Parece mentira que Granada haya podido, en medio de rebrotes y amenazas, ultimar la celebración de la sesenta y nueve edición de su festival, y lo que es más, que haya podido hacerlo con tan alto nivel de calidad y de dignidad, con un plantel de artistas irrepetibles, algunos legendarios, otros a medio descubrir, que han hecho de él una cita ineludible del calendario musical, y un bálsamo de consuelo y felicidad para quienes añorábamos la música en directo tras tanto tiempo de confinamiento e incertidumbre. El último fin de semana se nutrió de un amplio abanico de posibilidades, del canto polifónico renacentista a cargo del grupo sevillano Vandalia, al encendido esplendor beethoveniano de Krystian Zimerman haciendo los dos conciertos de piano más amados del genial compositor, hasta el piano cálido y vertiginoso de Bertrand Chamayou y el violonchelo flexible y carnoso de Iagoba Fanlo. Todos fueron motivos para el regocijo.
Entrada por la puerta grande del cuarteto de voces sevillano Vandalia, nada menos que en la Capilla Real ante un público íntimo, atento y respetuoso y con un programa de singular atractivo bajo el brazo. Se trataba de recrear la Misa de Bomba del granadino afincado en Guatemala Pedro Bermúdez, muy ligado a este monumento de la ciudad de la Alhambra. Para ello optaron por un programa tan didáctico como estimulante, presentando como antesala la Ensalada Bomba que compuso Mateo Flecha “El Viejo”. El autor fue especialmente prolífico en la composición de este género de piezas, las ensaladas, llamadas así por aglutinar todo tipo de canciones de distinta métrica y autoría, con ritmos diversos y procedimientos heterogéneos, mayoritariamente homófonos. La Bomba se llama así por imitar el sonido del bombeo del agua en un naufragio que representa metafóricamente el hundimiento del alma del pecador y su llamada de auxilio para ser redimido por el Salvador. Rocío de Frutos, exhibiendo un volumen de voz por encima de lo que estamos acostumbrados, pero con la misma dulzura en la línea de canto, alternó con sus compañeros las alegres estrofas de la pieza, a veces onomatopéyicas, otras casi taberneras, si bien se hizo notar cierta dispersión en la armonía, como si cada uno y una cantaran por su cuenta, debido posiblemente a la delicada acústica del lugar.
La Misa de Bomba de Bermúdez es la única de las suyas que hace referencia a una melodía secular, la ensalada citada, aunque mantiene a través del canto firme con tratamiento imitativo la estructura de la misa convencional, a la que el conjunto se plegó con oficio y estilo, dejando claro en este caso su amplio espectro y capacidad de adaptación, con supremas aportaciones de Frutos y Gabriel Díaz en las voces agudas, el tenor Víctor Sordo y el perfecto contrapunto en la armoniosamente ensamblada voz del bajo Javier Cuevas. En la segunda parte, naturalmente sin pausa, dedicaron un amplio espacio al maestro sevillano del Siglo de Oro, Francisco Guerrero, con joyas de la música litúrgica y profana, como Si tus penas no pruevo o Pan divino, graçioso, cantadas con buen gusto y extrema sensibilidad, como la que emplearon ya en un registro completamente distinto en la propina lorquiana, el Zorongo Flamenco, aunque para flamenca la boda que se celebraba en el sagrario adyacente y que casi sabotea el buen hacer del conjunto sevillano.
Todavía recordamos con admiración el excelente concierto que ofreció el pianista francés Betrand Chamayou en el Teatro Central de Sevilla hace siete años. Entonces vino a tocar música de John Cage con un piano preparado, un sensacional trabajo de percusión y habilidades extremas como tocar con absoluta precisión un piano de juguete. Por eso quizás su arte al teclado no deja indiferente, muestra su inquieta predisposición a encontrar nuevos lenguajes y se deja influir por su pasión por la música contemporánea a la hora de buscar nuevas formas de interpretar lo de siempre, lo que ya se creía dogmático e inquebrantable, hasta el punto de que a menudo podamos sentir como nuevo lo que hemos escuchado mil veces. Saludado como un maestro con los impresionistas, con una integral pianística de Ravel tan lograda que lo avala, ofreció tres preludios de Debussy con una vocación rompedora sorprendente. Sin embargo su Catedral sumergida fue más majestuosa que poética, más del día que de la noche, más ingeniosa e incluso brillante que misteriosa o íntima, y desde luego extremadamente virtuosa, como también lo fueron, pero aquí sí supo captar la atmósfera y el intimismo necesarios, La Terrasse des audiences du clair de lune, mecida por el sugerente murmullo del agua de la fuente del Patio de los Mármoles del Hospital Real, y Feux d’artifices, prodigio de ritmo e impacto sin renunciar a una elegancia y exquisitez extrema. Igual abordó Miroirs de Ravel, con un preciso fraseo emulando el alegre revoloteo de las Noctuelle, una pulsación nerviosa para evocar la opresión incómoda de los Pájaros tristes, chispeante y fluida en una memorable, poética y embriagadora Un barco en el océano, y con un exquisito detalle colmado de reflexión en El valle de las campanas. Incluso en su muy nerviosa y ajetreada Alborada del gracioso encontramos motivos extras para admirar al joven y reconocido artista, igual que luego encontraríamos en una vertiginosa Tarantella de Liszt, según el cuaderno apéndice de los viajes del autor plasmados en Años de peregrinaje, junto a unas idiomáticas y coloristas Gondoliera y Canzone, basadas en temas populares y desgranadas por el pianista con igual ímpetu y ánimo inquieto. Su bloque Liszt se inició sin embargo con Los juegos del agua de la Villa del Este, toda una anticipación del impresionismo musical de marcadas reminiscencias acuáticas que a Chamayou sirvió como perfecta transición entre Debussy, Ravel y el visionario genio húngaro.
