El reportaje literario

Las culpas inquietantes de Patricia Highsmith

Para iniciarse en el angustioso universo de una de las más peculiares escritoras norteamericanas del siglo XX, nada como sus ‘Pequeños cuentos misóginos’, escritos hace ahora medio siglo y reducidos aquí a siete por la editorial Alianza, que fue quien los popularizó

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
07 may 2023 / 11:34 h - Actualizado: 07 may 2023 / 11:35 h.
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  • Las culpas inquietantes de Patricia Highsmith

Patricia Highsmith nos sobrecoge en su literatura pesadillesca porque todo lo que cuenta tiene un aroma inquietantemente real. Nacida en Texas en 1921 con el nombre de Mary Patricia Plangman, no adquirió el apellido de Highsmith hasta que su madre no se volvió a casar con Stanley Highsmith, cuando ella solo tenía tres años. Tres años más tarde, en 1927, la nueva familia se mudó a Nueva York para trabajar allí como diseñadores gráficos, pero Patricia nunca tuvo una relación fluida ni con su madre ni con su padrastro. De ella contaba que había intentado abortarla bebiendo aguarrás. Y, fuera cierto o no, desde pequeña se obsesionó por leer libros que tuvieran relación con los temas que ella misma estaba llamada a desarrollar como novelista y cuentista: la culpa, el crimen, la mentira.

Durante buena parte de su juventud, después de graduarse en 1942 en Barnard College, vivió de las historias para cómics que escribía para editorial Ned Pines. Cobraba 55 dólares a la semana y tenía que escribir dos historias diarias, pero aquello le supuso un reto no solo para avivar más aún su ya dinámica imaginación, sino para agudizar su ingenio a la hora de perfilar sus historias cortas, su punzante manera de presentar a los personajes y abrirles un conflicto en apenas un par de páginas, que es lo que hace en aquel libro de relatos publicado por primera en vez en 1974 bajo el título de Pequeños cuentos misóginos. La editorial Alianza los redujo a siete –como los siete pecados capitales- ya en los años 90 y los popularizó en lengua castellana gracias a la traducción de Maribel de Juan. Sin duda es el mejor aperitivo para adentrarse en la literatura de suspense de Highsmith, fascinada desde muy joven con la mente humana, las enfermedades mentales y el proceder de las distintas personalidades en contextos diversos. Antes de que se pusiera de moda hablar de las personas tóxicas, Patricia ya había escrito un amplio tratado de ellas en sus primeros cuentos y relatos, y tal vez en la que fue su primera novela publicada, Extraños en un tren (1950), aunque el gran público no lo percibiera hasta que Alfred Hitchcock no la llevó a la gran pantalla con un guión adaptado nada menos que por Raymond Chandler. Patricia acababa de cumplir 30 años y, sin darse cuenta, se había convertido en una novelista consolidada, aunque todavía estuviera en proceso de asimilar su propia homosexualidad, tan presente ya en el resto de su obra, empezando por aquella novela de 1952 titulada El precio de la sal y que firmó con el seudónimo de Claire Morgan, sobre el problemático amor entre dos mujeres lesbianas. Aunque la obra vendió un millón de ejemplares, hubieron de pasar tres décadas y media para que Patricia se decidiera a reeditar la novela ya firmada por ella y con un título mucho más sucinto: Carol. En el epílogo, tan explicativo, terminaba diciendo: “Me alegra pensar que este libro le dio a miles de personas solitarias y asustadas algo en que apoyarse”. Y era verdad. Aunque a ella le hubiera costado casi media vida asumir su autoría como una de sus culpas primigenias.

