«Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte»

Un año más, el Viernes Santo confirmó su excelencia con los cortejos históricos de Montserrat, San Isidoro y la Mortaja, la gallardía de la Carretería y la Soledad o el embrujo del Cachorro y la O

Foto: Joaquín Corchero / E.P.

Foto: Joaquín Corchero / E.P. / Antonio Puente Mayor

Antonio Puente Mayor

Decía Chaves Nogales que la Semana Santa de Sevilla «es una conmemoración arraigada en la entraña misma del pueblo y que sólo de la savia popular se nutre», algo que se confirma durante las más de cuarenta horas que van desde la salida de las Cigarreras a la recogía del palio de la O. Una sucesión inabarcable de momentos que, tras la mágica Madrugá, haya su punto culmen en Jesús Descendido de la Cruz en el Misterio de su Sagrada Mortaja trascendiendo el compás del ex convento de la Paz. Viernes de recogimiento, pero también de emoción incontrolable al paso de las cofradías. Viernes de aflicción mezclado con la certidumbre de que Jesús resucitará al tercer día. Viernes de extenuación por todo lo vivido, pero también de regocijo por lo que queda por vivir.

La jornada de 2023, exquisita desde la primera cofradía a la última, arrancó pronto en Triana, concretamente a las cuatro menos veinticinco de la tarde, con la salida de la Hermandad del Cachorro. Este año la nómina ascendió hasta los 1800 nazarenos, confirmando que el año del cincuentenario de la Virgen, el Patrocinio vive uno de sus momentos más dulces. Se puso de manifiesto el día del Vía Crucis por la feligresía, e igualmente se certificará cuando el crucificado atraviese su puente para participar en el Santo Entierro Grande. De la estación de ayer cuesta destacar un momento por encima de otro —todo el itinerario es solemne—, si acaso el regreso por la calle Castilla, cuando la cofradía se libró de las ataduras de los horarios y ofreció su cara más popular con el Cristo de la Expiración flotando entre las fachadas y la dolorosa esbozando una sonrisa de Esperanza.

Poco después que la basílica de Triana despidiese al Cristo de Ruiz Gijón, la antigua Valflora asistió al milagro de la salida de la Carretería, magistral en la forma y en el fondo, como una copla de Jorge Manrique: «Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando». Pocos misterios en Sevilla provocan tantas dudas existenciales como el del Señor de la Salud, cuyo título ya es de por sí una paradoja. Suerte que sus nazarenos, envueltos en rico terciopelo y con el corazón henchido de gozo, saben que el luto apenas durará unas horas. Las mismas que las lágrimas de la Virgen del Mayor Dolor en su Soledad tardarán en fundirse en el mar de cera.

Por la calle Méndez Núñez, el público que presenció el tránsito de la cofradía de San Buenaventura se preguntaba cómo puede existir tanta belleza en la congoja. Buena culpa de ello la tiene José Antonio Grande de León, el vestidor que ha insuflado un soplo de aire fresco a la Soledad romántica —maravillosa en su paso de caoba y plata, como cada Viernes Santo—. Si hermoso fue su itinerario de ida —con marchas maravillosas como ‘La muerte de Ase’ o ‘Sevilla cofradiera’—, más aún fue su regreso por calles como Doña Guiomar, con los espectadores justos. También fue una tarde de interrogantes en la Costanilla, especialmente tras la contemplación del campesino de Cirene mencionado por Rafael de León: «Centinela de tus sueños, / hombro para tu descanso, / Cirineo de tus penas / y San Juan de tu calvario»; excelsa figura secundaria de la Hermandad de San Isidoro que eleva, aún más si cabe, al Señor de las Tres Caídas en su eminente misterio. De la Virgen de Loreto, delicada como la flor de la garza blanca, nos quedamos con el restaurado puñal que representa a todos los pecadores —siempre atravesando su pecho—.

El Horno de los Catalanes hace tiempo que dejó de existir, pero la raigambre dejada en la collación por quienes contribuyeron a la conquista de Sevilla es exhibida cada año por los hermanos de Montserrat. Este Viernes Santo, la cofradía volvió a gustarse por la calle Rioja, con una Santa Mujer Verónica luciendo el paño de José Cabrera —qué hermosa esta tradición y qué poco ponderada—. Rotunda fue la llegada a la Campana del misterio de la Conversión comandado por la familia Villanueva, lo mismo que la incursión del palio en una calle Sierpes abrumada por las emociones pero gustosa de contemplar tanta hermosura.

Y cuando el sol comenzaba a menguar por el Aljarafe, la plaza del Duque acogió a los dieciocho ciriales de la Mortaja, la síntesis de un Viernes Santo que firmaría su epílogo con la entrada de la Virgen de la O, al filo de las tres de la madrugada. La primera con un cortejo que evoca tiempos pasados —por la indumentaria y por el número de integrantes—; la segunda con un sabor a cofradía histórica que une las dos orillas sin solución de continuidad. De la música de capilla y las voces blancas a las cornetas y los clarinetes solo hay un paso, si bien las andas de ambas corporaciones resumen la grandeza de la jornada con un resplandor que deslumbra.