También Iagoba Fanlo vino seducido por su compromiso con la música contemporánea y un programa extraordinario alrededor de la primera de las seis suites para violonchelo de Bach. Aún recordamos el buen sabor de boca que dejó hace ocho años en el Femás con estas obras bachianas. El experimento esta vez incluía un Praeludium y Rendez-vous, de Alfredo Aracil, presente en el crucero del Hospital Real, el primero estrenado en el Alicante Actual de hace unos años y el segundo estrenado aquí debido a que su emplazamiento original en el Festival de Cuenca se vio malogrado por la pandemia del coronavirus. Dos singulares obras basadas en material que bien podría haber utilizado el maestro de Leipzig, sometidas a transformaciones, acordes inversos, discordancias, roces y estridencias variadas hasta converger en una convincente interpretación de este sensacional cuerpo del instrumento de cuerda grave por antonomasia, que el artista donostiarra articuló con sensibilidad y muy buen gusto, un sonido carnoso y una autoridad incontestable. Toda esta serie de virtudes destinadas a encumbrar la belleza del barroco derivaron con Britten y su Suite nº 1 para el instrumento en una intensa expresividad, convirtiendo el violonchelo en médium para transmitir toda la fuerza de la tierra, el lamento del destino y el canto elegíaco que tan bien supo en su momento transmitir Rostropovich, para quien se compuso la pieza a instancia de Shostakovich. Seis movimientos separados en tres bloques por un canto recurrente, en el que destacó el desgarro del violonchelista y su especial dominio del arco, explícitamente golpeado en la aflamencada Serenata así como en la Marcha, y con un brillante torbellino en el Moto perpetuo. Un más dócil y convencional Postludium de Aracil concebido muy significativamente para este programa y esta edición del Festival de Granada cerró antes de una propina bachiana este estimulante concierto.
El sensacional pianista y eventual director de orquesta polaco Krystian Zimerman puso el broche de oro a tan extraordinaria edición del Festival de Granada con el tercero de los programas que dedicó a los conciertos para piano de Beethoven junto a la Orquesta Ciudad de Granada. Tocó el piano y dirigió, o concertó como diría humildemente el gran Javier Perianes, a una orquesta en muy buena forma en nada más y nada menos que los conciertos cuarto y quinto, joyas de la música en mayúsculas, obras maestras de la literatura concertante y monumentos del arte en general. Quizás estuvo demasiado atento al músculo orquestal, en detrimento de su propio instrumento, que especialmente en el largo allegro moderato inicial sonó pequeño y a menudo camuflado. Aunque imprimió su intervención solista de un exacerbado lirismo ambiental, no nos resultaron agraciadas las cadencias, cuya autoría no acertamos a identificar. Sí triunfó en el grave andante con moto central, prodigio de transición entre doloroso y tierno hacia un rondo vivace convenientemente brillante y desprejuiciado. No fue quizás una versión antológica de la pieza, pero sí en cualquier caso bien articulada y dialogada, y de concepción rotundamente clásica.
Por iguales derroteros más o menos deambuló un Concierto nº 5 Emperador musculoso y vibrante, reafirmando su espíritu de gran concierto y ahora sí asumiendo su carácter renovador del género, especialmente apreciable en un adagio central marcado por un extremo lirismo y una concepción netamente sentimental del material pianístico. Precedido de un allegro de amplios desarrollos y generosas proporciones, imbuida de una energía heroica, un inesperado viento que hizo las delicias del público amargó algo la velada a Zimerman, que tuvo que lidiar como pudo con las partituras sin que el resultado se resintiera. De la dulce meditación y la desnuda espiritualidad del adagio pasó con total naturalidad al frenesí rítmico del allegro final, llena de brío y espíritu triunfador, tal como pudo apreciarse con una platea del Carlos V aplaudiendo a rabiar y de pie durante largos y muy merecidos minutos. Y así acabó una memorable sexagésimo novena edición del Festival de Granada, con más mérito teniendo en cuenta las inoportunas condiciones en que ha tenido que organizarse y celebrarse.