Hoy arranca el Adviento: la intensa novela de la mujer que parió a Dios

La Iglesia comienza hoy el tiempo más esperanzador de todos, el de la espera del nacimiento del Niño Jesús, cuyas extrañas vicisitudes para la madre constituyen algunas de las páginas más emblemáticas de la literatura evangélica

Hoy arranca el Adviento: la intensa novela de la mujer que parió a Dios

Hoy arranca el Adviento: la intensa novela de la mujer que parió a Dios / Álvaro Romero

Álvaro Romero

De entre todas las religiones del mundo, la cristiana –principal afluente de la judía- tiene un trasfondo verdaderamente humano porque parte de un Dios parido por una mujer: el Niño Jesús al que da a luz María. Es cierto que muchos héroes trascendentes de otras mitologías iniciáticas también habían sido productos de la relación –consentida o no- entre una mujer y algún dios, pero Jesucristo es el primero que no solo se entiende como el auténtico Dios (con esa mayúscula tan propia del monoteísmo), sino que precisamente su particular divinidad radica también en lo que tiene de humilde. Más allá de ese misterio bautizado con el nombre de la Santísima Trinidad (Dios que es Padre, Dios que es Hijo y Dios que es también su propio Espíritu, Santo), el verdadero personaje divino de ese trío que lidera el cristianismo es, evidentemente, Cristo, el hombre en el que se encarna Dios gracias a que nace de una mujer de la que nace asimismo la propia religión e incluso en la que se inicia esa segunda parte de La Biblia que es el Nuevo Testamento. Sin María, no habría historia.

Y ese relato maravilloso en el que se basa el cristianismo, que termina con la Resurrección de su Dios después de haber sido ejecutado por el ser humano, empieza precisamente hoy dentro de la Iglesia con el primero de sus tiempos litúrgicos, el del Adviento, del latín adventus, que significa venida o llegada. La palabra procede del verbo advenire, que remite a “llegar” y que está formado por el prefijo ad-, que marca “cercanía”, y el verbo venire. Quien tiene que venir, claro, es el mismísimo Dios, esta vez convertido en hombre, y para ello es necesaria la concurrencia de una mujer que lo pare, mucho más anónima que el padre putativo, el carpintero José, de quien se señala su ascendencia; una mujer con la condición de que sea virgen y cuyo festivo punto culminante, cuya meta de este tiempo llamado Adviento, es la Natividad, el Nacimiento de Dios transmutado en hombre que empieza por donde empiezan todos los hombres: por nacer.

El último de los evangelistas canónicos, Juan, el más poético de todos, se refiere al principio a la Virgen María indirectamente, al establecer esa metáfora tan usada por la Iglesia durante siglos: “Y la Palabra se hizo carne / y habitó entre nosotros”. Es decir, la PalabraVerbum en latín- que va con mayúscula porque es la Palabra de Dios, el único testimonio histórico de ese Dios que se materializó así, hablando, frente al patriarca Abraham y frente a todos los demás profetas que vinieron luego, se convierte ahora en carne, en cuerpo presente, gracias a la carne de una mujer que lo pare como todas las madres del mundo, aunque sin la intervención de ningún varón, sino del Espíritu de Dios, que es el verdadero padre. El cristianismo se basa, pues, en la materialización del logos, en la encarnación de la palabra, en la concreción de lo abstracto, en el misterio cuasi pedagógico de que el espíritu de Dios tenga que convertirse en el cuerpo de Dios para hacerse más evidente –más fácil de asimilar, de comprender- al ser humano. Y en la nueva génesis de esa transformación de un Dios espiritual en un Dios carnal –maravilloso binomio platónico- interviene una mujer cuya esencial sencillez no será óbice para que el cristianismo católico la convierta luego en Reina de todas las letanías posibles: del Cielo, de los Ángeles, de los Profetas, de los Apóstoles... en Estrella de la mañana, en Salud de los enfermos, en Consolación de los afligidos, es decir, en oficialmente reconocida como Madre de Dios. Pero toda esa solemne consideración vendría siglos después. Al principio, el protagonismo solo lo tuvo la Palabra, porque, como dice San Juan en su Evangelio, el cuarto y último, “la Palabra estaba junto a Dios, / y la Palabra era Dios”.

El primero de los evangelistas, por su parte, Marcos, ni siquiera menciona a María en el arranque de su relato, sino que focaliza directamente a Juan el Bautista como la esencia de este Adviento que arranca tan estrechamente hoy; este 2023 es uno de esos años en los que las cuatro semanas de este primer tiempo litúrgico termina exactamente el día de Nochebuena. Marcos cita directamente al profeta Isaías para arrancar su relato: “Mira, envío mi mensajero delante de ti, / el que ha de preparar tu camino. / Voz del que grita en el desierto: / ¡Preparad el camino al Señor; / allanad sus senderos!”. El evangelio de San Marcos omite toda referencia al nacimiento mismo de Jesús y se centra en su primo segundo, El Bautista, “vestido con pelo de camello”, que “llevaba una correa de cuero a su cintura” y que “se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre”. Juan predica –aunque un tanto infructuosamente- la llegada de Jesús. Y por eso Juan encarna en sí mismo el Adviento. En el siguiente capítulo de su relato, ya aparece Jesús, que viene desde Nazaret de Galilea para ser bautizado por él en el Jordán...

