Lorca era poeta hasta escribiendo cartas

Un paseo por las misivas de Federico es un apasionado repaso por su intensa vida de artista en desesperada busca de su expresión, y en todos aquellos textos, dirigidos a su familia, a sus amigos más íntimos y a otros grandes poetas que todavía no lo eran tanto, se revela la gran personalidad de un genio único de nuestra literatura

Lorca era poeta hasta escribiendo cartas

Lorca era poeta hasta escribiendo cartas / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Federico García Lorca (1898-1936) ha llegado a ser, tras su asesinato por los fascistas de Granada tan solo un mes después de comenzar la guerra civil, el dramaturgo español más representado en los escenarios de todo el mundo. Fue el poeta que sentenció aquello de que “el teatro es la poesía puesta en pie” y aquello otro de que “la poesía no quiero adeptos, sino amantes”. Era perfectamente consciente de que “los libros de versos caminan muy lentamente”, como le dijo a Miguel Hernández en abril de 1933, hace ahora exactamente 90 años, cuando el autor de Perito en lunas –tres años antes del relativo éxito de El rayo que no cesa- se le había quejado por carta tanto a él como a otros escritores consagrados de la escasa repercusión que había tenido aquel primer libro suyo, y también era consciente de que “hoy se hace en España la más hermosa poesía de Europa”. Pero entre aquella clara conciencia de poeta consagrado y sus inicios, tres lustros antes, se había ido conformando, a duras penas, un poeta que era sobre todo un ser humano, un hijo preocupado por la opinión de sus padres, un hermano melancólico, un compañero generoso, un amante tantas veces frustrado, un artista entusiasmado por mil cosas a la vez, desde el dibujo a la música pasando por el teatro de títeres... y casi siempre alegre, aunque confesara que su “vieja alegría” era “coraza contra la amargura”, tal y como le especificó por carta al zamorano José Antonio Rubio Sacristán, que había compartido cuarto con él en la Residencia de Estudiantes, en aquel tórrido verano de 1928 en que ya había salido su Romancero gitano pero él andaba ya huyendo de encasillamientos y pensando en su viaje a Nueva York...

No hay como volver sobre aquella selección de cartas que publicara la editorial Comares en 1999 para la Fundación que lleva el nombre del escritor granadino para conocer mucho mejor, en la intimidad, a un poeta cuya fama creciendo como la espuma antes de su fatal desenlace en este mundo no le impidió jamás mirarse al espejo de su cuarto en Asquerosa (el pueblo que se cambió el nombre por Valderrubio en 1943), en la Huerta de San Vicente, en Nueva York o en La Habana... “También yo estoy solo, aunque tú me creas acompañado porque triunfo y recibo coronas de gloria, pero me falta la corona divina del amor”, le escribió a su paisano Eduardo Rodríguez Valdivieso, desde Madrid, en aquella primavera de 1933 en que él, por su paso por Argentina, estaba llamado a convertirse en un personaje de la Cultura absolutamente internacional. En todos los casos, solo en su cuarto de la Residencia o acompañado en su habitación del hotel neoyorquino, Lorca tuvo siempre una necesidad tan apremiante de comunicación, de escribir cartas tantas veces entusiásticamente largas, que es interesantísimo descubrir cómo en ninguna circunstancia dejaba de ser poeta.

En el principio, un mal estudiante

Son verdaderamente entrañables aquellas primeras cartas rescatadas de 1917 o 1918 en que el joven Federico le escribe a su familia desde los más peregrinos lugares españoles a los que viajó a veces como estudiante universitario y que le inspiraron aquel primer libro en prosa que se tituló Impresiones y paisajes. Hay una del 1 de agosto de 1917 en que, desde el Monasterio de Santo Domingo de Silos, en Burgos, les describe a sus padres los entresijos del histórico edificio y lo bien que le daban de comer los frailes, y les cuenta su entusiasmo por que un periódico de aquella provincia le publicase un artículo. De la primavera siguiente data una carta al poeta sevillano Adriano del Valle para darle las gracias por la reseña que este ha hecho de su primer libro precisamente, y en la misiva se advierte ya la entraña de quien escribe correspondencia sin poder eludir su condición de poeta a todas horas, y también en aquellos meses en que agonizaba ya la I Guerra Mundial: “En un siglo de zepelines y de muertes estúpidas, yo sollozo ante mi piano soñando en la bruma haendeliana y hago versos muy míos cantando lo mismo a Cristo que a Buda, que a Mahoma y que a Pan. Por lira tengo un piano y, en vez de tinta, sudor de anhelo, polen amarillo de mi azucena interior y mi gran amor”.

