¿Cuáles fueron las epidemias del Mundo Antiguo?

De la sepsis a la viruela, pasando por la fiebre tifoidea, hacemos un repaso a los males que azotaron a los pueblos de la antigüedad, tanto en Egipto como en Grecia y Roma.

22 mar 2020 / 04:11 h - Actualizado: 21 mar 2020 / 23:11 h.
"Coronavirus"
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Desde los primeros tiempos, la humanidad ha soportado innumerables enfermedades, plagas y epidemias que han diezmado y aterrorizado a la población a lo largo y ancho del mundo. No en vano, para hallar los primeros testimonios de la peste (nombre genérico con el que los antiguos se referían a las epidemias), no hay más que acudir al Antiguo Testamento, donde en el Libro del Éxodo (9,5) puede leerse: «Jehová dijo a Moisés y Aaron: Coged puñados de ceniza de horno y espárzala Moisés hacia el cielo a vista de Faraón y se convertirá en polvo menudo en toda la tierra de Egipto de lo que resultarán tumores apostemados así en los hombres como en las bestias». Dado que el pueblo egipcio se preocupaba bastante por el estudio y la búsqueda de soluciones a enfermedades de todo tipo —se menciona a Imhotep, nacido en el 2690 a.C., como fundador de la medicina a orillas del Nilo—, sabemos que dominaban remedios curativos de gran efectividad. Un ejemplo lo encontramos en el «Papiro de Ebers», considerado uno de los primeros ‘manuales’ de medicina de la historia, y donde se nos muestra «una larga lista de enfermedades relacionadas con la medicina interna, sus respectivos síntomas e indicaciones terapéuticas, al igual que un rico listado de plantas con efectos curativos», según la profesora Esther Dabán. Si tuviésemos que señalar una enfermedad común en la época de los faraones, esa sería la sepsis, «estado tóxico infeccioso que se produce al entrar un microorganismo patógeno al torrente sanguíneo», según «The Oxford Encyclopedia of Ancient Egypt». Y es que, pese a no haberse hallado evidencias convincentes reportadas en momias, existen, sin embargo, descripciones sugerentes de estas dolencias —protuberancias llenas de pus— en los papiros médicos. La mejor fuente es el Papiro Edwin Smith, documento médico que data de la Dinastía XVIII de Egipto, y que se piensa fue redactado en escritura hierática por escribas de la época. Además de contener interesantes tratamientos para heridas de guerra y descripciones anatómicas, brinda un curioso reporte gráfico de una herida infectada por sepsis. A falta de identificar otros virus y bacterias en restos humanos del Antiguo Egipto, Donald Redford, influyente egiptólogo y arqueólogo canadiense, apunta a la viruela como otra infección viral a tener en cuenta. Esta fue detectada por medio de la observación de la piel de momias bien preservadas, caso del faraón Ramsés V.

