70 años sin Dylan Thomas, el maravilloso borracho de la literatura

La editorial Nórdica lanza un volumen con todos los cuentos de este poeta galés que empezó de periodista y que convirtió su voz en la BBC en un hechizo para millones de lectores futuros, incluido Bob Dylan, el Nobel que se llamó así en su honor

Dylan Thomas,

Dylan Thomas, / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Dylan Marlais Thomas nació en el otoño de 1914, aquel año en que comenzó la Primera Guerra Mundial, aunque alejado del conflicto, en la ciudad galesa de Swansea. Solo 39 años después –los que duró su precipitada vida-, moriría en un hospital neoyorquino, en los brazos de su amante Liz Reitell y tras haberse bebido “18 vasos de whisky, todo un récord”, según sus últimas palabras. Había ingresado solo tres días antes por ingerir, en el cenit de una fiesta en el hotel Chelsea, hasta veinte cervezas de un solo trago, en el otro cenit de su carrera como alcohólico, y seguía redactando el guion de una obra de Stravinski sobre las consecuencias de una guerra atómica que, al mismo tiempo, profetizaba su acelerada vuelta a la gloria en vida de su propia Ítaca. Cuentan que su mujer, Caitlin Macnamara, con quien se había casado a finales del 36, bailó sobre el féretro como venganza por el abandono al que tuvo sometida a su familia de tres hijos...

Sin embargo, la legión de fans que ya tenía consolidada el escritor llevaba su propia ruta. Era noviembre de 1953, hace exactamente 70 años, y nadie hubiera podido imaginar entonces que a aquel poeta, narrador, periodista y dramaturgo tan precoz también le vendría como anillo al dedo la canción de Ana Belén titulada “Yo también nací en el 53” porque, aunque en su caso sería la fecha de su fallecimiento, también los mitos cuentan con su propio instante de concepción. De igual modo, tampoco nadie hubiera contado con que, muy pocos años después, un judío que rasgueaba la guitarra por las calles de Nueva York, llamado Robert Zimmerman, iba a cambiarse aquel nombre anodino por el de Bob Dylan, en honor del escritor, y que, rizando el rizo de lo inesperado en el arte, iba a ser él quien ganara el Premio Nobel de Literatura al siglo siguiente. Pero así fue.

Dylan Thomas fue un chico precoz en todo lo que se propuso. Con solo cuatro añitos era capaz de recitar de memoria Ricardo II, de Shakespeare, sin que sus padres vaticinaran aún aquellas dotes histriónicas que tanto le valieron en la radio. Con 16 años, Thomas abandonó los estudios para colocarse de periodista en el South Wales Evening Post, donde en solo 18 meses demostró sus dotes de escritor haciendo obituarios y críticas de cine y teatro en las que no dejaba títere con cabeza. Luego se unió a un grupo teatral y finalmente descubrió que era la poesía quien había de arrastrarlo definitivamente a sus dominios... Entre el romanticismo tardío y el surrealismo que había ido dejando sus huellas imperecederas, Thomas encuentra en los ecos bíblicos la sobrada potencia literaria para dejar constancia de que la palabra puede con la muerte. “Y la muerte no tendrá dominio. / Los desnudos muertos serán uno / con el hombre en el viento y la luna del poniente; / cuando sus huesos sean descarnados y los descarnados huesos / se consuman, / en el codo y en el pie tendrán estrellas; / aunque se vuelvan locos estarán cuerdos, / aunque se hundan en los mares se volverán a levantar; / aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor, / y la muerte no tendrá dominio”, escribió hacia 1933, cuando aún no había cumplido los veinte años y ya era un poeta maldito destinado a reconfigurar el mejor realismo sucio que lo estaba esperando al otro lado del Atlántico... “Y la muerte no tendrá dominio. / Los que yacen hace tiempo en los recodos bajo el mar / no morirán ahí en vano; / retorcidos en los potros de tormento cuando cedan los tendones, / atados a una rueda de tortura, aun así no serán despedazados; / la fe en sus manos se partirá en dos / y los males los atravesarán como unicornios; / cuando todos los cabos estén rotos, ellos no se partirán; / y la muerte no tendrá dominio. (...) No pueden gritar más en sus oídos las gaviotas / ni romper ruidosas las olas en la playa; / donde surgió una flor, otra no podrá / alzar su cabeza a los golpes de la lluvia; / aunque estén locos y muertos como clavos, / sus cabezas se hundirán entre margaritas; / irrumpirán al sol hasta que el sol se hunda, / y la muerte no tendrá dominio”.

