico. Había yo entrado ya en el engranaje del periodismo, y en él había de perdurar, con fortuna próspera o adversa, durante cerca de medio siglo. Pero, periodista ya militante, mi vida era solitaria y esquiva”, recordará en Madrid, efectivamente casi medio siglo después, con esa gracia y esa riqueza léxica que siempre lo caracterizó al recordar el panecito con el que se sustentaba en todo un día: “Evoco ahora todos los nombres, tan españoles, del pan de España, hogaza, mollete, rosca, libreta, telera, morena, oblada, bodigo, zatico, cantero, corrusco, pan leudado, o con levadura, o leuda, pan ázimo o cenceño, sin levadura, pan pintado, en fin, pan adornos o dibujos trazados con la pintadera...”.

Fue, sin embargo, en aquella dura época en la que escribió, en tiempo récord, aquellas primeras novelas autobiográficas que iban a encumbrarlo para siempre, no solo La voluntad, de 1902, sino Antonio Azorín o Las confesiones de un pequeño filósofo, que publicó dos años más tarde. Fueron los mismos años en que Baroja escribió Camino de perfección, o en que Unamuno compuso Amor y pedagogía. Todas estas novelas fueron publicadas por la editorial barcelonesa Henrich y Cía, en su colección Biblioteca de Novelistas del siglo XX. Una década después, Azorín comenzaría una prolífera etapa de articulista en el periódico barcelonés La Vanguardia, y hoy no es un disparate afirmar que fue Barcelona, por tanto, la capital desde la que verdaderamente se impulsó la llamada Generación del 98...

Sería José Ortega Munilla, director de El Imparcial -el periódico por antonomasia de aquella España de hace más de un siglo- el que le encomendaría, en su casa, aquel reportaje viajero sobre la ruta de Don Quijote. Cuenta Azorín que el padre del filósofo Ortega y Gasset no solo le recomendó que empezara por Argamasilla de Alba antes de visitar El Toboso, sino que le dio un pequeño revólver. “En todo viaje hay una legua de mal camino. Y ahí tiene usted ese chisme por lo que pueda tronar”, le dijo. Y allá que se fue Azorín, periodista armado, por los caminos de la Mancha, en un carrito tirado por una mula y escribiendo a lápiz artículos que iba enviando periódicamente a la redacción...

La Andalucía trágica

Fue en aquella misma época cuando Azorín, como enviado de El Imparcial, escribirá aquella serie de artículos bajo el título de “La Andalucía trágica”. No pasó de la provincia de Sevilla. Pero fueron tan atrevidas aquellas crónicas que hasta el Gobierno le pide al director que cesen. El peligro estuvo especialmente en Lebrija, donde Azorín entrevista a seis campesinos sobre la situación real del pueblo. Uno de ellos le explica el remedio que ya habían pensado las gentes del campo: el Estado debería promover una reforma agraria, expropiar los terrenos baldíos y venderlos a los campesinos por una cantidad que podría pagarse a plazos, con un sistema de crédito a través de cajas de ahorro o bancos que entonces no existían ni siquiera. Aunque aquel tipo de demanda se había planteado muchas veces -y todavía faltaban décadas para la II República- la única respuesta gubernamental a comienzos del siglo XX era enviar a la guardia civil para acallar a los campesinos protestones.

De aquella aventura periodística por Sevilla recordará muchos años después en Madrid: “Estuve, de primera intención, en Sevilla, en una fondita limpia y callada. Cada vez que por las mañanas, a primera hora, entraba en el comedor para el desayuno, me extasiaba ante el pan. El pan de Alcalá de los Panaderos no tenía rival en el mundo”. Más adelante escribirá: “En Lebrija estuve también. Charlé allí con jornaleros del campo. Hice que me contaran por lo menudo cómo vivían, cuál era su nutrimento, cuál la retribución de su trabajo, el coste de sus pobres trajes, sus enfermedades, sus contentos y sus pesares. Contemplé el trasunto de la Giralda”. De Arcos de la Frontera, por otro lado, dirá: “No he visto nunca un pueblo más expresivo. Puesto en la ceja de un monte, allá en lo hondo se desliza el Guadalete. La parte alta de la ciudad no es transitable por carruajes. En Arcos pasé días inolvidables y trabé amistad con un filósofo”. Aquellas crónicas, de 1904, serían añadidas al ensayo Los pueblos una década más tarde... Pero ya entonces, Azorín -mucho más novelista que periodista- había evolucionado ideológicamente hacia el conservadurismo, hasta el punto de ser diputado de la mano de Antonio Maura y Juan de la Cierva y Peñafiel...

