El maldito Baudelaire, también adelantado del poema en prosa
El editor sevillano Pedro Tabernero presenta en el Instituto Cervantes de Lisboa una exquisita edición de ‘El Spleen de París’ ilustrada por Juan Torres
Una de las ilustraciones del libro de Juan Torres. / Álvaro Romero
Álvaro Romero
Charles Baudelaire (1821-1867), el padre de todos los poetas malditos que habrían de explosionar el aburguesado panorama artístico europeo desde la capital parisina en pleno siglo XIX, no solo acuñó el controvertido término de “modernidad” para referirse a la efímera experiencia de la vida en las metrópolis urbanas, sino que reflexionó antes que nadie sobre la responsabilidad del arte en capturar tal experiencia y en la profunda hipocresía del público escandalizado con sus flores del mal. Por eso, cuando en 1857 lo acusaron de “ultraje a la moral pública”, no tuvo otra inspiración que la de cultivar otro género literario que él acabaría definiendo como “más peligroso todavía que el poema en verso”. Se refería a sus Pequeños poemas en prosa, también titulados El Spleen de París, una obra de 50 fragmentos independientes con los que, sin saberlo aún, Baudelaire estaba llamado a revolucionar la prosa poética poniendo en el asador de su escritura adelantada e incisiva los mismos recurrentes temas que ya había tratado en sus poemas en verso: el horror al paso del tiempo, la melancolía, la crítica corrosiva contra la religión, la burla contra la hipocresía y una aversión contra la sociedad que le había tocado en suerte.
El editor sevillano Pedro Tabernero, que se fue la semana pasada al Instituto Cervantes de Lisboa para presentar allí el último número de su colección Poetas y Ciudades, con Fernando Pessoa de protagonista en pleno desasosiego, no quiso que el acto sirviera solo para un libro. De modo que llevó igualmente el número 14 de esta espléndida colección de libros de gran formato, dedicado precisamente a esta obra de prosa poética que trazó el camino de tantos poetas de todo el mundo como vinieron después, todos ellos convencidos de que el verso tradicional les encorsetaba un discurso de más altos vuelos, como los que esperan al albatros por encima de la tierra.
François-Louis Blanc se pregunta, muy acertadamente, en uno de los textos que acompañan a esta edición de El Spleen de París: “¿No vuelve a sonar la poesía de Baudelaire en nuestro imaginario como explicación de la condición humana de todos los tiempos, con sus miserias, sus esperanzas y sus valores universales, como si hubiera sido escrita hoy, en un mundo que parece derrumbarse?”. Y añade: “Pero, ¿no le corresponde la extraña cualidad de la verdadera poesía, el ser inmortal y atemporal?”. En el epílogo final del libro, el propio Baudelaire parece contestar sin rubor a tales cuestiones, y si hoy levantara la cabeza se mostraría orgulloso de las pinturas oportunísimas que el sevillano Juan Torres ha creado para él: “Con el corazón contento, he subido a la montaña. / Desde allí he visto la ciudad en toda su plenitud, / un purgatorio, un hospital, un lupanar, una prisión. / Toda enormidad florece allí como una flor”. Del ilustrador del libro, generoso y talentoso profesor de la Escuela de Arte de Algeciras durante tanto tiempo y cuyos retratos de Camarón –qué mágica casualidad el día de hoy- y Paco de Lucía quedarán para la historia, asegura José Reyes Fernández que “ha sabido crear un mundo propio, personalísimo, pleno de personajes que, acorde con la temática y título de este libro, están gobernados por la quietud de una melancolía íntima, la impostura resignada de una desgana vital, el tedio de un porvenir sin expectativas, la consumada derrota de una ilusión efímera que los hace posar como mudos y estáticos personajes de un futuro irremisible y sin esperanzas”. Y es que, en efecto, los textos de Baudelaire, escritos entre 1855 y 1864, parecen entenderse mucho más íntimamente si la imaginación que se desarbola con la lectura pausada de cada párrafo se acompaña de la observación sin prisas de estos acrílicos de Juan Torres cargados de inquietante simbolismo, surrealismo y colorido.