Sin embargo, más clarificadora parece una carta al padre, ya de abril de 1920, en que Federico parece querer convencerlo para que le permita seguir en la madrileña Residencia de Estudiantes a pesar de que no aprobara sus asignaturas ni de Filosofía y Letras ni de Derecho... “Pero yo te digo y te prometo solemnemente, por lo muchísimo que te quiero, que cuando un hombre se coloca en su camino ni lobos ni perros deben hacer que vuelva atrás y yo, afortunadamente para mí, tengo una lanza como la de Don Quijote. En mi camino estoy, papá. ¡No me hagas volver la vista atrás!”. Federico no quiere volver a su ciudad, y le escribe a su propio padre, tan inquietantemente profético: “¿Qué hago yo ahora en Granada? Escuchar muchas tonterías, muchas discusiones, muchas envidias y muchas canalladas (esto naturalmente no les pasa más que a los hombres que tienen talento). (...) A los tontos no se les discute y a mí me están discutiendo en Madrid gentes muy respetables, y eso que no he hecho más que salir, que ya será la gorda cuando estrene otras cosas y así hasta probablemente tener un gran nombre literario”.

La misiva al padre no tiene desperdicio, por la zalamería sin parangón de un chico de 22 años: “Yo, queridísimo papá, ¡soy un hombre formal! ¿Te he dado nunca un disgusto? ¿No te he hecho caso siempre? Yo me porto aquí como uno debe portarse, mejor que en casa porque aquí tengo que adoptar una actitud seria. Tu carta diciéndome que me vaya porque, si no, vienes tú por mí, me ha producido un gran disgusto y una gran inquietud, porque esa actitud tuya revela el estado de un padre al que su hijo hace una travesura imperdonable y el padre lo recoge o para darle dos azotes o meterlo en santa Rita. (...) Yo te suplico de todo corazón que me dejes aquí hasta fin de curso y entonces me marcharé con mis libros publicados y la conciencia tranquila de haber roto unas espadas luchando contra los filisteos para defender y amparar el Arte puro, el Arte Verdadero. A mí ya no me podéis cambiar. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien”.

Hay cartas de los veranos de 1920 y 1921 en las que Federico alterna sus preocupaciones por centrarse en asignaturas pendientes o en sus hijos literarios, que entonces son sus primeros poemarios, ya en la calle o gestándose, como en el caso de aquel Poema del cante jondo que él piensa publicar coincidiendo con el Concurso de Cante Jondo de Granada, que sería en junio del año siguiente, y que sin embargo habría de esperar todavía una década para ver la luz. “Su ritmo es estilizadamente popular, y saco a relucir en él a los cantaores viejos y a toda la fauna y flora fantásticas que llena estas sublimes canciones. El Silverio, el Juan Breva, el Loco Mateo, la Parrala, el Fillo... y ¡la Muerte! Es un retablo... es... un puzzle americano, ¿comprendes?”, le escribe al compositor y periodista madrileño Adolfo Salazar, tan amigo también de Manuel de Falla precisamente el primer día de 1922, día de su onomástica, en que el compositor gaditano, que vivía en Granada y estaba entusiasmadísimo con los títeres de Cachiporra de Federico, lo había invitado a comer. “Ahora voy a recoger a mi familia y a subir a casa del maestro, pues es su día y hay guateque en su jardín”, termina aquella misiva Lorca.