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Revisor de los clásicos

En la segunda década del siglo XX, el novelista Azorín abandona el autobiografismo y se dedica a escribir novelas y ensayos con los clásicos literarios como telón de fondo. En Clásicos y modernos (1913) o Los valores literarios (1914), entre otros títulos, su intención es despertar la curiosidad al ofrecer una lectura impresionista de grandes obras de la literatura castellana. Así, dirá del cura de Maqueda o del escudero, ambos amos rácanos del Lazarillo, que no son exactamente personajes de los que haya que reírse, sino modelos de la gravedad castellana. De esta época serán novelas como El licenciado Vidriera (visto por Azorín) (1915), Don Juan (1922) o Doña Inés (1925). Cada vez más espaciadamente, aunque nunca dejara su labor de cronista, Azorín siguió publicando novelas hasta bien entrada la década de los 40..., como Pueblo (1930), tan experimental que Vargas Llosa la considera su mejor obra, o El escritor (1942), La isla sin aurora (1944) o Salvadora de Olbena (1944), su última novela...

Memorialista del 98

Hoy, Azorín queda como lo que fue al principio: un excelente memorialista del tiempo que le tocó vivir, y especialmente de aquella generación que tomó el nombre del Desastre de fin de siglo por el que España dejó definitivamente de ser un imperio. El Grupo de los Tres (Maeztu, Baroja y él) se señaló fundamentalmente en los periódicos, pero no solo. “No podía el grupo permanecer inerte ante la dolorosa realidad española. Había que intervenir”, escribiría tantos años después. “La corriente de doctrinas regeneradoras no la motivó la catástrofe colonial. No hizo más que avivarla. Venía el noble anhelo desde antiguo. Jovellanos, por ejemplo, fue uno de los precursores. Doctrinarios y teorizantes había ahora muchos. Escribían unos fríamente, o se exaltaban otros, cual Joaquín Costa, con arrebatos grandilocuentes. Se podrían señalar ahora, entre otros, los libros del mismo Costa, de Macías Picavea, de Damián Isern, de Lucas Mallada. El libro de este último autor, geólogo eminente, acusa un pesimismo profundo. Pero el pesimismo es la fuente de la energía y del trabajo perseverante. Contemplamos la realidad maltrecha, funesta, y ansiamos ante ese trance de lo que nos es querido, salvar eso mismo que ponemos junto a nuestro corazón y depararle una vida placiente y venturosa. Si fuéramos optimistas, dejaríamos correr el mundo. Como todo está bien, no es preciso trabajar para mejorarlo”.

150 años de Azorín, fundador de la Generación del 98

Emparentando la tristeza noventayochista con la tristeza de El Greco o de Larra, escribirá Azorín: “De la tristeza y no de la alegría salen las grandes cosas en el arte. No se diga, como se suele, que la tristeza provenía de la consideración del Desastre colonial. Nos entristecía el Desastre. Pero no era, no, la causa política, sino psicológica. Emanaba, a no dudar, del replegamiento sobre sí mismo de esos escritores. Replegamiento a que obligaba el cansancio, ya naciente, de una sociedad -la sociedad de la Restauración- que llegaba a su final, acaso -los hechos lo han confirmado- trágico final”. Y más adelante, en ese mismo magnífico ensayo de gran angular que es Madrid podemos leer: “España necesitaba comunicación estrecha con Europa. Nosotros veíamos entonces representada a Europa, principalmente, por Federico Nietzsche. El libro de Henri Lichtenberger, La Philosophie de Nietzsche, publicado el mismo año que da nombre a la generación, 1898, corrió de mano en mano”. Sobre intrahistoria y patriotismo verdadero escribirá: “Lo que los escritores de 1898 querían era no un patriotismo bullanguero y aparatoso, sino serio, digno, sólido, perdurable. A este patriotismo se llega por el conocimiento minucioso de España. Hay que conocer -amándola- la historia patria. Y hay que conocer -sintiendo por ella cariño- la tierra española”. La cita nos recuerda tanto, indefectiblemente, al maestro Antonio Machado, que sentenció todo eso en verso...