Si yo trabajara en cualquiera de las clínicas Pascual de Andalucía, o una de dos, o me pondría inmediatamente falda o denunciaría a la empresa por injurias. Cómo si no puede interpretarse el reciente auto de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) que da la razón a los propietarios de dichos centros de salud, que exigen a las enfermeras vestir faldas, cofias y delantal ya que dicha indumentaria responde a "consideraciones organizativas con la finalidad de dar a la clientela una buena imagen de la empresa".

El caso se suscitó durante la pasada primavera en el hospital de San Rafael de Cádiz a raíz de que se le retirase el plus de productividad a unas sanitarias que decidieron vestir el pantalón y bata blancos, habitualmente unisex en los hospitales públicos. El problema de fondo no estriba en plantearse, ahora, si habría que reformar o no la Ley de Igualdad para evitar anacronismos de este porte. Sencillamente, si el Supremo al que pretende recurrir CCOO volviera a insistir en ese mismo veredicto sería cuestión de que corriésemos a pedir asilo político en Escocia, pero eso sí, con derecho a kilt.

Los argumentos del TSJA para refrendar las exigencias de la empresa de José Manuel Pascual en sus siete centros andaluces son más bien risibles a los ojos contemporáneos: que en los convenios colectivos de los siete hospitales se recoge el uso de faldas para el personal femenino desde hace quince años, por ejemplo, y que nadie lo ha denunciado. Como cunda el ejemplo, cualquier día de estos, algún empresario de hostelería exigirá a los camareros que vistan de submarinistas para atraer clientela.

El auto precisa que según las pruebas testificales, el bies de la falda exigida queda por debajo de la rótula, por lo que no "alcanza su vida privada", ni viola por ello "los derechos al honor, la intimidad y a la propia imagen". Una mente mal pensada puede imaginar a quien haya redactado dicho argumentario evocando de soslayo las viejas pelis porno de enfermeras procaces embutidas en minifaldas de vértigo.

Todo esto resultaría de coña si no fuera demasiado serio. Más allá de las mofas carnavalescas que seguramente harán justicia poética con el empresario y con la justicia, cabría plantearse por qué la UGT se ha desmarcado de este asunto y por qué la Junta de Andalucía, plusmarquista en políticas de igualdad, mantiene sus conciertos sanitarios con una firma que impone en sus uniformes el pret-a-porter de la discriminación.