Highsmith había perfilado para entonces sus historias exentas de sentimentalismo, empapadas de una crueldad materialista insoportable para la mojigata mentalidad estadounidense y por eso decidió abandonar su país e incluso México, donde había vivido largas temporadas, para trasladarse para siempre a Europa, donde vivió a partir de 1963 –el año en que murió en México Luis Cernuda, que no iba volver a jamás- en el Reino Unido, Francia y finalmente en Suiza, donde había de morir por cáncer de pulmón en 1995, a los 74 años de edad. El mundo literario de Highsmith fue mucho más comprendido en el Viejo Mundo que en el Nuevo, escandalizado desde el principio por sus ideas comunistas y sus antipáticos argumentos.

Misoginia

La difícil vida personal de Patricia, en parte por su alcoholismo y en parte por sus complejas y siempre breves relaciones sentimentales –prefería vivir rodeada de gatos y caracoles- llevaron a sus contemporáneos a tacharla de misántropa y también de misógina. Quien quiera entender estas consideraciones debería empezar por esos Siete cuentos misóginos de Alianza, donde la realidad trenzada por unos personajes tan poliédricamente reales y hasta morbosos, y en tan pocas páginas, atrapa al lector en un hondo suspense a veces insoportable en sus abruptos finales. Highsmith escribió una treintena de libros entre novelas, colecciones de cuentos y ensayos, pero seguramente son estos siete cuentos breves la mejor opción para abrir boca con su literatura asfixiante.

Las culpas inquietantes de Patricia Highsmith

Está claro que el concepto de ser humano que tenía Patricia era bastante sombrío y era en la ambigüedad moral donde ella como narradora se sentía en su salsa. Había aprendido del estilo radicalmente económico de Guy de Maupassant y consiguió destruir el concepto tradicional de justicia y la estereotipada figura del héroe en una sociedad que ella, desde su dolorida sensibilidad, era capaz de ver como realmente hostil y despiadada. No parece peregrino que su amigo Graham Greene dijera de ella que “ha creado un mundo original, cerrado, irracional, opresivo, donde no penetramos sino con un sentimiento personal de peligro y casi a pesar nuestro, pues tenemos enfrente un placer mezclado con escalofrío”. Greene la conocía bien. La crítica europea también, y el reconocimiento de sus complejas tramas, de su capacidad para la penetración psicológica de personajes como el amoral Tom Ripley, que acabaría dándole para un serial de novelas inaugurado por El talento de Mr. Ripley, con la que obtuvo el Gran Premio de Literatura Policíaca. El personaje, estafador inteligentísimo, será llevado ampliamente al cine y protagonizará cuatro novelas más para consolidar esos valores morales establecidos por él mismo que tan bien van con la mentalidad de Highsmith.

Evidentemente, la obra de Patricia es mucho más amplia, pues entre sus novelas también destacan Mar de fondo (1957), El grito de la lechuza (1962), Crímenes imaginarios (1967) o El diario de Edith (1977), y entre sus libros de relatos, Crímenes bestiales (1975) o aquella selección de cuentos publicados el año que ella iba a morir bajo el título de Los cadáveres exquisitos.

