El reportaje literario

Los ‘Presagios’ de que Pedro Salinas iba a hacerse poeta

Hace ahora un siglo que el gran poeta del amor en la Generación del 27, quien se estrenara como catedrático de Literatura en la Universidad de Sevilla, publicó su primer poemario, donde se concentran ya los temas de su obra mayor: el amor intelectualizado, la imposibilidad de atrapar lo inasible, la naturaleza como antesala del diálogo humano

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
26 mar 2023 / 08:57 h - Actualizado: 26 mar 2023 / 09:02 h.
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  • Salinas, en primer plano, con tantos del 27, incluido el torero Sánchez Mejías.
    Salinas, en primer plano, con tantos del 27, incluido el torero Sánchez Mejías.

Qué interesante resulta siempre acudir, tanto tiempo después, a las obras iniciales de los grandes autores. El poeta mayor –al menos por edad- de la Generación del 27, Pedro Salinas (Madrid, 1891-Boston, 1951), tocó todos los palos de la literatura, es decir, todos los géneros, incluso el ensayo –donde se movía a gusto-, pero fue en la poesía donde encontró el cauce perfecto para su fina escritura esencial, conceptual, precisa, capaz de intelectualizar incluso el tema por excelencia de toda la lírica, el amor, y eso que el poeta madrileño se asomó al verso en el espejo de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado, de Unamuno... y después de conseguir una plaza de catedrático nada menos que en la Universidad de Sevilla, donde el neopopularismo tenía ya donde agarrarse como reacción a unas vanguardias que también a Salinas le parecieron desde el principio demasiado frívolas. Sería desde la capital hispalense, pero gracias a la primera aventura editorial de Juan Ramón, Índice, desde donde Salinas se lanzara a publicar su primer poemario en 1923, hace ahora exactamente un siglo.

El librito se llamaba Presagios, y presagiaba, en efecto, no solo el sólido poeta en que él mismo estaba llamado a convertirse, sino algunos de los caminos de vuelta a la tierra sobre los que él no iba a volver a transitar. “El río va a su negocio / corre que te correrás”, escribirá el profesor Salinas sobre el Guadalquivir... “De cuando en cuando en la orilla / hay una moza que sale / (Gelves es la moza humilde / Sevilla la del linaje) / a ofrecerle el corazón / si el río quiere pararse. / Pero / el río va a su negocio / y no se casa con nadie”.

Aquellos presagios de poeta primerizo, más allá de tales calas en el neopopularismo que iban a desarrollar compañeros de generación más jóvenes como Lorca o Alberti, contenían ya la esencia de toda la poética que Salinas desenrollaría en la década siguiente, la de La voz a ti debida (1933) o Razón de amor (1936), seguramente sus más altas cotas en aquel vector que unía la lírica más depurada con el amor que jugaba al camuflaje entre la realidad carnal, la realidad epistolar y el platonismo... Porque si durante muchas décadas se pensó que aquellos versos eran puro conceptualismo del necesario diálogo entre el yo poético y la idealizada amada -tal vez su propio esposa, Margarita Bonmatí-, muchos años después de fallecido el poeta se descubrirían aquellas cartas de amor enviadas a la estudiante norteamericana Katherine R. Whitmore que fue realmente quien inspiró La voz a ti debida después de una fugaz relación amorosa durante el verano de 1932, cuando Salinas impartía un curso sobre la Generación del 98 en la Universidad de Santander y ella –la ella del pronombre que tenía nombre en realidad- le supuso el flechazo más rotundo de su vida. “Yo no necesito tiempo / para saber cómo eres: / conocerse es el relámpago”, le escribiría Salinas a la norteamericana luego en una carta, los mismos versos que abrirían uno de los poemas del libro de 1933... Para entonces, la esposa Margarita incluso había sufrido un intento de suicidio y la prudencia de los amantes supo poner el punto final y la distancia... Aunque las cartas continuaran sobrevolando el Atlántico, y el poemario pudiera seguir floreciendo sobre el papel urgente de aquellas misivas, a veces dos diarias, luego transformado en el papel noble de la obra publicada...

Los ‘Presagios’ de que Pedro Salinas iba a hacerse poeta
Pedro Salinas y Margarita Bonmatí.

En plena II República, Salinas lo era ya todo, porque había empezado muy joven: catedrático de Literatura española desde 1918, profesor de Cernuda o de Romero Murube, entre otros –hasta Lorca habría de intentar hacerse profesor poniéndose a disposición de Salinas y de Guillén-, lector de español en la Universidad de Cambridge, colaborador de Menéndez Pidal, secretario de la Universidad Internacional de Santander, autor de poemarios como Seguro Azar (1929) o Fábula y signo (1931) o de obras narrativas como Víspera del gozo (1926), adaptador al castellano moderno del Cantar del Mio Cid y hasta traductor de Proust... Y todavía le faltaba consolidarse como el gran intelectual que iba a ser a partir de la guerra civil y de su exilio, con un puñado de ensayos sobre grandes poetas de la talla de Manrique o Rubén Darío o sobre aspectos de la comunicación que iban desde la correspondencia epistolar a los misterios del lenguaje en un adelanto intuitivo de la semiótica moderna. Todavía no se conocía al Salinas dramaturgo con que se iba a sorprender a sí mismo el año de arranque de la guerra con El director. Ya en el exilio escribiría Ella y sus fuentes, La bella durmiente, La cabeza de la medusa, Judit y el tirano, La estratosfera. Vinos y cervezas, Los santos, La fuente del arcángel, El chantajista...

