Miguel Hernández, el poeta andaluz que nació en la Comunidad Valenciana (II)

El poeta de Orihuela (Alicante) es universal, pero millones de andaluces lo han adoptado por su sensibilidad con quienes fueron hijos del campo, ese lugar donde nacen los alimentos de la ciudad y que tanta preocupación afronta hoy

Ramón Reig

Entre Andalucía y el Levante español existe una amplia zona con una considerable raíz de cultura común subyacente. Hay en ella hitos históricos comunes: la colonización fenicia, la cartaginesa, la griega, árabe. Orihuela recibió la influencia de la cultura de Los Millares y del Algar, cuyo núcleo estaba en lo que hoy es Almería (3500 a de C); la vinculación de Orihuela a Leovigildo (Oriola), que estableció su principal núcleo de poder en Sevilla y Córdoba, es grande. Desde Córdoba, las huestes de Abderramán I la invadieron y su relación con Castilla (después con Aragón) que tanto influyó en Andalucía -para bien y para mal- es evidente.

En el área de Alcoy, diversas localidades nos muestran su toponimia árabe: Alcoy (Alcoi en valenciano), Benilloba, Benialfaquí, Beniarrés, Benimarfull, Albaida (hay otra Albaida en Sevilla), etc. Son denominaciones derivadas de asentamientos moriscos similares a los que se dieron en Granada y otros lugares de Andalucía. Después llegaría la conquista cristiana y la repoblación con esa presencia relevante de las órdenes militares pero, mientras en Andalucía occidental predominaría el latifundismo, que no en toda la oriental, en Valencia y Alicante sería el minifundio lo más extendido.

De todas formas, ese poso cultural había quedado ahí. No es extraño pues que en Miguel Hernández se dé una Andalucía implícita y otra explícita. En la primera de ellas, si le indicáramos a alguien -no experto- que nos dijera quién es el autor de unos versos o expresiones determinadas podría respondernos cualquier nombre de poeta andaluz célebre o menos célebre. La segunda nos sitúa a Andalucía como plano central de la creación hernandiana. Veamos algunos ejemplos.

La Andalucía implícita

En Perito en lunas aparecen palabras muy familiares para los andaluces: azahar (uno de los símbolos líricos de Sevilla), gitanas, gallos (muy presentes en García Lorca), campos (Villalón), ríos (Cernuda), higueras, vírgenes (Juan Sierra, poeta de la Generación del 27 nacido en Sevilla), toros (Villalón de nuevo). No olvidemos que Miguel Hernández, aunque más por necesidades económicas que por inclinación intelectual, colaboró en Madrid en la enciclopedia que sobre los toros elaboraba entonces (1934) José María de Cossío.

Aunque de forma tópica, Andalucía ha sido identificada con la etnia gitana. Sin embargo, Miguel Hernández nos demuestra que esta identificación carece de rigor pues también es un significado en su obra. Sin embargo, el toro sí que ha creado toda una cultura en Andalucía. El toreo no es un simple espectáculo, es un ritual semejante a lo religioso pagano, con un sacerdote “ejecutor” (el torero), una víctima (el toro), todo ello en el contexto de la ceremonia antes y después de la corrida en la plaza, es decir, del momento más álgido del rito.

Por otra parte, está el flamenco. Existen, como se sabe, pequeñas obras maestras en el cante o en la literatura oral y escrita. Se denominan soleares, peteneras, etc. En pocos y cortos versos se lanza toda una sentencia filosófica en su más amplio sentido, como demostró el padre de los Machado, don Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, mediante su clásica recopilación de cantares andaluces. Miguel Hernández se convierte no pocas veces en cante andaluz, tal como demuestran estos versos de su obra Cancionero y romancero de ausencias:

Enterrado me veo,

crucificado

en la cruz y en el hoyo

del desengaño.

¡Qué mala luna

me ha empujado a quererte

como a ninguna!

No es difícil imaginar estos versos en la boca de un cantaor, acompañados por una guitarra. Son versos desgarrados, donde subyace otro elemento hernandiano y andaluz: la pena.