Escalofriantemente actual

El lector que se inicie ahora en Highsmith hace bien en acudir a sus relatos misóginos de hace medio siglo, porque todos parecen escritos este mismo año. El título de todos ellos da una idea preclara de qué tratan, sin tapujos. El primero, La bailarina, juega con la seducción que se siente tan capaz de ejercer sobre su compañero que ni ella misma adivina el final que obliga al lector a volver sobre la brevedad del relato. La prostituta autorizada o la esposa demuestra la capacidad de Highsmith para presentar a la protagonista con la misma fuerza que lo haría una novela en muchas más páginas: “Sarah siempre se había dedicado a eso en plan de aficionada, y al os veinte años se casó, con lo que obtuvo la licencia”, empieza el cuento. Y continúa pocas líneas después, ajustando fondo y forma de un modo maravilloso: “Sarah no perdió el tiempo. Primero fue el hombre del contador del gas, como ejercicio de precalentamiento; luego, el limpiaventanas, cuyo trabajo le llevaba un número variable de horas, dependiendo de lo sucias que le hubiera dicho a Sylvester [el marido] que estaban las ventanas. A veces Sylvester tenía que pagarle ocho horas de trabajo y un poco más por horas extra. En ocasiones, el limpiaventanas estaba allí cuando Sylvester salía para el trabajo y seguía estando allí cuando volvía a casa por la tarde. Pero estos eran morralla, y Sarah pasó a su abogado, lo que tenía la ventaja de que éste no cobraba las minutas por los servicios prestados a la familia Sylvester Dillon, la cual constaba ya de tres miembros”. La trama continúa, claro, con el empeño de ella en quitarse de en medio al marido, hartándolo de comer hasta que engorda diez kilos en solo tres meses. La sutilidad de la narradora para que sus personajes evolucionen a golpe de párrafos es sencillamente inquietante. “El sastre tuvo que arreglarle todos los trajes y luego hacerle otros nuevos. ‘Tenis, querido’, le dijo Sarah, preocupada. ‘Lo que necesitas es un poco de ejercicio’. Confiaba en que le diera un ataque al corazón. Pesaba ya más de cien kilos y no era un hombre alto. Se ahogaba al menor esfuerzo”. El cinismo de la protagonista no va a llevarla a un castigo final, porque la moral literaria de Hihgsmith no tolera esos finales.

Las culpas inquietantes de Patricia Highsmith

En La paridora, la culpa de la mamá que da a luz no se percibe al principio, puesto que conforma un matrimonio feliz cuyo marido se desvive por que su esposa conciba a pesar de las dificultades iniciales. En poco más de una página, Highsmith avanza increíblemente en el nudo: “Sin embargo, cuando Douglas vio la beatífica y satisfecha sonrisa de Elaine, apoyada en las almohadas de la cama del hospital, con un niño en un brazo y una niña en el otro, no pudo lamentar estos nacimientos, que hacían el número nueve de sus hijos”. La pesadilla se inocula en el matrimonio a través de una facilidad asombrosa para concebir, hasta el punto de que los amigos bromean con que se produce solo con Douglas mire a Elaine. La historia se contamina de píldoras, de vasectomía y de bebés gateando por la casa mientras el padre trabaja con tapones de oídos. “Los nuevos trillizos se balanceaban en un ingenioso corralito suspendido del techo, porque no quedaba nada de espacio en el suelo. Se les alimentaba y se les cambiaban los pañales a través de los barrotes, lo cual hacía pensar a Douglas en un zoológico”, continúa el relato cuando los niños son diecisiete. “Pero yo me siento realizada, cariño, dijo Elaine, poniendo una mano tranquilizadora en la frente de Douglas, que estaba sentado estudiando unos papeles de la oficina, un domingo por la tarde”. La pesadilla kafkiana en la que se convierte su espera para la operación de vasectomía se alarga hasta una locura que va precipitando el inesperado final.

En La perfecta señorita, solo el padre de Thea, la repulsiva y malvada señorita, es capaz de ver con cierta objetividad las catástrofes personales capaz de provocar la niña, pero el final no admite paños calientes. Y menos aún La ñoña, seguramente el relato más denso de todos, sobre un matrimonio –dirigido especialmente por la esposa, claro- obsesionado con la virginidad de sus tres hijas. La vida misma, los cambios sociales y las miradas sobre el puritanismo van retorciendo tanto la cabezonería de los progenitores, que el lector se angustia al contemplar su derrumbamiento, primero con la simpatía de uno de los novios, luego con el progreso de las otras chicas, que cambian de domicilio, y finalmente con el empecinamiento en no ver siquiera a los nietos... En La víctima o en La perfeccionista, el nivel de sadismo de sus protagonistas es tan alto, que este reportaje literario hace bien en confiar en que algunos de sus lectores lo terminen inmediatamente para acudir a la palabra escrita, ácida, abundante, adictiva de Patricia Highsmith.