Los ‘Presagios’ de que Pedro Salinas iba a hacerse poeta
Presagios.

Presagio de almas, nombres y pronombres

En cualquier caso, en Presagios –qué título tan oportuno-, el Salinas treintañero ha amasado ya su propia poética, hecha de arte menor, de nombres y pronombres, de conceptos que buscan su forma, de ligeras asonancias, de exploraciones en lo más profundo del ser... “El alma tenías / tan clara y abierta, / que yo nunca pude / entrarme en tu alma. / Busqué los atajos / angostos, los pasos / altos y difíciles... / A tu alma se iba por caminos anchos. / Preparé alta escala / -soñaba altos muros / guardándote el alma- / pero el alma tuya / estaba sin guarda / de tapial ni cerca”, escribirá aquel poeta primerizo. “Te busqué la puerta / estrecha del alma, / pero no tenía. / de franca que era, / entradas tu alma. /¿En dónde empezaba? / ¿Acababa, en dónde? / Me quedé por siempre / sentado en las vagas / lindes de tu alma”.

El Salinas de Presagios es ya perfectamente reconocible para los lectores que empezamos por sus obras capitales. “Posesión de tu nombre, / sola que tú permites, / felicidad, alma sin cuerpo. / Dentro de mí te llevo / porque digo tu nombre, / felicidad, dentro del pecho. / ‘Ven’: y tú llegas quedo; / ‘vete’: y rápida huyes. / Tu presencia y tu ausencia / sombra son una de otra, / sombras que me dan y quitan. / (¡Y mis brazos abiertos!) / Pero tu cuerpo nunca, / pero tus labios nunca, / felicidad, alma sin cuerpo, sombra pura”.

Es fácil entrever en sus primeros versos solitarios la influencia que habría de ejercer, por ejemplo, en su alumno Cernuda cuando apela a su propia soledad. “¡Soledad, soledad, tú me acompañas / y de tu propia pena me libertas! / Solo, quiero estar solo: / que si suena una voz aquí a mi lado / o si una boca en la boca me besa, / te escapas tú vergonzosa y ligera. / Tan para ti me quieres / que ni al viento consientes sus caricias, / ni en el hogar el chasquido del fuego: / o ellos o tú. / Y solo cuando callan fuego y viento / y besos y palabras, / te entregas tú por compañera mía. / Y me destila las verdades dulces / la divina mentira de estar solo”.

El juego de las ausencias

Salinas se estrena a la poesía en plena efervescencia de las vanguardias, pero su culto bagaje le hará mantener siempre el rumbo de su propia poética definida, desde el principio, aunque participe de los juegos formales que recorrían su Europa. “La obediencia que esta noche / me susurras al oído / obediencia es de veleta”, escribirá. “¿Estar quedo? ¿Cambiar mucho? / Eso será como quieran / los aires que muevas tú / para jugar con la ausencia. / No te quejes de mis vueltas / y de no encontrarme nunca / cara a cara: / el huirte es obediencia. / Y si mi alma no te está / nunca quieta, / no llames volandera: / fidelidad te he jurado / -yo de hierro, tú de aire- / de veleta”.

Su primer libro está lleno de referencias a las modas líricas de los ismos de entonces, pero él nunca suelta el timón de su propio barco: “La niña llama a su padre ‘Tatá, dadá’. / La niña llama a su madre ‘Tatá, dadá’. / Al ver las sopas / la niña dijo / ‘Tatá, dadá’. (...) / ‘Todo lo confunde’, dijo / su madre. Y era verdad. / Porque cuando yo la oía / decir ‘Tatá, dadá’, / veía la bola del mundo / rodar, rodar, / el mundo todo una bola / y en ella papá, mamá, / el mar, las montañas, todo / hecho una bola confusa; / el mundo ‘Tatá, dadá’”. En el fondo de toda su poética, como demuestra desde el primero de sus poemarios, permanecerá siempre el patio, la alberca, el agua, el árbol, el pájaro, la límpida luz de una naturaleza que siempre iba consigo, a pesar de estar destinado a viajar tanto. Invitado a la Wellesley College de EEUU en 1936, se quedó allí enseñando hasta el final de la guerra civil, año en el que pasó a la Johns Hopkins University de Baltimore. Esta universidad le dio autorización para enseñar en la de Puerto Rico, en el mismo Río Piedras de su maestro Juan Ramón, a partir de 1942...

Salinas recorrería otras muchas universidades del mundo dando conferencias o como profesor visitante por todo el continente americano e incluso por Europa, pero jamás volvió a la España que él tan bien conocía de cuando su primer poemario: “El agua que está en la alberca / y el verde chopo son novios / y se miran todo el día / el uno al otro. / En las tardes otoñales, / cuando hace viento, se enfadan: / el agua mueve sus ondas, / el chopo sus ramas; / las inquietudes del árbol / en la alberca se confunden / con inquietudes de agua. / Ahora que es primavera, / vuelve el cariño; se pasan / toda la tarde besándose / silenciosamente. Pero / un pajarillo que baja / desde el chopo a beber agua, / turba la serenidad / del beso con temblor vago. / Y el alma del chopo tiembla / dentro del alma del agua”. En pleno franquismo, las albercas de España no estaban para vislumbrar estos romances.