Una vez pasado el Concurso, le escribe al guitarrista burgalés Regino Sainz de la Maza para contarle un pensamiento o sueño que resulta absolutamente revelador de su propia poética, tan temprano. Era septiembre de 1922. “Había mil Federicos Garcías Lorcas, tendidos para siempre en el desván del tiempo; y en el almacén del porvenir, contemplé otros mil Federicos Garcías Lorcas muy planchaditos, unos sobre otros, esperando que los llenasen de gas para volar sin dirección. Fue este momento un momento terrible de miedo, mi mamá Doña Muerte me había dado la llave del tiempo, y por un instante lo comprendí todo. Yo vivo en prestado, lo que tengo dentro no es mío, veremos a ver si nazco”.

Una crisis duradera

A pesar de su ascendente proceso creativo, Federico vivía en una constante crisis vital por la paradoja de ser un mantenido por su familia. También había otros motivos, claro, que tenían que ver con esa adolescencia tardía en que él, personalmente, se autoimponía cierta prisa por definirse. A su amigo el pintor albaceteño Benjamín Palencia le confiesa en carta del 25 de agosto de 1925 que “atravieso una de las crisis más fuertes que he tenido”. Y añade: “Mi obra literaria y mi obra sentimental se me vienen al suelo. No creo en nadie. No me gusta nadie. Sueño un amanecer constante, frío como un nardo, lleno de olores fríos y sentimientos justos”. Era la época –aquel verano de 1925- en la que él soñaba con desprenderse de Granada, pues le gustaban mucho más otras provincias, como Málaga. “No tienes idea, Benjamín”, le escribe a Palencia, “qué ciudad tan extraordinaria. Su luz es tallada como un brillante y su brisa tiene vello como los melocotones”. A su amigo el periodista granadino Melchor Fernández Almagro le confesará pocos días después: “Granada es horrible. Esto no es Andalucía. Andalucía es otra cosa... está en la gente... y aquí son gallegos. Yo, que soy andaluz y requeteandaluz, suspiro por Málaga, por Córdoba, por Sanlúcar la Mayor, por Algeciras, por Cádiz auténtico y entonado, por Alcalá de los Gazules, por lo que es íntimamente andaluz”.

Justo al año siguiente, un Federico de 28 años le está escribiendo al catedrático Jorge Guillén porque “estoy decidido a prepararme una oposiciones a cátedra de Literatura, pues creo que tengo vocación (lentamente va surgiendo en mí) y capacidad de entusiasmo”. En esa carta en la que también pide las señas de Pedro Salinas –el otro catedrático de la Generación del 27-, Lorca asegura que “quiero ser independiente y afirmar mi personalidad dentro de mi familia, que me da, naturalmente, toda clase de gustos y facilidades”. En aquella carta le pregunta atropellada y desesperadamente a Guillén qué pasos debe seguir para convertirse en profesor, y en otra, ya de comienzos de 1927 –más de un año antes de que se publicara el Romancero gitano- le confiesa que “me va molestando un poco mi mito de gitanería. Confunden mi vida y mi carácter. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes que no soy. No quiero que me encasillen”. Desde aquella misma Huerta de San Vicente, le escribe a Pepín Bello, con mucha más confianza, para espetarle: “Ya estoy en Granada pero sin carta tuya. Eres un tío ya incorregible”. En la carta le cuenta que Emilio Prados “está otra vez malo” y lo conmina a escribirle de un modo tan divertido como actual: “¡Escríbeme, por Dios! No seas penco”.