La pena en Miguel Hernández

La pena es una constante en la obra de nuestro poeta. Y también en la poesía andaluza, más en concreto en el cante popular. Cuando Miguel Hernández exclama: “¡Cuánto penar para morirse uno!”, está condensando en un endecasílabo toda una filosofía de vida muy andaluza, es más, ha logrado una síntesis admirable y comunicacional entre poesía popular y poesía culta. Antes había escrito otras palabras también muy conocidas: “pena con pena y pena desayuno,/ pena es mi paz y pena mi batalla”.

El recuerdo del cante jondo llega de la mano del concepto de pena nuevamente en estos versos también del Cancionero y romancero de ausencias en el que, por cierto, la palabra ausencia es una de las hermanas de la pena:

Las penitas de la muerte

me dan a mí que no a otro,

cuando salgo al campo a verte

con mi negra, negra suerte,

con mi negro, negro potro.

O en estos otros de El rayo que no cesa:

Tengo estos huesos hechos a las penas

y a las cavilaciones estas sienes:

pena que vas, cavilación que vienes

como el mar de la playa a las arenas.

Ahora bien, la pena de Miguel Hernández no es resignada, no es algo sin remedio, como sucede en el cante andaluz, con su influencia senequista o su cariz derivado de la Contrarreforma, especialmente cruel con el pensamiento andaluz. La pena hernandiana suele ir seguida de la esperanza y el gozo. Veamos ejemplos de diversos poemas de El silbo vulnerado:

Gozar, y no morirse de contento,

sufrir, y no vencerse en el sollozo:

¡Oh, qué ejemplar severidad del gozo

y qué serenidad del sufrimiento!

(...)

Anda que te andarás, ir por la pena,

pena adelante, a penas y alegrías

sin demostrar fragilidad ni un tanto.

(...)

La pena hace silbar, lo he comprobado,

cuando el que pena, pena malherido,

pena de desamparo desabrido,

pena de soledad de enamorado.

La pena no es por tanto aniquiladora, no enerva al sujeto, lo hace de forma coyuntural. La energía que siempre demostró Miguel Hernández se ve también reflejada en este aspecto. La pena lleva a sonreír con la alegre tristeza del olivo, es obligatorio, una especie de maniobra de supervivencia. Por encima de todo el poeta sitúa la realidad -contradictoria pero positiva- de estar vivo:

Sonreír con la alegre tristeza del olivo,

esperar, no cansarse de esperar la alegría.

Sonriamos, doremos la luz de cada día

en esta alegre y triste vanidad de ser vivo.

Una persona como Miguel Hernández, tan fiel a su tierra y a su familia, experimentó en sus carnes y en su alma el desgarro de ser apartado de ambas esencias. Cuando en 1939 se encuentra encarcelado en Madrid escribe a su mujer, Josefina Manresa, una carta en la que, entre otros extremos, observamos una forma de expresarse que enlaza de nuevo con Andalucía (“Manolillo de mi alma”, escribe) y la necesidad de dar una salida optimista a aquella situación. Hernández no desea transmitir su estado psíquico a nadie, no desea compasión, todo lo contrario, se ve obligado a estimular y crecerse ante las adversidades. En la carta se lee: “¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza que no se pierde nunca”.

La Andalucía explícita

Junto a esta Andalucía subyacente, implícita, la explícita. Hernández canta a sus creadores, a sus gentes, a sus paisajes -tan familiares para él- y a sus circunstancias históricas.

A Gustavo Adolfo Bécquer le dice:

Guitarras y arpas, liras y sollozos,

sollozos y canciones te sumergen en música.

Ahogado estás, alimentando flautas

en los cañaverales.

Cuando escribe sobre Vicente Aleixandre piensa en la importancia que para el poeta sevillano tuvo el paisaje de Málaga -el mar, sobre todo- ciudad a la que se trasladó pronto y que marcó su creación poética.

Tu padre el mar te condenó a la tierra

dándote un asesino manotazo

que hizo llorar a los corales sangre.

De nuevo, en la oda a Aleixandre aparecerá el campo. Escogemos algunas palabras que en ella figuran: vacas, sandía, melones, labranzas, siembras, podas, serpientes, nardos, chivos, toros, piedras.

Al referirse a García Lorca, el tono cambia. Hernández piensa en la insensatez del asesinato pero lo convierte en germen de buenas cosechas:

Entro despacio, se me cae la frente

despacio, el corazón se me desgarra

despacio, y despaciosa y negramente

vuelvo a llorar al pie de una guitarra.