El Spleen de París va a suponer la ruptura definitiva de las formas poéticas clásicas. La obra, que ofrece poemas que pueden leerse aleatoriamente, redujo la brecha que separa lo prosaico de lo poético e influyó de una manera decisiva no solamente en los simbolistas franceses que estaban a punto de surgir entonces, como Mallarmé o Rimbaud, sino en el propio capitán del Modernismo, Rubén Darío, y en esa pléyade de poetas en prosa que tiene un representante sin comparación en nuestro país: Juan Ramón Jiménez. En este sentido, el propio Baudelaire arranca la obra con una carta a Arséne Houssaye en la que se refiere a la “obrita” e insiste en que “podemos cortar donde queramos, yo mi ensoñación, usted el manuscrito, el lector su lectura; porque no dejo en suspenso la reticente voluntad de este en el hilo interminable de una sutilísima intriga”. Y añade: “Extraiga usted una vértebra, y las dos partes de esta tortuosa fantasía se unirán sin el menor esfuerzo. Despedácela en numerosos fragmentos y observará que todos y cada uno podrían existir por separado”.
“Muera mi padre”
Al pequeño Charles lo crio una sirvienta de la familia, Mariette, quien lo llevaba a los Jardines de Luxemburgo para que jugara y que acabaría inmortalizada en su libro más célebre, Las flores del mal. Profesor de dibujo, pintor y funcionario del Despacho de la Cámara de los Pares, el padre de Baudelaire, Joseph-François, murió cuando él solo tenía cinco años. En rigor, era un hombre muy mayor que se había casado con la joven hija de unos emigrantes ingleses, Caroline Dufäys, quien se vuelve a casar, esta vez con su vecino Jacques Aupick, que llegaría a ser general comandante tras las jornadas revolucionarias de 1830 por su participación en la campaña de Argelia, que traslada a su familia a Lyon y que luego vuelve a París, convertido en general del Estado Mayor. Charles, mientras tanto, no lo pasa bien, ni en el colegio de Lyon ni en el Collège Luis-le-Grand, donde saca el título de Bachillerato pero es expulsado por una razón que no llegaría a conocerse aunque, conociendo a Baudelaire, tendría que ver con la disciplina. De hecho, cuando en 1840 se matricula en la Facultad de Derecho, su afán literario es hacer amistades en el Barrio Latino, donde frecuenta prostíbulos, coquetea con las drogas y comienza una relación con la judía Sarah -y luego con su otra amante, la mulata Jeanne Duval-, mientras las peleas con su familia se convierten en una constante.
El padrastro trata enseguida de alejarlo de la bohemia parisina enviándolo a Burdeos para que embarque hacia la India. Y así lo hace el joven poeta, aunque después de nueve meses de viaje en barco, y tras hacer escala en la isla de Reunión, Baudelaire regresa a Francia, convencido de que lo que podría buscar tan lejos también podría encontrarlo en su propia habitación, empezando por ese reto poético suyo de hallar belleza en el propio mal, huyendo de la trivialidad de la vida cotidiana y buscando la serenidad en otra vida que se proyecte en los sueños.
Baudelaire destacará en los años 40 de su siglo, regresado a la bohemia parisina, como crítico literario, pictórico y musical. Serán suyos, de hecho, los primeros impulsos que reciban el escritor Edgar Allan Poe –a quien tradujo-, el pintor Delacroix o el compositor y director Richard Wagner. Y cuando estalla la revolución de 1848, gritó consignas revolucionarias aunque él no fuera exactamente un revolucionario clásico porque, como apunta Ventura Fernández en el libro que acaba de lanzar Tabernero, “hacía tiempo que había dejado de creer en el espíritu humano” y lo que pretendía era “acabar con cualquier tipo de autoridad” aunque “se diera el curioso caso de que su padrastro, el principal blanco de sus iras, el principal espejo de su repulsa vital, era quien en ese preciso momento comandaba y simbolizaba la represión”. “Muera mi padre”, gritaba Baudelaire a voz en grito en las barricadas, aunque él mismo fuera un redomado burgués que despreciaba y al mismo tiempo sentía una honda ternura por el pueblo llano, sobre el que recaía toda la miseria...
Con la publicación de Las flores del mal, en 1857, Baudelaire terminó de desatar la violenta polémica gestada en torno a sí mismo. Cada poema (cada flor) fue considerado “una ofensa a la moral pública y las buenas costumbres”. Su autor fue procesado. Luego se le obligó a suprimir seis poemas y fue multado con trescientos francos. Pero la obra volvió a reeditarse cuatro años después, con más textos inéditos. Y ya para entonces se había dedicado a cultivar algunos de sus pequeños poemas en prosa que acabaría publicando, en 1864 -mientras él residía en Bruselas fracasando con sus conferencias sobre Los paraísos artificiales- el periódico Le Figaro bajo el título genérico de El Spleen de París. Luego, póstumamente, se publicarían en 1869, pero desde luego no con la vocación bibliófila que lo acaba de hacer Pedro Tabernero.
