Bienal de Flamenco

Érase una vez… Rafael Riqueni

Con la curiosidad y la dulzura de un niño el guitarrista sevillano volvió a emocionar al público del Real Alcázar con el estreno de ‘Nerja’, una fábula sobre el descubrimiento de las cuevas

Rafael Riqueni, en su concierto en el Alcázar.

Rafael Riqueni, en su concierto en el Alcázar. / Juan Bezos

Sara Arguijo

Sara Arguijo

Érase una vez un guitarrista al que la vida se le complicó tanto que llegó a olvidar quién era y tuvo que empezar a redescubrirse desde cero. En esos años, en los que se sentía perdido y vacío, Rafael Riqueni, que era entonces una de las grandes figuras del flamenco, no tenía fuerza ni paciencia ni para sujetar su sonanta.

Fueron tiempos duros en los que, como cuenta el documental que repasa esta difícil época entre psiquiátricos y adicciones, su meteórica carrera quedó destruida hasta que con mucha ayuda, esfuerzo y disciplina recuperó la ilusión, la curiosidad y las ganas de aferrarse al mundo y logró escapar del hoyo. Como si por fin, tras una incansable lucha personal, se hubiera dado cuenta de aquello que decía Camus. Que hasta en medio del invierno puedes descubrir dentro de ti un verano invencible.

Así, con la sorpresa del niño que abre los ojos por primera vez y formulando con ingenuidad y ternura las preguntas más simples -y complicadas-, el músico sevillano volvió a los escenarios regalando momentos mágicos y conmovedores que la afición guarda en su retina. Porque, de algún modo, otros grandes guitarristas ayudaron a sobrevivir con su ausencia, pero ahora que esos no están, sienten que Riqueni ha vuelto para quitarles la orfandad con su guitarra serena y enseñarles una manera más pura de amar.

Desde entonces, en este cuento, cada reencuentro con Riqueni, como el que se produjo este martes en el Real Alcázar, es un acontecimiento donde nos permitimos compartir sus sueños. De ahí la reunión de artistas que se juntó en el patio de butacas para verle, de Serranito a David de Arahal, pasando por Joni Jiménez, Juan Campallo, Alfonso Losa o Vanesa Coloma, entre otros.

Es decir, lo de menos es que apareciera más tibio o despistado que otras veces porque lo que queremos es verle jugar, acompañarle en su aventura y reconciliarnos con el niño que fuimos. Esos que en un incidente fortuito descubrieron las cuevas de Nerja y cuya historia, bajo iniciativa de José Luis Ortiz Nuevo y Antonio Benamargo, da pie al espectáculo que estrenó esta noche. Y también los que aprenden a desafiar su miedo poniendo su mano a las furiosas palomas del Parque de María Luisa, una de sus obras claves de la que sonaron piezas bellísimas como La glorieta de Bécquer o las Bulerías del parque.

Sus composiciones intimistas y expresivas, que se mueven entre el romanticismo español, la música clásica y lo flamenco, destacaron especialmente cuando el guitarrista, distinguido con el Giraldillo Ciudad de Sevilla en la Bienal de 2020, se unió a la chelista, Gretchen Talbot, protagonizando ambos un diálogo de exquisita belleza y sensibilidad en la que los dedos de Riqueni parecían dibujar el aire. Claro que, consciente del foro, quiso Riqueni también desplegar la flamencura que le nace orgánica por granaína, soleares, soleares por bulerías, tangos y otras creaciones de discos como Herencia, acompañándose del toque cómplice de Salvador Gutiérrez y Manuel de la Luz.

Como telonero de lujo abrió el recital un virtuoso y sofisticado Alejandro Hurtado, una de las sonantas con más futuro y que tienen más discurso de lo jondo. El alicantino evidenció así su absoluto dominio de las armonías, la técnica pulcra que maneja, y la delicadeza con que recorre el mástil en una excelente rondeña, tributo a Ramón Montoya, farruca y seguiriya propias y un homenaje a otro sevillano, Niño Ricardo, titulado Gitanería arabesca.

Por ahí se oía el llanto inquieto de un bebé intranquilo que a la nada se calló. El poder reparador de la música, ya saben. Y colorín colorado, este cuento no ha acabado.