La historia interminable del flamenco en un solo libro

El escritor de Paradas Eduardo Pastor aglutina en una obra que se bebe como el mejor vino, a sorbos sentidos, todo lo que se sabe hasta el momento de un arte que se entiende milenario pero que apenas tiene dos siglos en su carné de identidad

Álvaro Romero

El flamenco, como manifestación artística que no solo incluye el baile, el toque y el cante, sino la literatura que lo sostiene -como ha de recordar José Cenizo Jiménez en una cita incluida en este libro- tiene tantas ramificaciones por delante y por detrás en el tiempo que es difícil acapararlo de una vez, en una sola obra, en una época concreta, en una comarca cantaora, en un grupo de artistas, en varias anécdotas o realidades históricas. Desde ese reconocimiento humilde y concreto, el escritor de Paradas (Sevilla) Eduardo Pastor Rodríguez ha publicado en la editorial Almuzara uno de esos títulos que tanto le gustan a la casa bajo el epígrafe de “Esto no estaba en mi libro de Historia del”, en este caso del Flamenco. En un interludio del libro –de solo trescientas páginas que se beben por la prosa ágil de su autor-, el escritor hace parada y fonda en su propio acicate para terminar una obra de estas características, en plena pandemia del coronavirus, y confiesa tan sincero: “Hasta que se ha sorprendido a sí mismo mendigando un trozo de historieta en las páginas de un libro escrito por el listillo de casi siempre. Ahí fue donde se ha dado cuenta de que el pozo no tiene fondo y si sigue así, la cosa terminaría con puñaladas al alba”. En vez de tal extremo, el también autor de la biografía novelada de Fernando Villalón, centauro de pena, publicada asimismo en Almuzara hace ahora cuatro años, se echó la manta a la cabeza, es decir, la hemeroteca, sus libros, sus vivencias y sus viajes por toda Andalucía y más allá y se sentó frente al ordenador para darle cierto orden no a lo que él sabía de flamenco, sino a lo que se sabe de flamenco.

De ahí la intensa y extensa bibliografía, la puntillosa cronología, la generosa lista de citas sobre lo que es y no es flamenco de artistas e intelectuales de todos los rincones del mundo y un índice que ofrece las pistas de tantas curiosidades como podrían constituir en sí mismas libros aparte, como los capítulos dedicados a esos gigantes que fueron Manolo Caracol o Antonio Mairena, la relación del flamenco con la saeta, con los toros, con las tumbas de sus protagonistas, con los intelectuales a favor o en contra de la propia fiesta –entendida como rito o como jarana-, con los niños prodigios, con el río Guadalquivir o con los extranjeros que han llegado a saber más del flamenco que los propios andaluces. Para ilustrar sobre todo ello, el autor dispone todo su material en una especie de libro de viajes por las esencias del flamenco, por el tiempo y por el espacio, empezando por el reconocimiento de ese origen incierto de la manifestación artística y de la propia palabra “flamenco”, antes de arrancar con la yegua tropezona de Tragabuches, aquel José Ulloa de Arcos de la Frontera a finales del siglo XVIII que citan Demófilo, el propio Miguel Hernández en la enciclopedia taurina donde escribía a las órdenes de José María de Cossío y hasta Fernando Villalón...A continuación, se detiene en el Planeta, bautizado como Antonio Monge Rivero, aunque más mitificado que investigado hasta que, como reconoce con justicia el autor del libro, nuestro crítico de El Correo de Andalucía, Manuel Bohórquez, “se patea medio registro civil de Andalucía, más padrones municipales (...) para poner las cosas en su sitio y para que los que dudaron entonen un ruega por nosotros pecadores por soleá, si es que la soberbia se lo permite”. Con la duda se refiere Pastor a quienes pusieron en solfa la aseveración de Manolo Caracol de que el Planeta era su bisabuelo. Lo era.