Al año siguiente, en 1934, Thomas comenzó a publicar sus primeros poemas en diversas revistas, incluida The Criterion, que era la que dirigía T. S. Eliot. No tardó en ganar el concurso organizado por The Sunday Referee por su primer libros, Dieciocho poemas, y continuó publicando versos, de un lirismo apasionado y de una musicalidad sin parangón en aquellos tiempos dominados por la preocupación social y la obsesionada experimentación modernista. Para Thomas, “la poesía debe ser tan orgiástica y orgánica como la cópula”, dijo, “propagando al individuo en la masa y a la masa en el individuo”. Y eso fue lo que consiguió en la BBC como guionista y locutor. De su obra radiofónica, tan teatralizada por él mismo, quedaría Bajo el bosque lácteo, publicada póstumamente en 1954 y de la que hay incluso una adaptación al cine en la que participan Richard Burton y Elizabeth Taylor en 1972. Fue comentarista de documentales cinematográficos en plena II Guerra Mundial, adonde no pudo acudir pese a su voluntarismo como soldado por ser declarado no apto para el combate. De aquellos años es El mapa del amor, Nuevos poemas y la que se considera su obra cumbre: Muertes y entradas.

Su sueño americano

Después de su éxito fulgurante como recitador en la BBC, su verdadero trampolín le llegó cuando comenzó a dar recitales en locales de Nueva York, “abarrotados por mil oyentes pasmados ante aquel ser que hacía hablar a los peces, a los árboles, a las flores, a los niños y los animales”, dice Manuel Vicent en la presentación de la edición de todos sus cuentos que ha lanzado hace solo unos meses, exquisitamente encuadernada, la editorial madrileña Nórdica. “A cada aplauso seguía una borrachera. (...) Fueron tres viajes a Nueva York, cada uno con un clamor renovado, con una destrucción más acelerada. Pero en el cuarto viaje el caballo ya no pudo más, pese a las inyecciones de cortisona que le proporcionaba el doctor Milton Feltenstein. Un día de noviembre de 1953 quedó exhausto”. En su análisis post mortem, encontraron que la causa inmediata de su muerte había sido una inflamación del cerebro causada por esa carencia de oxígeno que acompaña a la neumonía. Pero a todo el que no lo conoció no le cupo duda de que había muerto borracho de literatura. Porque, si deslumbrantes fueron sus poemarios, no menos sorpresa causa hoy su exquisita prosa, capaz de todos los recursos en el casi medio centenar de relatos que publica Nórdica con traducción del navarro Miguel Martínez-Lage, Premio Nacional a la Mejor Traducción en 2008 –tres años antes de morir por infarto, con solo 50 años- por su trasvase del inglés al español de La vida de Samuel Johnson, de James Boswell.

Retrato del artista cachorro

La completísima edición de Nórdica no solo incluye una veintena de relatos de sus comienzos, sino esa joya literaria que supone la pequeña colección de recuerdos de su infancia en Swansea titulada Retrato del artista cachorro, además de otro puñado de narraciones bajo el título general de Con otra piel. En todos los relatos se respira el profundo sabor a verdad que es capaz de transmitirnos Thomas, que siempre escribió con esa consigna antiintelectual en cuanto género tocó. El libro se abre con el relato titulado “Después de la feria”, y el tierno surrealismo de aquella chica perdida entre los tiovivos, que encuentra a un niño pequeño y hace que el Gordo lo consuele activando la atracción de los caballitos en plena madrugada, ya atrapa al lector: “El tiovivo empezó a dar vueltas al principio despacio, pero enseguida ganó velocidad. El niño que llevaba en brazos la pequeña ahora ya no lloraba; batía las palmas. El airecillo de la noche le mesaba el cabello, la música le vibraba en los oídos. Los caballitos seguían dando vueltas y más vueltas, y el trepidar de sus pezuñas acallaba los lamentos del viento de la noche”.

En “La historia verdadera”, el terror de un asesinato premeditado se mezcla magistralmente con el erotismo de una joven seduciendo a su cómplice: “Ella nunca le había dicho . Él nunca había oído hablar de esa manera a una mujer. Nunca habían estado tan oscuras las primeras sombras de sus senos. Se acercó trastabillando hacia ella, y ella alzó las manos para ponérselas en los hombros. ‘¿Qué es lo que harías por mí?’, le preguntó ella, y se aflojó los tirantes del vestido, de modo que se quedó con los pechos a la vista. Le tomó la mano y se la colocó sobre las carnes. Él miró fijamente su desnudez, pronunció su nombre y la tomó”.

