‘Macbeth’ y Plácido Domingo: la esencia de la realidad

El Teatro Real de Madrid acogió una sencilla representación de la tragedia de William Shakespeare, en la que el tenor se reinventó para brillar con luz propia

18 jul 2017 / 07:21 h - Actualizado: 17 jul 2017 / 21:01 h.
"Ópera"
  • Momento de la representación de ‘Macbeth’, con varios solistas en el escenario acompañados del coro titular del Teatro Real. / Javier del Real
    Momento de la representación de ‘Macbeth’, con varios solistas en el escenario acompañados del coro titular del Teatro Real. / Javier del Real
  • Plácido Domingo y Ana Pierozzi. / Javier del Real
    Plácido Domingo y Ana Pierozzi. / Javier del Real

El mundo marcha a toda velocidad. Lo que hoy es una importante novedad mañana será algo viejo y casi inservible. Nada ni nadie puede estar demasiado tiempo en un mismo lugar si quiere soportar sin grandes sufrimientos el ritmo que imponen las nuevas tecnologías, las comunicaciones instantáneas o una amenaza en la que la obsolescencia es la gran reina que muere y arrastra todo lo que tiene cerca. El mundo marcha a toda velocidad y todo se reinventa a cambio de unos minutos extras.

Todo excepto un puñado de cosas que nacieron inmutables. Una de ellas es la tragedia. Y si está firmada por William Shakespeare parece ser eterna.

Macbeth es una obra en la que el poder y la maldad se unen para elevarse como un dios intratable que todo lo puede. Macbeth es el personaje perverso, criminal y siniestro, que mejor representa al ser humano plantado en su zona más oscura en busca de poder. Su esposa, Lady Macbeth, representa esa maldad que arropa lo bueno y lo malo, lo posible y lo deseado, la vida y la muerte. Macbeth es la humanidad que queremos negar aunque somos incapaces de evitar.

No es extraño que Giuseppe Verdi leyese a Shakespeare y quisiera convertir cada una de sus obras en una ópera. No es extraño. Porque su literatura no tiene prisa, representa la esencia de las personas.

La puesta en escena de la ópera de la que se ha podido disfrutar en el Teatro Real de Madrid era sencilla. Aunque se anunciaba una representación en versión de concierto, en el escenario se encontraba el coro sentado y los personajes que vestían de negro y tenían margen para desarrollar interpretativamente, aunque de forma escasa, el arco dramático de sus personajes. El único que vestía como lo hubiera hecho su personaje era Plácido Domingo. Sin excesos, discretamente. Un par de espadas y unas proyecciones. Se jugaba con las luces de forma inteligente y eficaz. Nada más.

Plácido Domingo sí se reinventa para poder seguir dando vida a esos personajes que tanto ayudan a entender la realidad. Con setenta y seis años, el que ha sido uno de los tenores más completos de los últimos tiempos, ha buscado alivio como barítono y sigue dando lecciones a todos. Resulta muy impresionante su capacidad de trabajo, el esfuerzo que puede llegar a realizar sobre el escenario, la forma de dosificar la voz para terminar llegando a las zonas de importancia como si aquello fuese la cosa más normal del mundo. Es verdad que Plácido Domingo se reserva cuando la partitura cede algo de terreno y es verdad que los esfuerzos físicos son menores por lo que busca escapes de hombre experimentado. Pero eso no resta ni un ápice de importancia a lo que hace.

Le acompañaban Ildebrando D’Arcangelo (un Banco algo desdibujado, sin el empaque esperado), Brian Jagde (encarnando a Macduff con entusiasmo y un registro más que interesante) y Anna Pirozzi (una voz notable aunque con clara tendencia a descontrolarse algo llegando a los tonos más agudos, ligeramente gritona, para entendernos).

El coro se mostró como de costumbre: sólido, muy eficaz, sabiendo traducir los estados de ánimo que se dibujan en la partitura y en el libreto, gracias a una dirección robusta de Andrés Máspero. Cuando alguien acude al Teatro Real de Madrid para asistir a la representación de una ópera, puede tener dudas sobre esto o aquello, aunque nunca sobre la labor del coro. Es una rareza que falle.

James Conlon, director musical, acompañó bien a los cantantes y no dudó ni un momento en dejar muy claro que allí se había ido a experimentar una tragedia de las importantes. Ni una concesión a las bellezas añadidas. Macbeth es lo que es. Y eso siempre es de agradecer.

Lo que queda claro cuando Plácido Domingo está sobre un escenario es que lo esencial está en ese lugar al que no pueden acceder millones de bits dirigidos por un cambio constante que no siempre es del todo bueno: lo que siempre queda claro es que él se reinventa aunque no por necesidad propia sino por generosidad con los aficionados a la ópera; lo que siempre queda claro es que, sea como sea, Plácido Domingo es capaz de reinventarse para quedarse en el mismo lugar en el que lleva colocado muchos años. Y eso solo lo pueden conseguir un puñado de artistas.