Nueva York

El socialista Fernando de los Ríos, que había posibilitado siete años atrás el Concurso de Cante Jondo de Granada y que sería ministro de Justicia en la II República, convence a los padres de Federico de que al chico le vendría muy bien una estancia en la neoyorquina Universidad de Columbia. “Pasaré en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año”, le escribe al diplomático chileno Carlos Morla Lynch el 6 de junio de 1929, seguramente un día o dos antes de partir hacia Madrid, desde donde viajaron a París y luego a Londres, para embarcar hacia Nueva York en el Olympic, un trasatlántico gemelo al Titanic. El 28 de junio, apenas dos días después de haber desembarcado junto a la Gran Manzana, le escribe a su familia una de esas sabrosas y larguísimas cartas en las que no falta ni la ternura por haber conocido a un niño húngaro de cinco años ni la sorpresa por encontrarse allí a españoles como el catedrático Federico de Onís o el poeta León Felipe ni la maravilla de constatar que “en tres edificios de estos cabe Granada entera. Son casillas donde caben 30.000 personas”. Hay otra carta de noviembre en la que ya ha pasado el crack de la Bolsa y Federico está asimilando el huracán. “Se han perdido ¡12 billones de dólares!”, le cuenta a su familia. “El espectáculo de Wall Street, del que ya os he hablado y donde están las centrales de todos los bancos del mundo, era inenarrable. Yo estuve más de siete horas entre la muchedumbre en los momentos del gran pánico financiero”, escribe Federico, seguramente consciente ya de que aquellas contemplaciones le iban a inspirar su poemario de signo más surrealista, aunque no tanto como la propia realidad, Poeta en Nueva York, que no se publicaría hasta cuatro años después de asesinado él, y allende el Atlántico... “Cuando salí de aquel infierno en plena Sexta Avenida, encontré interrumpida la circulación. Era que del 16 piso del Hotel Astor se había arrojado un banquero a las losas de la calle. Yo llegué en el preciso momento en que levantaban al muerto. Era un hombre de cabello rojo, muy alto. Solo recuerdo las dos manazas que tenía como enharinadas sobre el suelo gris de cemento”. Lo contemplado, desde luego, va nutriéndole versos desconocidos hasta entonces en él como los que compondría para poemas como “La Aurora”. “Este espectáculo me dio una visión nueva de esta civilización, y lo encontré muy natural. No quiero decir que me gustara, pero sí que lo observé con gran sangre fría y que me alegré mucho de haberlo presenciado. Desde luego era una cosa tan emocionante como puede ser un naufragio, y con una ausencia total de cristianismo”, le escribe a su familia, encantado de haber conocido a un ruso, a una mexicana, etc. “Yo pensaba con lástima en toda esa gente con el espíritu cerrado a todas las cosas, expuestos a las terribles presiones y al refinamiento frío de los cálculos de dos o tres banqueros dueños del mundo”.

Un poeta para la posteridad

Ya de regreso, incluso de su paso por La Habana, en el verano de 1930 le escribe a su amigo y paisano Rafael Martínez Nadal. Y algunos de estos fragmentos recuerdan inevitablemente a aquellos poemas del Diván del Tamarit que es posible que ya estuviera concibiendo interiormente Lorca... “Yo lo que deseo es verte, y si tú no vienes enseguida, tendré yo que ir. Nada ni nadie me interesa en Madrid tanto como tú. Siento tu amistad como uno de esos pilares de mármol que se ponen más bellos con la acción del tiempo”, le escribe a su amigo, en una carta que evoca ligeramente a aquella “Gacela del amor desesperado”... “Ni la noche ni el día quieren venir / para que por ti muera / y tú mueras por mí”.

La década de 1930 y la vuelta de Nueva York habían cambiado definitivamente a Lorca, más preocupado por el proyecto teatral de La Barraca, por sus estrenos teatrales, empezando por el de Bodas de Sangre, que lo llevaría a Buenos Aires durante muchos meses a partir del otoño de 1933, que es cuando le escribe a su prima Clotilde García Picossi, desde Argentina, “nerviosísimo de tanto beso y tanto apretón de mano”... “He tenido que tomar un muchacho que me sirve de secretario y de mecanógrafo y me defiende de las visitas que llegan hasta la cama. Algo atroz. Buenos Aires tiene tres millones de habitantes, pero tantas, tantas fotos han salido en estos grandes diarios que soy muy popular y me conocen por las calles. Esto ya no me gusta. Pero es para mí importantísimo porque he conquistado a un pueblo inmenso para mi teatro”. Federico no sabía entonces que su conquista iba a ser mucho más trascendente, mucho más global, pero todavía le quedaban muchas más cartas en la que seguir retratándose para la posteridad.