En “El visitante”, el autor traspasa los umbrales de la muerte al mezclar las visiones de un moribundo con los paisajes del valle de Jarvis en el que se desarrolla la imaginación de esta autobiografía espiritual del propio Thomas. “Aquel corazón guardado en la armadura de sus costillas no le pertenecían, y tampoco era suyo aquel hormigueo en las venas de los pies. Ya no podía mover los brazos, ni siquiera para abrazar a la muchacha y protegerla de los vendavales y los malhechores. Bajo el sol, nada era más lejano que su propio nombre. La poesía era una simple ristra de palabras puestas a secar como pimientos. Con los labios, dio forma a una leve esfera de sonidos y pronunció una palabra”.

El Retrato del artista cachorro se abre con el relato “Los melocotones”, una fábula de otra visita, la de un niño bien, Jack, cuya madre rechaza unos melocotones y solivianta el orgullo familiar mientras ella se ausenta y los chicos hacen de las suyas, hasta confesarse en la iglesia... Cuando el cura le pregunta a Dylan de qué se acusa, él contesta que no ha hecho nada malo, pero su conciencia discurre por otros derroteros: “Hice que azotaran a Edgar Reynolds porque le robé los deberes; le había sisado a mi madre dinero del monedero; a Gwyneth también le quité unas monedas; robé doce libros en solo tres visitas a la biblioteca y después los tiré en el parque; bebí un vaso de meadas mías para ver a qué sabían; pegué a un perro con un palo hasta que se echó a rodar por el suelo y después me lamió la mano; estuve con Dan Jones mirando por la cerradura mientras su criada se daba un baño; me corté con el cortaplumas una rodilla y manché de sangre el pañuelo y dije que me habían sangrado las orejas y así aparenté que estaba enfermo y a mi madre le di un buen susto; me bajé los pantalones y se la enseñé a Jack Williams; vi a Billy Jones matar a golpes a un palomo con una pala de chimenea y me reí y luego me puse malo; Cedric Williams y yo entramos sin que nadie lo supiera en casa del señor Samuels y vertimos tinta en las camas”. Nada malo.

En “Una visita al abuelo” se despliega toda la magia de su propia prosa mezclándose con el verdadero recuerdo de un abuelo loco que cree estar cabalgando sin bajarse de la cama y que luego va a que lo entierren mientras los demás le advierten que no está muerto aún. Hay otros relatos, como “La pelea” o “Un carraspeo extraordinario” en el que se recrea la más cruel y tóxica de las relaciones adolescentes. Y luego hay relatos, como “Igual que los perros” o sobre todo “Por donde corre el Tawe” que son auténticos derroches de relatos dentro de otros relatos, y que es ya donde se aprecia el magisterio narrativo de Dylan Thomas, capaz de hechizarnos con el relato que cuenta un personaje dentro de la narración más superficial que inicia y termina él desde el recuerdo de lo que le contaban en las tabernas galesas en aquellos años de periodismo y alcohol entremezclados... Es curioso que en este último cuento –tan rico y metaliterario-, en el que se reúnen en casa de un viejo amigo otros tres para armar a ocho manos un relato mientras la esposa del anfitrión se va a la cama, el propio Thomas como personaje dice: “¿Le he contado alguna vez aquello de la conferencia que di en el John O’London’s Society sobre ‘La utilidad de lo inútil’? Aquello sí que fue difícil, el no va más”. Resulta que La utilidad de lo inútil sería el título, 60 años después, de un ensayo en el que se argumenta contra la deriva del utilitarismo publicado por el italiano Nuccio Ordine, fallecido el pasado mes de junio después de haber conseguido este mismo año el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades.

En “La vieja Garbo”, en fin, no solo descubrimos otro relato antológico, sino incluso una deliciosa descripción de uno de los malévolos placeres del autor: “Me gustaba el sabor de la cerveza, la espuma blanca, viva, los bronces brillantes de sus profundidades, el mundo que de pronto se descubría a través de las paredes de vidrio oscurecido, el apurado inclinarse de la jarra hacia los labios, el tragar despacio, el caer de la cerveza hasta la panza rebosante, la sal en el lengua, la espuma en las comisuras de los labios”. Dylan Thomas en su auténtico sabor.