Los últimos conciertos celebrados en el Festival de Granada antes de enfrentarse a sus últimas propuestas han venido marcados también por la excelencia que apreciamos hace un par de semanas. Con un plantel de pianistas de primera categoría, en su mayoría veteranos y veteranas que con su presencia han salvado con creces una edición diseñada de urgencia, y un buen puñado de orquestas del país, lo que ha evitado viajes de larga distancia de grandes grupos e intérpretes con su instrumento a cuestas, el Festival ha logrado el reto de llegar a su fin y hacerlo con toda la dignidad, y más si cabe, que merece una cita con tanta historia a sus espaldas. En estos últimos días hemos tenido ocasión de rendir pleitesía a intérpretes sobradamente consagrados, como Bostridge y Barenboim, así como de descubrir las veleidades de los más jóvenes, con el muy reconocido Igor Levit y la gran sorpresa que ha supuesto la joven María Dueñas a la cabeza.
Cuando nos acercamos a una interpretación de Winterreise (Viaje de invierno) de Schubert, centramos nuestra atención naturalmente en la voz, dejando el acompañamiento pianístico en un segundo plano, aun siendo conscientes de la importancia que éste tiene a la hora de transmitir toda la fuerza de esta página inmortal del arte liederístico. No es frecuente que un pianista de gran calibre, de vocación concertista, se asocie con un destacado tenor para ofrecer un ciclo de lieder, como fue en este caso. De esta manera nuestra atención estuvo centrada tanto en la voz como en el piano. Quizás tendríamos que haber asistido al concierto que ofreció hace unos días Igor Levit, el joven y muy contestatario pianista alemán nacido en Rusia, con las tres últimas sonatas de Beethoven, autor con el que más parece se le esté asociando, para calibrar su talento y magisterio en la materia. Sin embargo como acompañante de estas desesperadas canciones de amor y muerte no acertamos a captar nada realmente nuevo o que llamara poderosamente nuestra atención. Faltaría más que no presente una digitación precisa, atenta al matiz y el detalle, delicada y contundente según el lied, y sobre todo segura. Fue precisamente eso, la seguridad, lo que más valoramos, al margen de su habilidad para manejar la partitura en tablet sin perder un ápice de concentración.
Por su parte, Ian Bostridge, que ha grabado el ciclo con Julius Drake y se considera un ferviente estudioso y conocedor del mismo, exhibió en el Patio de los Mármoles del Hospital Real una madurez absoluta en el manejo de todos los resortes de su voz, destacando en elegancia y voluptuosidad, tan solo enturbiando su prodigioso fraseo y perfecta entonación con fugaces e intencionadas salidas de registro, habitualmente relacionadas con una inusitada rabia. Lo peor por lo tanto en él fue su espasmódica representación teatral, continuas miradas a las entrañas del piano incluidas. Interpretar lieder no significa tanto someterlos a un temperamento gestual impactante como transmitir a través de la expresión y sobre todo la dicción y la inflexión vocal los sentimientos que el autor quiso depositar en su obra. La suya fue una exhibición mayormente delicada en lo vocal, a veces incluso contenida, con pilares fundamentales como ese Wasserflut (Torrente) tan melancólico que sigue al popular Linderbaum (Tilo), pero exagerada y tortuosa en lo gestual. Nada que reprochar a la belleza de su timbre, que quizás haya ganado incluso cuerpo y solemnidad con el tiempo, aunque su dicción del alemán nos pareció algo discutible. Destacó en fuerza y temperamento en Der stürmische Morgen (Mañana tormentosa) y en galantería con Frühlingstraum (Sueño de primavera) muy bien acompañado por Levit, pero faltó garra y gravedad en el inmenso y desoladorDer Leiermann (El organillero) final. Fue una interpretación correcta, con momentos brillantes, pero no memorable en su conjunto.
Al día siguiente la Sinfónica de Galicia volvió al Palacio Carlos V para dejar claro por qué hubo una época no lejana en la que se le consideraba la mejor orquesta de España. Hoy puede que no se encuentre en la cima del ranking, pero sigue siendo uno de los conjuntos más solventes del panorama nacional. Su sonido envolvente, perfectamente empastado, de texturas claras y acentos matizados, se benefició sin duda por la ausencia de mamparas protectoras en los vientos, lo que hizo incoherente el uso de mascarillas por el resto de los intérpretes y resultó en general algo temerario. Pero hubo un inconveniente, y es que los metales, especialmente las trompetas, no estuvieron a la altura del resto del conjunto, quizás más por una cuestión de dirección que de las propias prestaciones técnicas de los intérpretes. Lo cierto es que a las habituales entradas erráticas de las trompas en algunos pasajes, hubo que añadir una gramática punzante y obsesivamente repetitiva en las trompetas que empañaron algunos de los pasajes en los que intervinieron, y todo a pesar de que en el resto la batuta de Juanjo Mena se mostró acertada por su combinación de respeto, humildad y honestidad, lo que nos ahorró estridencias y maniqueísmos innecesarios.