El misterio de un embarazo divino

Los otros dos evangelistas, Mateo y Lucas, son quienes verdaderamente le dan todo el protagonismo a María al comienzo de sus relatos. Mateo se refiere primeramente a José, el hombre con el que se iba a casar María y que se sorprende, naturalmente, al enterarse de que su novia estaba ya embarazada, constándole a él como le constaba que era imposible, al menos por lo que respectaba a él mismo. Como “era justo y no quería denunciarla, decidió separarse de ella en secreto”, cuenta el evangelista. Sin embargo, “el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo:José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María como esposa tuya, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Cuando José despertó, hizo todo lo que el ángel le había mandado. Otro ángel –arcángel para más señas-, llamado Gabriel, se le había aparecido a ella. Pero eso solamente lo cuenta Lucas, que es quien más detalles aporta de lo sucedido en ese proceso sobrevenido de maternidad a aquella muchacha que rondaría los 15 años... Podría decirse que Lucas es el evangelista del Adviento. “Envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una joven prometida a un hombre llamado José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María”, escribe San Lucas, que continúa con un relato y un diálogo archiconocidos en la historia de la Iglesia: “El ángel entró donde estaba María y le dijo: ‘Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo’. Al oír estas palabras, ella se turbó y se preguntaba qué significaba tal saludo. El ángel le dijo: ‘No temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin”. Es de suponer que la sencilla María no entendería de todo aquello más que la sorpresa de que iba a quedarse embarazada. Y por eso preguntó, lógicamente: “¿Cómo será eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. En otras traducciones se dice que preguntó: “¿Cómo será eso, si yo no conozco varón?”. Pero Gabriel tenía la respuesta preparada: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios”. Además, como Lucas comienza su Evangelio precisamente con el milagroso embarazo de la prima de María, la ya anciana Isabel, el propio arcángel le pone el ilustrativo ejemplo a María: “Mira, tu parienta Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que todos tenían por estéril”. La respuesta conclusiva de María a toda esta conversación con el arcángel es la que la Iglesia toma como la semilla de la Salvación: “Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices”. En otras traducciones se dice aquello de “Hágase en mí según tu palabra”. Y otros relatos refieren que María dijo simple, lacónicamente “”. Sea como fuere, María aceptó quedarse embarazada de Dios y, de paso, abrió la puerta en aquel instante a la futura religión del cristianismo.

El Magníficat

Lucas sigue relacionando, en los primeros compases de su Evangelio, a las dos primas: a María y a Isabel. Como la primera es mucho más joven, es ella –todavía al comienzo de su gestación- la que visita a su prima en los últimos meses de su embarazo. “Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño empezó a dar saltos en su seno”. El niño era Juan El Bautista, claro. “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, cuenta Lucas que le dijo Isabel a María. Dos mujeres con dos niños en sus senos. Pura sororidad entre lo divino y lo humano. Isabel se pregunta, asombrada: “¿Cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme?”. Porque Isabel intuye o sabe ya que el Niño que lleva su prima dentro es el Señor... “En cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno”, le cuenta Isabel a su jovencísima prima, y le añade: “¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. También Isabel ha creído, claro, pero ella reconoce que en quién se ha fijado especialmente Dios es en María. Y por eso esta, en el único arrebato poético que se le conoce en todos los Evangelios, entona ese Magníficat que San Lucas y la propia Iglesia le atribuyen a una mujer, por lo demás, tan tímida. “Mi alma glorifica al Señor, / y mi espíritu se regocija / en Dios mi Salvador, / porque ha mirado / la humildad de su sierva”. El poema es largo y con enjundia, y por eso sorprende tanto que el personaje María lo hubiera hilvanado tal cual, pero es lo que tiene en literatura la evolución de los personajes: “Desde ahora me llamarán / dichosa todas las generaciones, / porque ha hecho en mí / cosas grandes el Poderoso. / Su nombre es santo, / y es misericordioso siempre / con aquellos que le honran”, escribe Lucas. Y continúa el texto que es, en rigor, un salmo de acción de gracias en el que se insiste en la predilección de Dios por los más pobres y desvalidos. “Desplegó la fuerza de su brazo / y dispersó a los de corazón soberbio. / Derribó de sus tronos a los poderosos / y ensalzó a los humildes. / Colmó de bienes a los hambrientos / y a los ricos despidió sin nada. / Tomó de la mano a Israel, su siervo, / acordándose de su misericordia, / como lo había prometido / a nuestros antepasados, / en favor de Abraham / y de sus descendientes para siempre”.

