Don Juan Manuel, nuestro mejor cuentista medieval

Se cumplen 675 años de la muerte del autor de ‘El conde Lucanor’, la colección de ejemplos del primer prosista castellano de ficción, que fue nieto de Fernando III el Santo, sobrino de Alfonso X el Sabio y abuelo de Juan I de Castilla

Nuestro mejor cuentista medieval

Nuestro mejor cuentista medieval / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Fue una suerte, y una casualidad, que un príncipe (de Villena) se convirtiese en pleno siglo XIV en el primer impulsor de los cuentos en el idioma que estaba formándose aún, el castellano. Porque toda la prosa que la gente de cultura conocía por aquella época, y aun quienes ponían solamente el oído, eran traducciones al latín de lenguas orientales, como el Sendebar, aquel muestrario de la astucia femenina; o el Calila e Dimna, otra colección de cuentos de la remota India. Que un noble de la talla de Don Juan Manuel, nada menos que el sobrino del rey Alfonso X el Sabio (hijo de su hermano Manuel de Castilla), y por tanto nieto de Fernando III -que la Iglesia llegaría a proclamar santo- se dedicase al por entonces extraño oficio de ser literato constituyó para los futuros hispanohablantes la primera piedra de una literatura que estaba llamada a dar tan abundante fruto y no solo en la Península. Su trabajo le costó, porque el comentario generalizado de su entorno era que qué hacía un caballero como él dedicado a escribir cosas como aquellas. Pero Don Juan Manuel persistió hasta el fin de su vida de 66 años, y no solo escribió aquella colección de cuentos titulada Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, sino una docena de obras más dedicadas a la caza, a la historia, a los oficios de caballero y escudero, a las armas e incluso a la Asunción de la Virgen María y a la defensa del dogma de la Inmaculada Concepción.

Don Juan Manuel nació en 1282 en el Castillo de Escalona, hoy en día en la provincia de Toledo. Quedó huérfano de padre cuando solo tenía un añito y de madre –Beatriz de Saboya- cuando cumplió los ocho, de modo que su tutor fue el rey Sancho IV de Castilla. Es verdad que su abuelo, el rey Fernando III había ordenado el uso oficial del castellano en toda la documentación de su reino, en sustitución del latín, y que su tío Alfonso, después, había impulsado como nadie la llamada Escuela de Traductores de Toledo, donde convivieron judíos, musulmanes y cristianos en un ambiente multicultural como no se ha vuelto a repetir aquí, e incluso que fueron otros tíos suyos, como Fadrique de Castilla, quienes ordenaron traducir libros de cuentos del árabe, pero aquello de ponerse él mismo a escribir y pretender que su obra se conservase intacta y con su firma –algo tan parecido a lo que con los siglos sería la propiedad intelectual- era ya agua de otro molino. Pero así discurría Don Juan Manuel, el autor del célebre libro del conde Lucanor y de su maestro Patronio que puso a convivir en las mismas páginas a reyes y nobles y a burgueses y plebeyos y entre cuyos sucesos más o menos históricos se entremezclaban otros ficticios e incluso fabulosos, protagonizados por animales que habían derramado ya su enseñanza, muchos siglos atrás, en otras latitudes del planeta.

El chico, desde luego, no solo había estado atento desde pequeño a la amplia formación a la que había tenido acceso, sino que había sido capaz de interiorizar los chascarrillos que le oía a la servidumbre y los relatos que le había escuchado a los dominicos, cuya orden había cobrado por entonces tanta fuerza, de modo que encontró la mejor manera de enseñar deleitando narrando aquellos 51 relatos ejemplarizantes con la estructura de las cajas chinas, es decir, insertando cada anécdota dentro de una realidad más general que se parecía tanto a la suya, pues cada episodio empezaba con el conde Lucanor pidiéndole consejo a su ayo Patronio sobre alguna cuestión, planteada de un modo un tanto abstracto. El maestro, en vez de contestarle directamente, prefería contarle un cuento, del que se desprendía una enseñanza, que era la que ponía en práctica Lucanor, y le iba bien. Y entonces el propio narrador, volviendo a la realidad más superficial, decía que Don Juan Manuel, viendo la utilidad de la moraleja, la había puesto en aquel libro incluso sintetizándola en un par de versos. En aquellos episodios hemos leído todos, alguna vez, la historia del padre y del hijo que iban con una bestia y a quienes criticaron por desaprovechar el medio de transporte yendo a pie, con lo que decidieron que el hijo se subiese a lomos de la cabalgadura. Al rato se encontraron con unos caminantes que le afearon al muchacho ir subido en la bestia mientras el padre, más anciano, tenía que ir andando, con lo que padre e hijo intercambiaron sus posiciones. Fueron otros los que criticaron que el padre fuera subido en la bestia mientras el hijo, tan tierno, tuviera que ir caminando. Y entonces se subieron los dos al animal, y también hubo quien criticó el maltrato a que lo sometían. Con lo que la moraleja se desprendía sola: hagas lo que hagas, siempre habrá quien te lo censure.

