Cultura

Un ejemplo de integración

Lugar: Lope de Vega, 26 de febrero. Obra: Olivia y Eugenio. Producción: Focus y Pentación. Texto: Herbert Morote. Dirección: José Carlos Plaza. Interpretación: Concha Velasco, Rodrigo Raimondi. Calificación: ***.

el 27 feb 2015 / 15:40 h.

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Una mujer mayor que tiene a su cargo un hijo con síndrome de Down se ve forzada a tomar a una terrible decisión. Es el arranque de esta obra, una comedia ligera con tintes trágicos que supone todo un ejemplo de integración. No es fácil abordar en una obra de teatro la condición dependiente de las personas que nacen con ese síndrome sin herir sensibilidades, sobre todo si además planea sobre la dramaturgia la cuestión de la eutanasia. Tal vez por eso esta propuesta ha contado para el personaje de Eugenio con una persona que es síndrome de Down en la vida real. Gracias a ello la realidad y la ficción se funden y el relato exhala verdad, además de brindarnos una hermosa lección de integración que ahonda en la denuncia de toda una serie de cuestiones sociales de vigente actualidad que subyacen en el texto. Aunque ese espíritu crítico se pierde debido a la excesiva sentimentalidad que impregna los diálogos. Y es que, en su empeño por destacar el aspecto positivo de la singular relación materno-filial que nos plantea, la dramaturgia sitúa en un primer plano la inocencia y la pasión, representadas en el personaje del hijo, así como la entrega y la generosidad de la madre, dejando todo lo demás en un plano más que secundario. Debido a ello la historia se llena de lugares comunes, la relación entre madre e hijo adquiere uno tintes un tanto ñoños y algunas escenas resultan reiterativas. La puesta en escena de José Carlos Plaza se centra fundamentalmente en el trabajo de los intérpretes, a quienes sitúa en un espacio escénico neutral, con una escenografía tan funcional como poco imaginativa, un adecuado diseño de iluminación, un vistoso vestuario y una elocuente banda sonora. Plaza define así un espacio plenamente naturalista, aunque inexplicablemente resuelve algunas transiciones espaciales con unos símbolos teatrales que no casan con ese planteamiento.  El ritmo es irregular, incluso tedioso al principio,  aunque remonta en la segunda mitad gracias, en gran medida, al magistral trabajo de Concha Velasco, quien una vez más nos demuestra su dominio del escenario y su talento innato para colmar de humanidad y veracidad a su personaje. Algo que por fortuna también consigue transmitir su compañero, Rodrigo Raimondi, quien impregna su actuación con un derroche de naturalidad que hizo las delicias del público, que al final de la obra se rindió a sus encantos con una sentida ovación.

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