El libro empieza desde muy pronto a trufarse de citas literarias de autores, tanto los muy relacionados con el flamenco como los que no lo parecían, y parte de la cuna de de todo: Cádiz, en cuyo Barrio de Santa María –bien pateado por el autor- se recuerda que nacieron la legendaria Pepa de Oro, responsable de aflamencar la milonga argentina antes de que Pepe el de la Matrona bordase los cantes de ida y vuelta; Enrique el Mellizo, Tomás el Nitri y Aurelio Sellés, uno de esos flamencos fundamentales que hubiera dado para una novela o para una saga desde el hecho de que fuera el último de veintidós hermanos, o sea, que bien podría decirse que estuvo a punto de no nacer y sin embargo le dio la vida para toda una aventura, desde que embarca de polizón en un vapor rumbo a México hasta que llega accidentalmente a La Habana para ser torero, pasando por aquel capítulo de 1953 en que le canta a la mismísima Reina de Inglaterra en su coronación de Buckingham Palace. Del mismo barrio gaditano fueron también La Perla o Adela la Chaqueta. Y de El Mentidero, Pericón y Beni de Cádiz, que también tienen carrete para varios libros, aunque Pastor –que nunca cansa al lector- solo va dando tiritos como regalos de divertida divulgación. Del Beni, por ejemplo, cuenta que murió dos veces, no solo la vez de verdad, el 22 de diciembre –mismo día que Bécquer- de 1992, sino en aquella ocasión en que un periódico de Madrid lo dio por muerto porque tuvo que guardar cama a causa de una grave enfermedad. La cosa fue en 1959 y la noticia se divulgó tanto que el mundo flamenco le llegó a dedicar un portentoso homenaje en el Teatro Falla de Cádiz, organizado por la Niña de los Peines, porque no se sabía que el muerto estaba bien vivo.

Un payo que canta mejor que yo

Lo dijo nada menos que el Fillo, que aparte de ser un acaudalado herrero y tratante de bestias, fue uno de los más prestigiosos cantaores de su tiempo, en Jerez de la Frontera, otro epicentro indudable del que dice Pastor que es el único lugar del mundo donde se vive el flamenco en todas partes, hasta en el despacho del notario. El Fillo paraba mucho en una posada del barrio de Santiago, donde trabajaba de mozo para todo un muchacho con buen oído que se llamaba Silverio y que tenía un apellido muy raro: Franconetti. Después de conocerse, El Fillo y Silverio echaron un mano a mano en el cante hasta que se quedaron roncos. Al salir, el viejo cantaor reconoció en medio de todos que tenía una mala noticia: “ha salido un payo que canta mejor que todos nosotros”. Cuenta Pastor que María la Borrico dudó para siempre de aquello, aunque Manuel Molina afirmara que el que no fuera a escuchar a Silverio “es que no tenía vergüenza”.

De los cafés cantantes al Concurso de Granada

Sobre ese negocio flamenco que marcó una larga época entre los siglos XIX y XX, ilustra muchísimo Pastor, empezando por el primero que se fundó en Sevilla, llamado Cabeza del Turco, en la calle Sierpes y que hasta retrata Manuel Chaves Nogales en su primer libro, La ciudad. A partir de esos años en que el flamenco empieza a salir de la intimidad familiar, la documentación de Pastor la puede agradecer el experto, que recuerda cientos de anécdotas, y el profano, que se sorprende de todas ellas. De Mercedes la Serneta –o La Cerneta, como la escribe Demófilo- se cuenta que nació en 1840 en el barrio de la Albarizuela de Jerez, aunque vivió la mayor parte de su vida en Utrera, que fue la “Reina de la soleá”, bella como ella sola y que, además, era profesora de guitarra de los niños bien de Sevilla...

También se habla, y mucho, de Anita Delgado Briones, la niña malagueña que después de destacar en el baile de la farruca y los boleros en el Madrid de Alfonso XIII, termina hechizando al rajá de Kapurthala, en la India, y se casa con él en París antes de convertirse en princesa al otro lado de Oriente... hasta que “la soledad y el calor sofocante del Punjab se le atragantó a la malagueña, que volvió a Europa habiendo vivido como una princesa y con la vida resuelta”. Aquella princesa flamenca murió en Madrid en 1962.

