Una forma de vivir y de beber

Javier Barreiro explora en un libro las relaciones entre alcohol y talento literario

18 feb 2018 / 18:06 h - Actualizado: 19 feb 2018 / 13:04 h.
"El alcoholismo descontrolado"
  • De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Edgar Allan Poe, Pablo Neruda, Charles Bukowski y Ernest Hemingway, cuatro famosos bebedores. / El Correo
    De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Edgar Allan Poe, Pablo Neruda, Charles Bukowski y Ernest Hemingway, cuatro famosos bebedores. / El Correo
  • Una forma de vivir y de beber
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La relación entre alcohol y literatura viene de largo. Sócrates era muy respetado, entre otras cosas, como gran bebedor. El más grande sabio chino, Li Po, murió a resultas de una borrachera, y el mismísimo Horacio dejó dicho que «ningún poema puede disfrutar de larga vida si ha sido escrito por bebedores de agua».

Incluso en el seno del islam, con sus consabidas privaciones coránicas, asoman nombres como el de Omar Khayyam, para quien el vino era un modo de aproximarse a Dios, o el poeta iraquí Abu Nuwas, que escribió: «Siéntate junto al narciso, deja atrás las espinas,/ túmbate al lado del mirto, olvídate de las zarzas,/ y por la mañana empieza a beber el vino./ ¡Que ninguna prohibición te lo impida!». Una idea que no está tan lejos del Eclesiastés bíblico, donde se pregunta aquello de «¿Qué es la vida de un hombre sin vino?»

Muchos de estos autores son analizados por el escritor Javier Barreiro en Alcohol y literatura (MenosCuarto), un volumen lleno de anécdotas protagonizadas por figuras tan destacadas como Herodoto, Alfred Jarry, Pablo Neruda (cuyas memorias, Confieso que he vivido, han sido a menudo rebautizadas como Confieso que he bebido), Malcolm Lowry, Dylan Thomas, Ernest Hemingway, Juan Benet, Juan Carlos Onetti, o Raymond Chandler.

«Beber es placentero pero puede perjudicar y llevar a cometer actos inqueridos y violentos», explica el autor. Ilumina y embrutece. Hace más humano y más salvaje. Como tantas cosas, es pura contradicción: sienta bien y mal, alegra y entristece, proporciona tono y lo apaga, estimula la creación y es capaz de abolirla para siempre».

Desde el maestro Edgar Allan Poe, que murió tras un episodio de delirium tremens, hasta el premio Nobel de 1920, el noruego Knut Hansum, que se presentó en la Academia Sueca completamente ebrio, el alcohol ha sido para muchos al mismo tiempo la gran musa y la perdición. Se cuenta que Rubén Darío llegó a atracar en la bahía de Cádiz, pero nunca pisó tierra por hallarse en un estado lamentable a cuenta del síndrome de abstinencia. Alcohólicos que han escrito sus mejores obras bajo el efecto de la bebida han sido entre otros Joseph Roth (La leyenda del santo bebedor), Hans Fallada (El bebedor), Venedikt Erofeyev (Moscú-Petushki) o Charles Bukowski, que se hizo famoso en Europa bebiendo generosamente en cierto plató de la televisión francesa.

También escribió presa de los vapores etílicos el mexicano Juan Rulfo su Pedro Páramo, el chileno José Donoso murió de cirrosis hepática después de una larga vida de bebedor, y el cubano Cabrera Infante confió a un amigo: «¿Sabes, chico, qué es peor que un alcohólico? Una persona que ha dejado de beber en contra de su voluntad». Otros aficionados conocidos son los peruanos Alfredo Bryce Echenique (con aquella famosa anécdota en la que al oír el nombre del académico Manuel Alvar exclamó «¡eso, al bar, al bar!», o Julio Ramón Rybeiro, autor del memorable cuento Las botellas y los hombres; el argentino Abelardo Castillo (El que tiene sed) o el venezolano Adriano González León (Hombre que daba sed), sin olvidar al boliviano Víctor Hugo Viscarra y su demoledor Borracho estaba, pero me acuerdo.

En España, pocos autores como Quevedo cantaron más y mejor al vino, aunque también acusó con frecuencia de borracho a su rival más encarnizado, Luis de Góngora. Y mucho lo hicieron también los grandes bohemios como Alejandro Sawa, Valle-Inclán o Mariano de Cavia, en un tiempo en que en los bares más ilustrados se rendía culto a la absenta.

En tiempos más recientes, la llamada Generación del 50 fue conocida también como La Cosecha del 50 por su afición a los alcoholes. No en vano, uno de sus nombres mayores, Claudio Rodríguez, se dio a conocer con el premio Adonais con el poemario Don de la ebriedad, el gaditano Fernando Quiñones se forjó como narrador con sus Cinco historias del vino y su paisano José Manuel Caballero Bonald, único superviviente de aquella quinta que se curaba todas las dolencias con manzanilla de Sanlúcar, escribió un Breviario del vino y siempre defendió la taberna como un espacio, más que de ocio, de libertad. «Éramos como un nuevo talante para vivir y para beber frente a aquella mezquindad ambiental, el aburrimiento y la ramplonería de los años cincuenta y sesenta en España», afirma.

El alcohol, que fue la ruina de muchos, ha dado también a algunos para vivir. El andaluz nacido en Barcelona Mauricio Wiesenthal, autor de un monumental Diccionario del vino entre otros títulos afines, ha subsistido durante mucho tiempo redactando hermosos textos para las etiquetas de las botellas y dando conferencias sobre el tema.