El pasado veinticinco de junio arrancó la edición número sesenta y nueve de este imprescindible del verano, el Festival de Granada, con un Réquiem de Mozart en la Catedral protagonizado por la Orquesta y Coro, incluido el Joven, Ciudad de Granada, bajo la batuta del prestigioso Andrea Marcon y las no menos extraordinarias voces de Carlos Mena, Katharina Konradi, Xabier Anduaga y Carlos Álvarez. Tal como informamos en su día en estas páginas, del 28 de junio al 7 de julio se celebró el Festival Digital, con la intervención virtual de Javier Perianes, Rocío Márquez, Fabio Biondi, Jordi Savall, Cañizares y Pepe Romero. Todo un cartel de lujo que precedió como un paréntesis entre el recuerdo a las víctimas y el canto de la esperanza, al arranque ya definitivo con público, manteniendo todas las medidas de seguridad y protección contra el virus, el jueves 9 de julio. De nuevo la Orquesta Ciudad de Granada y sus coros interpretaron entonces una Novena de Beethoven muy especial, con coros participativos a lo largo de las gradas del Palacio Carlos V.

En sus primeros días de andadura el festival ha dejado muy claro su vocación de referencia y calidad extrema, repitiendo esquemas que tanto éxito han dado en el pasado, pero con las energías renovadas de un nuevo equipo directivo que ha sabido conjugar a la perfección el legado recibido de entre otros su último director, Pablo Heras-Casado, presente como público en cada una de las citas que vamos a repasar, y unas ilusiones renovadas más si cabe con la amenaza de una situación que nos desborda y no provoca sino incertidumbre, especialmente en una disciplina tan delicada como es la cultura. Ninguna de las primeras citas a las que hemos acudido defraudaron, colmaron nuestras expectativas y nos reafirmaron en nuestra convicción de que la programación elegida alcanzaba la excelencia.

En ese esquema ya familiar encajó a la perfección el concierto matinal que celebró el conjunto vocal inglés Tenebrae, comandado por el ex King’s Singers Nigel Short, en el Monasterio de San Jerónimo el sábado 11. Un programa diseñado en torno al Officium Defunctorum, misa de difuntos que Tomás Luis de Victoria compuso a principios del siglo XVII, ilustrado con una introducción litúrgica anónima en forma de canto llano, el motete a seis voces Versa est in Iuctum del ursaonense Alfonso Lobo, quizás su obra más conocida, y el popular Misererede Allegri. Desde nuestra posición por detrás de las voces no pudimos apreciar en toda su extensión y complejidad el juego armónico de voces y texturas, ni siquiera cuando para interpretar la pieza de Allegri para doble coro, se emplazaron en dos grupos por delante y detrás de la mesa del altar. Solo pudimos apreciar la proyección de las voces hacia detrás y de lado, inapropiado pero suficiente para apreciar la calidad de unas voces extraordinariamente educadas así como para constatar que la suya sería una interpretación más celestial y etérea que sombría y fúnebre, como corresponde especialmente a la obra de Victoria. Fue una vez más la tradición polifónica inglesa, basada fundamentalmente en la belleza y la piedad más que en el tormento y la imploración del perdón divino, la que primó en esta versión ajena a la austeridad, no obstante satisfactoria como experiencia sensorial cargada de serenidad y espiritualidad, que hizo de alguna forma justicia a esta música de extraordinaria luminosidad.

Antonio Moral en su debut como director del Festival se ha apuntado un gran tanto consiguiendo que en él intervengan algunos y algunas de las más destacadas pianistas del panorama internacional, figuras legendarias que han concitado un enorme interés entre la afición y han venido a demostrar que a pesar de su veteranía no han perdido ni un ápice de su arte y aún han añadido más quilates a su magisterio. El desfile de grandísimos y grandísimas del teclado lo inició Grigory Sokolov ese mismo sábado por la tarde en el Auditorio Manuel de Falla. En realidad ofreció un doble concierto, a juzgar por los entusiastas aplausos de más de treinta minutos que le obligaron, con o sin ganas teniendo en cuenta su proverbial inexpresividad, a interpretar nada más y nada menos que cinco propinas, el famoso Preludio Op. 28 nº 20 en do menor de Chopin incluido. Pero bromas aparte, acudió al festival con el mismo programa que ya paseó por distintas capitales españolas el pasado mes de febrero, que domina a la perfección, sin partitura y con toda la versatilidad y férrea disciplina que le caracteriza. Ya desde los primeros acordes de la Fantasía y fuga K.394 de Mozart no pudimos evitar sentir un enorme escalofrío, contagiados de la emoción y la extrema belleza con la que fue capaz de afrontar esta página para algunos trasnochada, un estudio académico que trasciende su espíritu para convertirse en manos de un grande como él en un prodigio de contrastes dinámicos y coherencia dramática. El primer movimiento de la Sonata nº 11 también de Mozart sonó compacto y muy expresivo, pero fue el minueto central el que permitió un mayor vuelo lírico y un carácter ensoñador y bucólico extraordinario, mientras recorrió el popular allegretto final alla turca con sobriedad exenta de estridencias pero no de acentos convenientemente marcados. Con el Rondó K.511, tan sobrio como desconocido, desentrañó el Mozart más vanguardista y adelantado a su época, con una interpretación casi romántica de la pieza, ideal para conectar con Schumann, protagonista de la segunda parte del concierto a través de sus delicadas, y a veces soberbias, Bunte Blätter, hojas coloridas en la que el compositor vierte su doble y controvertida personalidad, pero que en manos de Sokolov no cayeron en la tentación de convertirse en un fuerte contraste entre lo meramente bello y sencillo y lo decididamente temperamental, encontrando el punto de equilibrio justo para ofrecer una versión tan lírica y delicada como fuerte, fresca e imaginativa.

