No se puede cuestionar que Rocío Molina es la figura más mediática del baile. La mejor es la que a cada uno le guste, y ella tiene una legión de seguidores en todo el mundo, en parte porque cada obra suya es un desafío, y hasta una provocación. Si bailara con bata de cola y un cuadro de palmeros –o de palmeras, mejor–, no sería lo mismo porque en esta faceta las hay mucho mejores que ella. Ahora, encontrar en el baile flamenco a una bailaora capaz de hacer lo que sea para llenar teatros y estar siempre en el candelero, eso es tremendamente difícil. Digamos que no tiene prejuicios a la hora de montar espectáculos y que tiene más que superado lo del baile puro o moderno. Ella baila, a secas, cada día menos flamenca –hace años que dije que se aburría con este arte–, lo que sea. Se desnuda si hace falta, lo hizo anoche de nuevo. Un despelote de aúpa. Y hasta ha sido capaz de quedarse embarazada para contar la aventura invitro sobre un escenario. La podría haber contado igual sin la preñez, pero entonces no estaríamos refriéndonos a la malagueña, una especie de Cuenca o Carbonera de este tiempo. Juana, su futura hija, tiene ya siete meses y no se extrañen si naciera en un escenario. El día que nazca –anoche nos libramos, gracias a Dios–, se acabó Grito pelao, la obra más arriesgada y singular del nuevo genio del baile, de dos horas de duración. La historia de una lesbiana soltera que se insemina para quedar preñada y contarlo a través de la música flamenca con una puesta en escena de cine y momentos verdaderamente bellísimos. Eso sí, de flamenco, lo mínimo, tres o cuatro pinceladas de mucha ojana para justificar que la obra esté dos días en la Bienal sin que detengan al director. Rocío y Silvia podrían haber contado lo mismo, aunque tampoco es que tenga mucho interés un embarazo a través de la inseminación artificial, y menos para llevarlo a un escenario. Pero lo podrían haber contado con más y mejor flamenco, aunque solo hubiera sido porque estaban en un festival que, al parecer, es de arte flamenco. Pues lo de anoche no tuvo ni la maldita gracia flamenca, sinceramente. Obra perfecta técnicamente, pero lenta, anodina y absurda por momentos. Lejos de la Bienal,Grito pelao, que ni el título lo entiendo, puede ser interesante por el hecho de la maternidad y el rollo lésbico. Pero traer esto a la Bienal es algo que no aporta nada, solo venta de entradas, unas tres mil en dos días, y se acabó. Es verdad que Silvia Pérez es un espectáculo, con una voz que parece salir del sombrero cordobés de Pepe Marchena. ¡Qué voz, Dios! Y que Rocío amagó en un taranto, en unas alegrías y una soleá, pero sin dar. Es decir, dejándonos siempre con la miel en los labios. “¡Baila un poquito, hija!”, le dijo una mujer que no quería enfadarla mucho. Les juro que estuve a punto de dar un grito, pelao o con pelos, da igual, pero uno tiene que estar en su sitio. O sea, encajonado en una butaca unas dos horas, sin poder respirar siquiera y más aburrido que Tomasito en una conferencia de Aznar sobre el buen rollo europeo. Rocío se desnudó por completo, sí, lo hizo, dejando ver su toto pelao, que lo del título sería por esto. Incluso se dio un chapuzón que me recordó a una escena de Raquel Welch, el mito erótico del cine de los sesenta y los setenta. Y todo para contar que fue inseminada en marzo y que en dos meses, si Dios quiere, estará Juanita, que así se va a llamar la niña, dando ruido en las revistas. Qué pena de la Bienal de Flamenco.
Teatro de la Maestranza, 18 de septiembre. Grito pelao. Baile: Rocío Molina y Lola Cruz. Cantante: Silvia Pérez Cruz. Guitarra: Eduardo Trassierra. Entrada: Lleno. Calificación: ***