Parte de la derecha del PP ha vuelto esta semana que termina a las andadas, en lo tocante a la lucha antiterrorista, sin importarle los brillantes éxitos que se están obteniendo a la hora de descabezar policial y judicialmente a la banda ETA. La repugnancia se ha vuelto a apoderar de mí ante el espectáculo de algunos comentarios y no he podido evitar volver la vista atrás cuando mataban cien ciudadanos al año y, unos pocos, muy pocos, asistíamos a funerales y nos preocupábamos de los que sufrían la pena por la muerte del ser querido.

Tras una visita al País Vasco, tuve que volar a Extremadura junto con el féretro del cadáver de un extremeño, de un policía nacional asesinado por el terrorismo etarra. Corrían los años ochenta. La banda ETA se ensañaba con la sociedad española en medio de un rosario de muertes que, a casi todos, dejaba indiferentes. Era septiembre de 1983 y llevaba unos pocos meses como presidente de la Junta de Extremadura. Cuando conocí la noticia del asesinato en Urnieta (Guipúzcoa), del policía nacional Pablo Sánchez César, natural de Badajoz, de veinticuatro años de edad, telefoneé al Lehendakari Carlos Garaikoetxea, para comunicarle mi decisión de asistir a los funerales.

Hablé con José Barrionuevo y viajé solo en autobús hasta Madrid. En el aeropuerto de Barajas me esperaban el ministro y otros cargos de Interior, entre ellos Rafael Vera y José Antonio Sáenz de Santamaría. Estuvimos juntos en el funeral, al que también asistieron Txiki Benegas y Ramón Jáuregui. Terminada la ceremonia, me entretuve unos minutos dentro de la pequeña iglesia y, cuando salí, todos se habían marchado.

Era de noche, la apresurada comitiva oficial enfilaba a lo lejos una estrecha carretera y en la plaza del pueblo no quedaba ya nadie. Sólo una pareja de la policía acertó a pasar por allí. Me identifiqué: «Soy Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta de Extremadura. Los asistentes al funeral se han ido sin mí. ¿Cómo puedo volver a Badajoz?» Los policías se miraron atónitos, consultaron a sus superiores y me hicieron la propuesta, que acepté aliviado, de regresar en el avión que trasladaría a Extremadura los restos del policía asesinado y a su familia.

Ya en Foronda, adonde llegamos pasada la medianoche, el guardia civil al mando exigió al director del aeropuerto que abriera las instalaciones, cerradas a esa hora, y nos permitiera volar:

?No abro el aeropuerto, y menos para un muerto.

?O lo abre o le pego un tiro? le dijo secamente el guardia civil.

Yo no tenía ninguna autoridad, pero utilicé mis mejores argumentos para convencerle de que accediera a lo que le pedíamos. Finalmente, pudimos embarcar el cadáver del policía, su familia y yo. Con el féretro en medio de la bodega del avión de carga, cruzamos miradas durante el trayecto hasta Talavera, que se me hizo largo y doloroso. Recuerdo el olor espeso que desprendían las coronas de flores y el desgarro de la viuda y los hermanos del joven muerto, que me interrogaban en silencio: «¿Por qué ha sido asesinado Pablo? ¿Es que ustedes no pueden hacer nada?»

En aquel avión, frente al cadáver del joven muerto, pensé en la sinrazón de pretender objetivos políticos por la vía de la violencia. Y me indignaba que la resignación ante las muertes se fuera instalando en la opinión pública y en la clase política de aquel tiempo. Esa resignación es contraria a la democracia.

De madrugada, un furgón trasladó los restos del policía a Hoyos, en la provincia de Cáceres. Estuve presente en el funeral que se ofició en el pueblo de la viuda, Amalia García, a quien recibí en mi despacho de la Presidencia de la Junta en marzo de 2007. Cuando fue asesinado su marido, su hija tenía apenas un año de edad. La recibí, como hice en tantas ocasiones con otros familiares, porque nunca quise desatender a las víctimas. Mientras otros gritaban «¡Viva España, Ejército al poder!», yo me preocupaba por saber cómo estaban aquellos que perdieron a sus seres queridos. Siempre que hizo falta, encontré a un empresario extremeño dispuesto a aumentar su plantilla para dar trabajo a los hijos de los asesinados.

Más de una familia, víctima del terrorismo, pasó algunos días en el parque natural de Monfragüe, en la provincia de Cáceres, invitada por el presidente de la Junta de Extremadura, para que se alejara, al menos un tiempo, del horror. Mientras otros gritaban, algunos socialistas, en silencio, buscábamos trabajo o refugio para las víctimas.

Combatir el terrorismo es, primero, combatir la indiferencia, que es enemiga de la democracia. Y sin democracia no hay libertad. He alzado la voz contra los violentos, pero también contra quienes, con cinismo, buscan sacar provecho de la violencia, contra quienes entienden que la paz es patrimonio de alguien y no de todos.

Parte de la derecha española no aceptará nunca que la lucha contra el terrorismo etarra sea liderada por un gobierno socialista. Han ensuciado los nombres de defensores del Estado de Derecho, mientras descuidaban la amenaza del terrorismo islamista radical. Y menos aún aceptará, esta derecha, que los medios que se utilicen para ello sean, junto a la firmeza de las fuerzas de seguridad y la estricta aplicación de la ley, el diálogo como máxima expresión de la democracia.

Durante el fallido proceso de paz impulsado por el presidente Zapatero, pudimos ver a una derecha desleal manifestándose en la calle, precisamente cuando no había muertos.

En aquel avión que me trajo desde Vitoria con el policía nacional asesinado, pensé en que hay que acabar con la escoria terrorista y que hay que hacerlo valientemente, a la cara y con una firmeza que a nadie deje indiferente.

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