La Cuaresma es siempre una oportunidad de encuentro con nosotros mismos, y de Encuentro con Aquel que es capaz de transformar nuestro corazón de piedra en un corazón de carne. Francisco nos indica en su Mensaje para esta Cuaresma que la fuerza que robustece el corazón del creyente es la oración, que es presencia del Señor en nuestra vida. Por eso para este tiempo previo a la Semana Santa se recomienda intensificar el tiempo de oración. Y es precisamente la oración la que nos trae la gracia de participar de la comunión. La comunión necesita ser reforzada en el seno de nuestras hermandades y cofradías, bien sea entre ellas entre sí, bien con el resto de instituciones de la Iglesia y con su Jerarquía. Pero la comunión no se improvisa, ni se consigue con esfuerzo y buena voluntad solamente, porque la communio es sobre todo y ante todo un don que se pide y se recibe. Solo desde la acogida de este don en el corazón de cada creyente puede comenzar a tejerse la red del pescador que deje entrelazados a todos los grupos eclesiales. El lugar por excelencia para pedir y recibir ese don es la Eucaristía, celebrada y adorada. Por este motivo el Santo Padre ha convocado para el próximo viernes de Cuaresma 24 horas para el Señor donde invita a que muchos templos queden abiertos todo ese tiempo sin interrupción para adorar a Jesús Eucaristía y recibir el perdón por el sacramento de la reconciliación. Después de hacer participado en Roma el pasado año de esta iniciativa pude sintetizar en una frase lo vivido durante las confesiones de esa noche: ¡Qué roto está el mundo y qué grande es Dios! Curiosamente esta iniciativa se convirtió en una oportunidad para gente que hacía mucho tiempo que no entraba en un templo y que terminó confesándose en esa noche de pecados que llevaba arrastrando mucho tiempo y se le había convertido en un lastre en su vida personal. ¡Una oportunidad de oro! Del mismo modo que se organizan vigilias para velar toda la noche a nuestra sagradas imágenes podríamos abrir los templos para que otros muchos, a veces incluso lejanos a nuestra fe, se encontrasen de frente con el Señor y, sin muchos preparativos, dejásemos a Dios ser Dios.