¿Quién no recuerda, en El conde Lucanor, cuando este le cuenta a su maestro que un amigo lo había halagado mucho antes de proponerle un negocio? Entonces Patronio le cuenta la historia del cuervo que tenía un queso en el pico y una zorra que quería aquel queso... Bastó con que la zorra halagara excesivamente al cuervo, piropeándolo hasta el punto de aventurar que tendría una preciosa voz para que el cuervo comenzara a cantar, con lo que se le cayó el queso al suelo y la zorra se lo llevó. ¿Y quién no recuerda, también en El conde Lucanor, la historia de Doña Truhana, una versión del cuento de la lechera que tiene sus concomitancias con el ciclo hindú Panchatantra? ¿Y quién ha olvidado aquella historieta del hombre rico que empobreció hasta el punto de no tener más que altramuces para comer y que se consoló al comprobar que, detrás de él, había otro hombre que había sido más rico aún y que se comía las cáscaras de los altramuces que él iba tirando? Otro cuento venía al caso porque un hombre le había dicho al conde que si le daba dinero para comenzar, él podía proporcionarle muchas riquezas, y entonces Patronio le refiere la historia del pícaro que le ofrece al rey unas bolitas de oro que fabricaban mucho más oro, aunque el rey ignoraba, claro, que cada bolita estaba fabricada con una sola moneda mientras que pagaba tres monedas por cada bolita. La enseñanza era que nunca debía guiarse, en asuntos de dinero, por consejos de un pobre... Las historias son tan diversas que el propio Don Juan Manuel insiste en uno de los prólogos que “será maravilla si cualquier cosa que le suceda a cualquier hombre no se encuentre en este libro su semejanza con lo que le sucedió a otro”. Dicho de otro modo, que el mundo es muy viejo para que sucedan cosas nuevas. Y por eso los cuentos del conde Lucanor son un clásico que hay que revisitar constantemente, generación tras generación, incluso ahora que se cumplen exactamente 675 años de la muerte, probablemente en Córdoba, de Don Juan Manuel.

Un lector voraz

Antes de escribir tanto, Don Juan Manuel había sido necesariamente un lector insaciable. Se conocía, evidentemente, lo más granado del llamado mester de clerecía, desde el Libro de Apolonio al Libro de Alexandre, pero también los tratados de Raimundo Lulio y, por supuesto, la obra histórica de su tío Alfonso, tan sabio. Había leído, sin duda, la Disciplina clericalis de Pedro Alfonso, y todas las traducciones de cuentos orientales. Leyó toda su vida, y fue en sus últimos años cuando se retiró de su intensa vida política al Castillo de Garcimuñoz, en Cuenca, entregado a la literatura. Muy orgullo de lo que había escrito, reunió toda su obra en un solo volumen y lo dejó en el convento de San Pablo, en Peñafiel (Valladolid), una copia para que no sufriera alternaciones de los copistas.

Tres matrimonios y todos sus hijos, ‘Manuel’

Don Juan Manuel se llegó a casar tres veces. La primera, con solo 17 años, contrajo matrimonio con Isabel, la hija de Jaime II de Mallorca, pero la muchacha falleció dos años después. Entonces el infante, que todavía no era escritor, pidió la mano de Constanza, la hija de Jaime II de Aragón, que solo tenía seis años. Tuvo que esperar al menos a que cumpliera doce para casarse con ella. Y con Constanza tuvo tres hijos, con los que comenzó su tradición de llamar Manuel, como su padre, a toda su descendencia, fueran niños o niñas. La primera, de hecho, fue Constanza Manuel de Villena. Los otros dos, Beatriz Manuel de Villena y Manuel de Villena, morirían muy jóvenes. Como la madre. Así que Don Juan Manuel se habría de casar una tercera vez, con Blanca Núñez de Lara, con quien tuvo otros dos hijos: Fernando Manuel de Villena y Juana Manuel de Villena. Esta última se casó con Enrique de Trastámara y su hijo sería el rey Juan I de Castilla, con lo que don Juan Manuel fue nieto de reyes y abuelo de reyes. Por otro lado, Don Juan Manuel tuvo además otros dos hijos ilegítimos con Inés de Castañeda. A uno le puso de nombre Sancho Manuel y al otro, Enrique Manuel.

Intensa vida política

La vida pública de Don Juan Manuel no pudo ser más intensa. En el año 1325, fue nombrado por Alfonso XI adelantado mayor de Andalucía, y el 29 de agosto del año siguiente derrotó a los granadinos en una batalla, la del Guadalhorce, en la que murieron 3.000 musulmanes. Esa postura cristiana no le impidió haberse enemistado con el propio Alfonso XI por no querer casarse este con su hija Constanza. Le había declarado incluso la guerra con la ayuda del rey de Granada, pero luego hizo las paces y recobró el cargo de adelantado mayor de Murcia. También participó en la batalla del Salado contra los benimerines, y en la conquista de Algeciras. No en vano, él mantuvo por sí mismo un ejército de mil caballeros y hasta llegó a acuñar moneda propia, como hacían los reyes, desde su aldea de El Cañavate, en Cuenca, cosa que no agradó demasiado a los monarcas, ni a Fernando IV ni a Alfonso XI. Fue ya con más de 50 años cuando se retiró de todo para consolidar su faceta de escritor. Desde luego, tenía mucho que contar. En sus cuentos se aprecia la experiencia vital y la capacidad de penetración psicológica en los personajes, tan reales como la vida misma. Su obra, después de que la leyeran provechosamente genios de nuestra literatura como Cervantes, Lope de Vega o Baltasar Gracián, sigue vigente en el canon oficial. Hasta el punto de que se sigue leyendo en los institutos, lo cual es la prueba de fuego en una época en la que tanto se repudia a los clásicos en favor de las modas.