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Estado de emergencia nacional

Puede que el remedio más eficaz para que el mundo logre reponerse del crack educativo que lleva años destruyéndolo sea una buena revolución. Si las de carácter político han funcionado, véanse Francia y Estados Unidos, por qué no iban a hacerlo las educativas.

el 15 sep 2009 / 22:22 h.

Puede que el remedio más eficaz para que el mundo logre reponerse del crack educativo que lleva años destruyéndolo sea una buena revolución. Si las de carácter político han funcionado, véanse Francia y Estados Unidos, por qué no iban a hacerlo las educativas. Para emprender este vuelco hay que empezar por responder a unas sencillas preguntas: ¿Cómo se llamaba el mejor profesor que tuvo usted en su vida? ¿De qué le hablaba, qué hacía, qué transmitía, qué enseñaba, cómo era? Por pura salud mental uno suele apiadarse de su pasado, pero no tanto como para no reconocer que la mayoría de las veces la tarima estuvo gobernada por perfectos percebes. El percebe es una simpática criatura con derecho a la vida, naturalmente, pero no a dar clases, por mucho que lo certifique la autoridad competente. Junto a ellos había y hay grandísimos maestros. Mi experiencia dice que son la excepción. Tal vez la experiencia de otro dicte en contra de esta tesis. Quiéralo Dios.

Pero sea así o no, los profesores, aun los que respondieren al nombre científico de pollicipes cornucopiae, son inocentes del descalabro educativo. Por supuesto, más inocentes todavía son los alumnos, estaría bueno. Los niños son arcilla en las manos de cualquiera; no hay más que ver que muchos de ellos pueden volverse unos sinvergüenzas o unos tirados de la vida (cualidades que nadie querría para sí mismo, cabe suponer) por simple exposición al medio. Tampoco los políticos ni los padres son los responsables. Cuando hace falta una revolución es porque la culpa no es de nadie. No hay más que ver cómo gritan todos en una revolución.

Puestos a ir a las barricadas: la Bastilla que hay que tomar es la de la elección de los maestros. Ni la planificación de estudios ni la legislación vigente, por bienintencionadas que sean (quién lo duda), pueden contrarrestar en modo alguno, suponiendo que lo intenten, el pernicioso efecto de que los profesores no lo sean por vocación. El bonito palabreo, lleno de expresiones como adaptación curricular y otras lindezas por el estilo, no ha logrado que todos o al menos la mayoría de los maestros hagan lo que se espera de ellos: dar ilusión, luz, sentido y cauce a las capacidades de sus alumnos. Transmitirles la pasión. Un niño puede ser lo que se proponga; que llegue a serlo es un éxito y una obligación de sus maestros. Es difícil. Ingenieros también es una carrera difícil, y eso que ser ingeniero es menos importante que ser profesor. Sobre todo si la escuela está a este lado del puente.

La educación no va a salir del coma con más de lo mismo y palmaditas en la espalda. Los centros de enseñanza están llenos de profesores mediocres que serían buenísimos diseccionando mapaches, buscando remedio al tabaquismo, escribiendo novelas de espadachines o rodando largometrajes. Qué hacer con ellos no es una pregunta que deba responder la autoridad educativa. Que pidan explicaciones a los profesores que tuvieron o que aporreen las puertas de otros ministerios, otra revolución pendiente. Lo que tiene que explicar la autoridad educativa es por qué se empeña en no saber qué es un buen maestro. ¿Oposiciones? Como si quieren hacer un casting. Pero ésta es la verdadera emergencia nacional. Digan lo que digan los jefes de gabinete (que tampoco tienen culpa) en sus bonitos discursos sobre las adaptaciones curriculares.

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