(...)

Primo de las manzanas,

no podrá con tu savia la carcoma,

no podrá con tu muerte la lengua del gusano,

y para dar salud fiera a su poma

elegirá tus huesos el manzano.

Cegado el manantial de tu saliva,

hijo de la paloma,

nieto del ruiseñor y de la oliva:

serás, mientras la tierra vaya y vuelva,

esposo siempre de la siempreviva,

estiércol padre de la madreselva.

Como reconocen Juan Cano Ballesta y Robert Marrast en Miguel Hernández. Poesía y prosa de guerra y otros textos olvidados, la influencia de Neruda y Alberti, sobre todo, en Miguel Hernández, durante las estancias de éste en Madrid, y los sucesos de Asturias, iban a cambiar el rumbo de la poesía del poeta valenciano. A este respecto, relacionándolo además con la elegía a García Lorca, ambos autores escriben sobre la autenticidad de lo que llaman “poesía revolucionaria”: “Numerosos rasgos del lenguaje denuncian su autenticidad. Toda la naturaleza se vuelve agresiva, iracunda, asoladora, igual que en la “Elegía primera. - A Federico García Lorca, poeta”. El universo llora la muerte del vate granadino con idénticas formulaciones, con igual movimiento rítmico desbocado, con imágenes gemelas. La materialización de los objetos más abstractos es la técnica empleada para lograr una gran intensidad y una fuerza arrolladora”.

En el citado poema “Llamo a los poetas”, perteneciente a El hombre acecha, Miguel Hernández se dirige directamente al poeta granadino y recuerda de nuevo su trágico final:

Ahí está Federico: sentémonos al pie

de su herida, debajo del chorro asesinado,

que quiero contener como si fuera mío

y salta y no se acalla entre las fuentes.

De los creadores a las gentes de Andalucía, muy incrustadas en no pocas ocasiones en el grave contexto histórico:

Andaluzas generosas

nietas de las de Bailén,

dad a los verdugos fosas

antes que fosas os den.

Parid y llevad ligeras

hijos a los batallones,

aceituna a las trincheras

y pólvora a los cañones.

Sembrada está la simiente:

y vuestros vientres darán

cuerpos de triunfante frente

y bocas de puro pan.

Imposible dejar de lado el poema “Aceituneros”, donde, junto con el tono agitador que se acaba de observar en el poema anterior, hallamos una de las ideas centrales de la forma de ser hernandiana: la fusión del ser humano con su paisaje. Miguel Hernández nos recuerda la reivindicación ecologista actual: es necesario que el ser humano viva con su medio ambiente en lugar de enfrentarse a él y destruirlo. Los olivos, a los que se refiere el poema, son parte del aceitunero y viceversa. Hernández traza una visión macroestructural de la vida a escala cósmica, similar a la alegoría india del Uroboros y que, además, nos recuerda al tiempo cíclico marcado por la naturaleza:

No los levantó la nada,

ni el dinero, ni el señor,

sino la tierra callada,

el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura

y a los planetas unidos,

los tres dieron la hermosura

de los troncos retorcidos.

En el también conocido poema “Vientos del pueblo me llevan”, Miguel Hernández se va a referir a los andaluces como pueblo en los siguientes términos, sin poder evitar un toque ciertamente tópico:

andaluces de relámpago,

nacidos entre guitarras

y forjados en los yunques

torrenciales de las lágrimas.

La popularidad de este poema se la debemos al grupo musical Los Lobos que lo llevó a la música en los años setenta. En este sentido, no olvidemos que por aquella época, Joan Manuel Serrat editó un LP formado íntegramente por poemas del poeta alicantino a los que el propio Serrat añadió la música. Nunca le estaremos suficientemente agradecidos a estos músicos (a los que hay que añadir, entre otros, a Paco Ibáñez) ni a sus empresas discográficas porque, en años oscuros y difíciles, popularizaron a autores y obras que eran un tabú oficial para el gran público. Serrat había editado antes otro disco dedicado a Antonio Machado en el que puso música a “La Saeta”, una música que hoy las bandas de cornetas y tambores entonan habitualmente en la Semana Santa de Sevilla.