La siempre elegante y en ocasiones literalmente milagrosa Elisabeth Leonsakja protagonizó el concierto del domingo 12 en el Palacio Carlos V, junto a la Orquesta Nacional de España y Josep Pons, tanto tiempo ligado a Granada mientras fue director titular de su orquesta. Por cierto, que la concertino invitada de la ONE, una flamante Lina Tur Bonet, protagonizó un impecable recital esa misma mañana en la Iglesia de los Santos Justo y Pastor, junto a Musica Alchemica. La suntuosidad del Carlos V, sede incontestable de este encuentro anual, no marida a la perfección con la demanda acústica, de forma que las orquestas se resienten de su sequedad y falta puntual de proyección, algo que no ocurre afortunadamente con la música de cámara. Así, a estos inconvenientes hubo que sumar las obligadas mamparas que protegían a los vientos, y la posible fatiga que pudiera ocasionar en toda la plantilla la imprescindible mascarilla. Con estos inconvenientes Pons desplegó una Sinfonía nº 27 de Mozart, de estructura clásica y operística, en la que primó la ligereza en el primer movimiento, mientras el segundo lo defendió con una muy particular pátina de misterio que fue lo más llamativo y logrado de la función, mientras el final resultó menos brillante y despreocupado de lo habitual. También en la archiconocida Sinfonía nº 40 hubo desequilibrios, con unos ralentizados primer y último movimientos, claros y concisos pero faltos de espíritu, frente a un andante de suma elegancia y un minueto efervescente y acelerado. Atento y respetuoso en su acompañamiento a Leonskaja, el Concierto nº 20 se benefició de la elegancia, la sinceridad y la humildad de la pianista georgiana, que también con mascarilla logró firmar una página antológica. Faltó quizás garra y mayor dramatismo en el arranque orquestal, pero la buena sintonía entre batuta y piano se tradujo en pasajes hermosísimos como una romanza llena de encanto y delicadeza y un allegro final brillante y jubiloso. Ella destacó especialmente en las cadenzas y tuvo el detalle de regalar como propina, a escasos metros del monumento homenajeado, La puerta del vino de Debussy.

Anoche fue Martha Argerich, leyenda entre las leyendas de arte pianístico, quien asomó en el festival, ausente desde el lejano 1979. Lo hizo junto al joven Renaud Capuçon, ofreciendo tras páginas inmortales de la música camerística, las sonatas nº 8 de Beethoven y 2 de Prokofiev y Franck, que sustituyó a última hora la inicialmente prevista de Schumann con igual numeración. Increíblemente ágil en todos los sentidos, la pianista argentina dio muestras de un dominio absoluto de la técnica, especialmente apreciable en un legato impecable, y la expresividad a través de un fraseo natural y elegante, sin cambios bruscos de registro y acentos siempre justos y delicados. Eso fue apreciable sobre todo en una Sonata en La mayor de Cesar Franck antológica, henchida de melancolía y ensoñación a lo que no fue ajeno el violín de Capuçon, a quien se agradece su homogeneidad de registro pero que acusa un timbre demasiado agudo que no siempre conviene a la página elegida, que como en la Sonata Op. 30 nº 3 de Beethoven exige más cuerpo, y sobre todo en la Op. 94 nº 2 de Prokofiev, donde la ironía a veces se difumina ante la falta de un mayor carácter y una intención más sarcástica de la interpretación. A pesar de lo apuntado, consecuencia de nuestra tendencia a buscar pormenores, juntos lograron una noche brillante y antológica, lo que unido al placer de disfrutar de una leyenda de la música como Argerich todavía en todo su esplendor, solo podemos calificar como experiencia irrepetible. No faltó sintonía ni buen gusto entre ambos intérpretes, imprescindible para que el conjunto resultara de tan alto grado de calidad y satisfacción y fuera tan celebrado por el privilegiado público asistente.