Y, por supuesto, el libro no puede dejar en el tintero a la dualidad flamenca más célebre de toda la historia: don Antonio Chacón y Manuel Torre, los dos jerezanos, pero tan diferentes: uno metódico y el otro “caprichoso hasta el pare usted de contar”, con sus galgos, sus relojes y sus gallos de pelea, que fue lo que le regalaron en el Concurso de Cante Jondo, organizado en Granada en 1922 para intentar devolverle su pureza al cante aunque sirviese más bien para colocar al flamenco en el centro de la cultura desde Andalucía. Aquel concurso, presentado nada menos que por Ramón Gómez de la Serna, el genio de las greguerías, lo ganó un viejo cantaor, El Tenazas (Diego Bermúdez Gala), que aseguró haber llegado a la Alhambra granadina andando desde Puente Genil... El premio joven se lo llevó un chiquillo de 12 años llamado Manuel Ortega Juárez que, con el tiempo, sería conocido como Manolo Caracol, muerto en accidente de tráfico tantos años después, hace ahor a justamente medio siglo.

De don Antonio –o “Papa del cante”- se lamenta que su cante nunca fuera reconocido en su tierra natal al recordarse que llegaron a pitarle en la plaza de toros. Del Majareta, como también era conocido el Torre, se cuentan miles de anécdotas, desde aquella primera vez que fue a Sevilla a cantar y se volvió porque, según le dijo a su padre, le daba miedo “ver tantas luces” hasta la noche en que encerró en el ropero el gallo que le regalaron en el concurso granadino y el animal, cacareando, no dejaba dormir a don Andrés Segovia, alojado en el mismo hotel. Manuel Torre habría de morir el 21 de julio de 1933, en la Alameda de Hércules, afónico y sin un duro para pagar su propio entierro, días después de que el torero Ignacio Sánchez Mejías, su amante y excuñada La Argentinita y un grupo de flamencos que incluía a Ignacio Espeleta, el guitarrista Manolo de Huelva y las bailaoras La Macarrona y la Malena repitieran en Cádiz el espectáculo con el que habían llegado a triunfar en Nueva York: Las calles de Cádiz. Por cierto, que en uno de los ensayos, a Espeleta –el cantaor que le espetó a Lorca que en qué iba a trabajar él si era de Cádiz- se le olvidó la letra de las alegrías y salió con aquello de “tiri ti trán, tran trán”... Otro creador.

Todos los flamencos se tocan

El libro de Eduardo Pastor está plagado de referencias familiares, pues muchos de los artistas más dispares se tocan por el extremo que menos pensemos al constituir varias redes de entrelazadas raíces y ramas entrelazadas. Pero dos de las sagas más fructíferas de las que se subrayan vienen de dos bailaoras de raigambre flamenquísima: una es Gabriela Ortega Feria, la madre de Joselito y Rafael El Gallo, y de Lola, la esposa de Sánchez Mejías; la otra es Rosario Monje la Mejorana, la madre de Pastora Imperio. De la primera se cuenta que sufrió un aborto por retar a bailar a la segunda, hasta la extenuación, cuando no sabía que estaba embarazada. De La Mejorana, retirada muy tempranamente de los escenarios por el marido, Víctor Rojas, se asegura que aportó tanto al baile flamenco, como el movimiento de brazos en la mujer, que incluso inspiró El amor brujo de Manuel de Falla. Murió en 1920, el mismo año que un toro mató a Joselito El Gallo, el hijo de doña Gabriela, que había muerto el año anterior. Las dos bailaoras llegaron a disputarse el amor de Fernando El Gallo, que terminó casándose con Gabriela...