El abrupto final de Baudelaire, escribiendo aquel panfleto titulado ¡Pobre Bélgica! como venganza por la mala aceptación de toda su obra y paralizado por la sífilis, tiene también una enorme carga irónica porque sería su madre, ya viuda, quien lo trasladaría a una clínica parisina para morir allí mudo pero lúcido y quien lo enterraría en el cementerio de Montparnasse junto a la tumba de su padrastro.
Un romántico tan incómodo
Baudelaire había nacido en pleno romanticismo, pero se sintió tan a disgusto desde el principio que no tardó en buscar otros caminos para encontrar su campo de trabajo en la oscuridad del hombre y en sus terribles apetitos, sabedor de que Dios y Diablo le abren en su mayoría de edad consolidada un mundo cercano sin héroes y sin muchachas idealizadas, sino poblado de desarrapados incapacitados para la esperanza. “Hasta la belleza, la felicidad y la bondad tienen tintes oscuros para este hombre extraordinariamente lúcido que siempre tocaba la herida, y con ella los cojones de una sociedad que había cambiado el escudo de armas por el ocio, la ostentación y la hipocresía”, dirá Ventura Fernández, consciente de las incómodas perlas que dejó el autor de estas prosas poéticas alejadas de la inercia de tantos señoritos que se pasaban la vida mascando tabaco, tales como: “Incapaz de suprimir el amor, la Iglesia quiso al menos desinfectarlo, y creó el matrimonio”.
Una sociedad desestructurada
Desde luego no se hubiera entendido Un día en el infierno, de Rimbaud, sin los poemas en prosa de Baudelaire, pero tampoco el Poeta en Nueva York de Lorca, o La tierra baldía de T.S. Eliot, o incluso el Libro del desasosiego de Pessoa, porque las 50 piezas que componen El Spleen de Baudelaire retratan una sociedad desestructurada y repleta de conflictos morales, focalizando de este modo esa otra visión artística que se abrirá paso en la tradición literaria para ir configurando lo que se entiende como modernidad. El propio Baudelaire consideró sus poemas en prosa como una continuación de Las flores del mal, y puede considerarse que ambas obras se solapan, aunque, como apunta Ventura Fernández en la edición de Tabernero, “la mayor diferencia entre ambas obras puede ser la voluntad casi diarística de Le Spleen, donde Baudelaire recoge estampas e instantáneas de la vida cotidiana de una ciudad como París (que apenas si aparece mencionada), que por esos años sufre una transformación radical, incorporando a miles de depauperados franceses de la órbita rural, y creando, por tanto, una ciudad luminosa y excepcional, sí, pero también una urbe deshumanizada y singularmente polarizada entre ricos y pobres, entre la fortuna y la miseria”. Será Baudelaire, por tanto, el primer cantor de la ciudad moderna y de sus falsos valores después de haber perdido definitivamente su conexión con lo natural y lo vecinal y que buscaba en el lujo y el hedonismo todo lo que había perdido justamente en esa desconexión con lo divino por todo lo que tenía de espiritual o mágico. Cobrarán protagonismo, tanto en las flores como en estas prosas, lo miserable, lo sórdido, lo abstruso, lo viciado y vicioso, lo más ruin y repugnante que también anida en el alma humana, desde el primer extrañamiento de ese extranjero a quien se le pregunta a quién quiere más y, después de citársele al padre o la madre, otros familiares y amigos, la patria, la belleza o la riqueza, terminado optando por “las nubes que pasan”...
Baudelaire se fijará en la desesperación de una vieja que se retira a su eterna soledad después de asustar a un niño con su decrépita presencia, en el gracioso sin gracia que se ríe de un burro, en el loco y la marmórea venus, en el perro incapaz de apreciar un perfume, en el mal cristalero, en las viudas, en ese juguete del niño pobre que es un ratón, en el crespúsculo, la falsa moneda, la cuerda del ahorcado y la pobreza generalizada de una ciudad tan dolorosamente iluminada como el mundo que aún estaba por venir.
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