Celta - Barcelona (2-2)

El Barça acaba desquiciado en Balaídos

El equipo de Flick ve cómo el Celta le empata en dos minutos tras la expulsión en el crepúsculo de Casadó

Francisco Cabezas

Francisco Cabezas

"El viento lleva consigo los gérmenes de la locura". Nadie podría quitar la razón a García Márquez cuando dejó esa evidencia escrita en su cuento de la tramuntana. No era ese el viento que soplaba en la desangelada noche de Vigo, pero, igual de desagradable, llevó a los futbolistas del Celta y el Barça a un estado de excitación y tormento tal que los episodios delirantes se sucedieron hasta el final. Debió imaginar el equipo de Flick que llegando al minuto 82 con una ventaja de 0-2 estaba todo hecho. No fue así. Casadó se llevó la expulsión que no tuvo Gerard MartínKoundé perdió su cabeza ensortijada y los celestes, gracias a que Alfon y Hugo Álvarez vieron pasar su vida en dos suspiros, entre el 84 y el 86, atraparon un empate con aroma a calamitoso para los azulgranas.

El final de la noche tuvo un desenlace adecuado a lo visto. El caos. El delirio. Y también el mal juego de un Barça que no pudo vivir de los chispazos de Raphinha y Lewandowski.

Iago Aspas, con la mirada desquiciada de quien se ve solo e incomprendido, gritaba desesperado en el ocaso del primer acto al ver cómo el árbitro del partido, Soto Grado, negaba la expulsión de Gerard Martín. El canterano azulgrana, que había asomado en el once por los problemas físicos que arrastraba Balde, se había ganado una amarilla en el mismo amanecer. Y bien debió haberse llevado la segunda cuando barrió a Aspas en un momento y en una zona demasiado absurda para semejante castigo. Pero el capitán del Celta, que ya iba caliente porque entendía que, un rato antes, el mismo lateral izquierdo del Barça era también el culpable de haberle derribado en el área sin que el árbitro dijera ni mu –en este caso, con sentido–, no entendía a razones.

Flick, que a sus 59 años no tiene por qué simular nada, se apresuró a echar mano de Héctor Fort para ocultar en el banco a Gerard Martín, consciente de que la ventaja obtenida en el primer cuarto de hora corría serio peligro si el colegiado reparaba en que debía compensar aquello de alguna manera.

La locura y el desconcierto

El viento, decíamos, arrima a la locura. Y también al desconcierto. Óscar Mingueza, uno de aquellos niños que brotaron durante la caótica etapa de Koeman en el Barça, despreciado después, y que en el Celta se ha ganado incluso la internacionalidad absoluta, tuvo un reencuentro de lo más desagradable con el Barça. Vio cómo un pase largo de Koundé iba a botar frente a sus narices. Quizá el puñetero viento le jugara una mala pasada. El caso es que la pelota sobrevoló su cabeza y, cuando se dio cuenta, Raphinha ya le había ganado la espalda. De lo que no tuvo culpa la climatología fue de ver quebrada su cadera con el recorte seco del brasileño, antesala del 0-1.

Aunque al Barça le costó un mundo ordenarse. Sin el lesionado Lamine Yamal, la salida desde atrás cuesta demasiado. Raphinha ocupó ese flanco diestro, pero él está más para ejecutar, no tanto para ofrecer coherencia. A Olmo se le vio desubicado en la izquierda, mientras que a los volantes les faltaba calma ante el toque de corneta gallego. Pedri se esfumó.

Gavi, que volvía a la titularidad un año después de que se destrozara la rodilla, apretaba la lengua con tanta fuerza que a uno le dio por pensar que podría agujerear el moflete. Pero por algún lugar tiene el chico que canalizar ese ansia emocional. Casadó y Pedri, a su vera, buscaban cómo calmar un duelo en que el Celta atacó de maravilla pese a esos problemas con el remate que solucionó en el desenlace. Aspas ya había iniciado el duelo fallando a bocajarro, Gerard Martín evitó un tanto de Hugo Álvarez, e Iñaki Peña tuvo que sacar la manopla ante un martillazo de Ilaix y un duelo al sol, ya en el segundo tiempo, frente al mismo Hugo Álvarez.

Lewandowski, que ni siente ni padece, ya se había vuelto a aprovechar de otro desliz de Mingueza y de un Starfelt que acudió a la ayuda también pasado de vueltas. Y aún pudieron los azulgrana lamentar que Raphinha estrellara un balón en el palo antes de que la expulsión de Casadó y el dramático error de Koundé turbaran al Barça cuando la noche se desmayaba.

Hubo un tiempo en que Cruyff, bendito sabio, se acostumbró a echar la culpa al viento cuando algún partido salía mal. Flick, simplemente, asumió que su equipo no dio una a derechas.

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