Pero lo realmente abrumador de la velada fue el arte al violín de la joven granadina María Dueñas. Acudimos escépticos ante la cantidad de elogios y reconocimientos acumulados por la violinista desde muy temprana edad. Apostábamos a que obedecería una vez más a su prodigiosa técnica que a su convincente expresividad. Y la verdad es que tuvimos que reverenciar su talento en todas sus vertientes. Parece mentira que con tan solo diecisiete años se pueda conseguir un nivel de madurez expresiva tan alto. Pensar lo que hacíamos la mayoría a su edad provoca sinceramente vergüenza. Solo con mucho trabajo y perseverancia, y teniendo las cosas muy claras, se puede pulir un talento natural, o sobrenatural, a tan exquisito nivel. La suya fue una interpretación del concierto de Beethoven, con toda la dificultad que su popularidad y complejidad conlleva, absolutamente ejemplar y emocionante. No solo brilló en las cadencias, con florituras nada cargantes y un considerable componente sentimental que llegó literalmente a arrancarnos alguna lágrima, sino que tanto el allegro inicial como el larghetto que le sigue respiraron una atmósfera poética de una belleza arrolladora y un legato sin fisuras, mientras con el rondó final extrajo pura felicidad y un pulso muy atlético a la vez que delicado, sin dejarse arrastrar por esas corrientes recientes que afean el fraseo en beneficio de una austeridad más acorde a los presuntos usos de la época. Mena y la orquesta arroparon con mimo tanto en los diálogos como en los tutti que refuerzan el discurso solista. Antes hicieron una versión competente de la Obertura Egmont, y después, siguiendo el patrón clásico, una Sinfonía nº 7 esmerada en ritmo y texturas, sobria y elegante, decantándose por una jovialidad permanente y una especial atención a cada matiz de la partitura. Dueñas por su parte tuvo el detalle de tocar como propina, en su tierra y ante su gente, Recuerdos de la Alhambra de Tárrega, en transcripción de Ruggiero Ricci, una combinación de arpegios y pizzicati de muy difícil ejecución.
La intervención de Daniel Barenboim en el Festival se decidió en el último momento, y sin embargo fue la primera en agotar todas las localidades. Resignados a que nunca llegue a tocar en Sevilla el prometido recital de piano, no podíamos dejar pasar la oportunidad de escucharlo aquí en Granada, con cuyo festival tiene una amplia relación – durante muchos años acudió al frente de la Staatskapelle de Berlín – pero en el que no daba un recital de piano desde hace cuarenta años, como la Argerich. Además todo lo recaudado va a Cruz Roja Española para paliar los efectos de la pandemia, lo que nuevamente da medida del carácter desprendido, filántropo y altruista del inmenso artista. El privilegio de escuchar a Barenboim tocando a Beethoven en el doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento fue una experiencia trascendental, y de una emotividad que excede de todo lo que se pueda esperar. Que a estas alturas mantenga una digitación tan precisa y una articulación tan intacta solo se puede calificar de milagroso, pero que además sea capaz de decir cosas nuevas, indagar aun más en la partitura y extraerle nuevos resortes, es prácticamente inexplicable.
En Granada Barenboim programó dos obras descomunales del arte pianístico, sin las cuales no se entendería su evolución, dejando claro por qué se consideran así y cuál es su trascendencia, haciendo acopio de tanta capacidad visionaria como el autor albergó en su época. La suya fue una interpretación de la Sonata nº 31 tan envolvente y llena de sentimiento que si uno no se emociona quedan pocas cosas en la vida que puedan hacerlo. De una cantabilidad asombrosa, un equilibrio extraordinario y un intimismo sobrecogedor, sin énfasis innecesarios y sin renunciar a cierta oscuridad a pesar de poner el acento en su belleza melódica y espiritual. La profunda tristeza con la que la abordó encontró su punto álgido de dramatismo con esas notas secas e intensas in crescendi que una vez más llaman al destino omnipresente en la obra beethoveniana. Barenboim logró así una lectura elocuente de la página que confluyó en un final a corazón abierto, más pesimista de lo que se acostumbra a entender.
Después, las Variaciones Diabelli las atacó de forma orgánica, en tres bloques compactos sin respirar, puros torrentes de música, sentimiento y emoción. Aquí fue especialmente notable su capacidad para exponer con claridad académica todo aquello en lo que Beethoven se anticipó a su tiempo, el carácter temperamental y exacerbado de Liszt, la delicadeza de los impresionistas, el romanticismo extremo de Schumann y Chopin... Todo está en la partitura pero solo un grande entre los grandes puede dejarlo tan claro. Sus Variaciones estuvieron cargadas de tensión, espiritualidad y sarcasmo allí donde correspondía, con continuas transformaciones y cambios de humor que en sus manos resultaron de una sutileza y una naturalidad abrumadoras. Una reflexión tras otra, una concentración extraordinaria y una imaginación rebosante de vitalidad fueron algunas de las características que acompañaron en esta prodigiosa interpretación de una página tan trascendental para la historia de la música, así hasta la gran e intensa fuga final que le pone broche de oro. El público respondió con generosos aplausos, todos y todas en pie desde el primer segundo, pero una vez más sin dejar respirar la música, sin respetar esos segundos imprescindibles que deben mediar entre el reposo del artista y la demostración de admiración, como cuando se paladea un buen vino, en este caso uno excelente. Habría que inventar una nueva clasificación para genios como Barenboim, que vaya más allá... seis estrellas por ejemplo.