La plaga de Atenas

Pese a los mencionados estudios egipcios, ningún avance en materia de investigación estaba reñido con las creencias en deidades y rituales mágicos. De hecho, en la Grecia Clásica, donde surgiría el gran Hipócrates —considerado el padre de la medicina—, contaban incluso con un dios específico para la medicina: Asclepios (que quiere decir «incesantemente benévolo»). Como curiosidad, este personaje mitológico portaba en su mano una serpiente —símbolo de la vida y la muerte— enrollada en un bastón; es decir, el icono de las actuales farmacias. ¿Y qué remedios aplicaban los griegos para sus enfermedades? Los había tanto naturales como ‘milagrosos’. Por ejemplo, mientras aplicaban férulas para las fracturas óseas y recetaban baños termales para los reumatismos, un perro se encargaba de lamer las úlceras por ‘recomendación’ del dios. En cuanto a las epidemias, Atenas hubo de enfrentarse a una amenaza devastadora que se inició en el 430 a.C., extendiéndose asimismo a Esparta y gran parte del Mediterráneo oriental. Conocemos los detalles gracias al historiador y militar Tucídides, quien sitúa el origen en Etiopía, continuando posteriormente por Egipto y Libia, hasta desembocar en Atenas. Estos eran los síntomas de la peste: «Violentos dolores de cabeza, [...] enrojecimiento e inflamación de los ojos, sufusiones de sangre en garganta y lengua... El cuerpo se ponía de color lívido, hacia rojo, y aparecían pústulas y úlceras [...] La inquietud se hacía intolerable y morían al séptimo o noveno día. Si sobrevivían este tiempo, aparecían extenuantes diarreas que terminaban con la vida del enfermo. Algunos escapaban vivos, pero perdiendo los ojos o los dedos de manos y pies». Asimismo, en su «Historia de la guerra del Peloponeso», el griego señala cómo «los médicos nada podían hacer, pues de principio desconocían la naturaleza de la enfermedad. Además, fueron los primeros en tener contacto con los pacientes y morían en primer lugar». Pese a que en los últimos cien años «más de doscientos autores, —entre médicos, historiadores y filólogos clásicos—, unidos o por separado, han planteado con entusiasmo y defendido con mayor o menor elocuencia más de treinta posibles diagnósticos», según el doctor Jorge Dagnino, la mayoría se inclina por la fiebre tifoidea provocada por la bacteria ‘Salmonella tiphy’, que provocó la muerte de 100.000 personas hasta el 426 a.C., incluyendo al famoso político y orador Pericles.

Una pandemia global

El Imperio Romano también se vio sacudida por pestes de gran virulencia. La más terrible tuvo lugar durante los tiempos del emperador Marco Aurelio, y comenzó en el 166 d.C. Conocida como peste «Antonina», fue la primera pandemia que afectó globalmente al mundo occidental, «llegando a perturbar todas las dimensiones de vida del género humano en el Imperio Romano tales como la economía, la política, la religión y la cultura», como bien explica el sociólogo Andrés Sáez. En este caso, el cronista que recoge los pormenores es el médico y cirujano de origen griego Galeno de Pérgamo, quien mejoró las bases de la medicina hipocrática, y cuya influencia se extendería por todo el mundo árabe y medieval. La importancia de este hombre adelantado a su tiempo está dada porque presenció la epidemia al trabajar directamente con el emperador y el ejército. Hoy, la literatura especializada estima que la mortalidad alcanzó un 10% de la población romana de la época —unos siete millones de personas—, originándose el foco en la ciudad de Seleucia (actual Irak), según la «Historia Augusta» (siglo IV). No obstante otras fuentes más contemporáneas a la epidemia, como los escritos del historiador romano Calpurniano Crepereyo, señalan a Egipto. Según Galeno, los síntomas de la enfermedad eran los siguientes: «exantemas de color negro o violáceo oscuro que después de un par de días se secan y desprenden del cuerpo, pústulas ulcerosas en todo el cuerpo, diarrea, fiebre y sentimiento de calentamiento interno por parte de los afectados, en algunos casos se presenta sangre en las deposiciones del infectado, pérdida de la voz y tos con sangre debido a llagas que aparecen en la cara y sectores cercanos, entre el noveno día de la aparición de los exantemas y el décimo segundo, la enfermedad se manifiesta con mayor violencia y es donde se produce la mayor tasa de mortalidad». Huelga decir que, en aquellos tiempos, la gente apenas se lavaba las manos y era imposible impedir la contaminación de los alimentos, ya que las ciudades estaban infestadas de ratas e insectos, y cientos de animales pululaban por las calles y las viviendas. Como curiosidad, existen testimonios de dicha peste incluso en España; concretamente en Puentes de García Rodríguez, una localidad de La Coruña donde se conserva un ara perteneciente a la provincia romana de Brigantium, con diez inscripciones dedicadas a Apolo —la leyenda dice que la plaga se originó cuando, durante una guerra lejana, un legionario romano entró a saquear un templo de Asia Menor dedicado a Apolo y abrió un cofre del que salió un gas venenoso que diseminó dicha enfermedad por todo el imperio—. Descartadas la peste bubónica y la fiebre tifoidea, al no hallar en las fuentes rastros de bubones en axilas y ganglios, llegado el siglo XX, Littman y Cunha se inclinaron por una viruela de tipo hemorrágica.