A la niña Pastora Imperio, la hija de La Mejorana, bautizada con el nombre de Pastora Rojas Monje, la apodó con ese sobrenombre nada menos que Jacinto Benavente, que ganó el Premio Nobel de Literatura en un año tan flamenco como 1922. El autor de La Malquerida escribió que “esa Pastora, escultura de fuego, vale un imperio”. Y Pastora Imperio se le quedó. Luego resultó que Pastora Imperio, hija de La Mejorana, y Rafael Gallo, hijo de Gabriela Ortega, protagonizaron una tormentosa historia de amor imposible...

La literatura del flamenco y viceversa

Al margen de Demófilo o Balmaseda, que recogieron tantos versos, si hubo en pleno Romanticismo tardío –la misma época de consolidación del flamenco- un poeta que creara originalmente, iluminado por el mismo quejío que alumbraba a los cantaores, fue Augusto Ferrán, el gran amigo de Bécquer. En 1861, Ferrán había publicado su libro La soledad, donde reproduce unos cantares populares y aporta los suyos. Sus temas, tan flamencos, son el amor y el desamor, claro, pero también la injusticia, la miseria, el paso del tiempo. En su segundo libro, La pereza, de una década después, aparecen ya la soleá, la seguidilla gitana... El primer letrista flamenco, como lo cataloga Pastor, habría de morir en un manicomio de Carabanchel.

Por el libro desfilan también César González Ruano o Juan Ramón Jiménez, que podrían parecer menos flamencos, y por supuesto Manuel Machado, tan cantado por el Lebrijano, o Caballero Bonald; o San Juan de la Cruz, al que puso voz Enrique Morente; o Gerardo Diego, cantado por Diego Clavel y hasta novelista más recientes como Luis Landero, que no solo escribió El guitarrista, sino que ejerció como tal antes de volcarse en los libros, o Montero González, que en Pistola y cuchillo retrata a un Camarón mucho más hombre que cantaor...

Y las cosas de comer

El libro, en fin, está plagado de curiosidades como las Llaves del Cante, niños prodigios como los dos Carbonerillos (el de Triana y el de la Macarena), Sabicas o Naranjito de Triana; o los sabrosos nombres de tantos artistas, desde el propio Camarón hasta Tomatito, pasando por la Piriñica, Eva la Yerbabuena, Antonio la Gamba, Curro el Gamba, Diego el Cigala, Chocolate, Melón de Lebrija o el recientemente fallecido Pansequito... Pastor no olvida a cantaores menos sonados como Fernando Sánchez El Herrero, de Las Cabezas de San Juan, de donde también era Miguel Gálvez, el Niño de Las Cabezas “que hizo las américas y en América quedó”; o Curro Malena, de Lebrija; o por supuesto Fernanda de Utrera, de quien ahora se cumple el siglo y a quien le dedica semblanzas como estas: “Su vida, negruras gitanas, se me clava en este mes de agosto en el corazón. Su voz de crucificado barroco me atraviesa de norte a sur las entrañas. Su rostro –guapura entendida por el que de esas cosas entiende- se me aparece hoy sobre las aguas espumosas de un bahía que podría, si quisiera, partir la cara miserable del mundo en mil pedazos. (...) Me muero como tú te moriste aquella tarde calores y silencios de siesta en vela. Mi muerte es como la que tantas veces se te aparecía en los escenarios, con un toque de guitarra a tu lado. Me moriré tal y como se me fueron muriendo las ilusiones y los encantos brindados. Me muero y brindo por tu vida –que ya no es vida-. Y brindo por mi muerte y las desgracias aquellas que en tu voz parecían presagios de besos a escondidas”.

Tan nutrido de citas, recuerdos, anécdotas, vivencias, chascarrillos, sonidos negros, árboles genealógicos, amoríos, cuernos, caminos convertidos en carreteras y estampas negras indelebles está el libro de Pastor hasta el final, que podríamos quedarnos con uno de los intentos definitorios del flamenco que aparecen al final, el de su paisana Eli Parrilla: “El flamenco es tan grande que es capaz de atravesar el corazón del que no lo entiende”. Pues eso.

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