En esta última parte, el Magníficat hace referencia a la historia del pueblo de Israel, sin la cual –larguísimo antecedente- no se podría entender el carácter redentor de Jesús, y subraya además que, como ha ocurrido siempre, el Señor elige a los sencillos para engrandecerlos a costa de los poderosos; lo que hizo con su pueblo frente al poderoso Faraón de Egipto, por ejemplo; lo que acaba de hacer con María frente a todos, el pueblo de Israel, el Imperio romano, el mundo.

En un pesebre

La interesantísima novela de la Virgen María, contada por Lucas, sigue cuando el emperador Augusto manda hacer un censo para controlar a la población. Como José era de la estirpe del rey David, tienen que ir desde Galilea hasta Belén, en Judea. María estaba a punto de dar a luz. Y fue allí, en Belén –no tan casualmente, pues los profetas ya lo habían dicho-, donde la pareja buscó posada sin encontrarla. Finalmente tuvo que ser en un pesebre, dentro de un establo, donde Dios, en forma de Niño, volvió a ver la luz, esta vez como hombre. Los pastores no tardan en acudir al sitio para glorificar al niño porque un ángel se les aparece y los pone al corriente de quién es ese Niño...

También Lucas refiere la presentación del Niño en el templo. Allí la familia, sagrada ya, se encuentra con Simeón, un hombre predestinado a no morir mientras no viera al Mesías. “Este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción y a ti misma una espada te atravesará el corazón”, le dice el anciano a María. También se acerca a ellos la profetisa Ana, que al ver niño se pone “a dar gloria a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén”.

Los sabios de Oriente y un rey malvado

Solamente Mateo refiere que “unos sabios de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntado” dónde estaba el rey de los judíos que acababa de nacer. Los ingenuos magos –cuyos nombres no aparecen en los Evangelios- no tienen otra puntería que preguntárselo al rey Herodes, quien convoca a todos los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley, que le refrescan la memoria sobre lo que ya habían escrito sobre Belén. “Y tú, Belén, tierra de Judá, / no eres, ni mucho menos, / la menor entre las ciudades / principales de Judá; / porque de ti saldrá un jefe, / que será pastor de mi pueblo, Israel”. Herodes les dice a los magos que vayan a adorar al niño y que luego vuelvan porque también él quiero adorarlo. Pero los magos encuentran a la familia, ofrecen al recién nacido oro, incienso y mirra y se vuelven a sus países por otro camino porque otro ángel les advierte en sueños de que las intenciones de Herodes no eran las mejores. De hecho, no se sabe si fue el mismo ángel el que se le presenta a José en sueños para que huya con su mujer y el niño a Egipto. Herodes, que se ve burlado por los sabios, no tarda en mandar matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca que tuvieran menos de dos años. Jeremías, el profeta, ya había escrito tantos siglos antes unos versículos que hoy, en pleno siglo XXI y con la guerra entre Hamás e Israel en todos los telediarios, no deja de arrugarnos el corazón: “Se ha escuchado en Ramá un clamor / de mucho llanto y lamento: / es Raquel que llora por sus hijos, / y no quiere consolarse / porque ya no existen”.

Aquellos santos inocentes murieron para defender al Inocente por antonomasia: a aquel niño que iba a morir por todos más de treinta años después. De modo que María y José se vuelven a Nazaret en cuanto el ángel se lo indica. María “guardaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón”.

La madre de un adolescente

Pasan los años y Jesús cumple doce, y es entonces, mientras la familia va a Jerusalén para celebrar la fiesta de la pascua, cuando ocurre aquel episodio que solamente cuenta Lucas en el que el chiquillo se pierde y, al cabo de tres días, después de que sus padres abandonaran la caravana de vuelta para volverse a Jerusalén, “lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían estaban sorprendidos de su inteligencia y de sus respuestas”. La madre no podía creerse lo que veía. Y se lo reprochó con suavidad: “Hijo, ¿Por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado angustiados”. Lo que una madre tiene que soportar de un hijo adolescente solamente lo sabe ella. “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”, contestó Jesús. Y pese a ello su madre seguía guardando todos esos recuerdos en su corazón, mientras el muchacho seguía “creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y antes los hombres”. La siguiente ocasión en que aparece en los Evangelios la Virgen, concretamente en el de Juan, María asiste a una boda... Allí estaban también su hijo y algunos de sus discípulos. Y falta el vino. Y ella se lo dice, y el hijo, ya un hombre, le reprocha que su hora aún no había llegado. Pero las madres ven lo que nadie sospecha... “Haced lo que él os diga”, les dice María a los sirvientes, antes de que el agua se convirtiera en vino, sin sospechar entonces que iba a seguir diciendo eso mismo hasta la eternidad.