Cuaresma 2020

Disciplinantes. Auge y caída en la Semana Santa de Sevilla

Los primeros grupos de flagelantes surgen en el siglo XIII, extendiéndose su práctica por Europa a raíz de la epidemia de Peste Negra. En el caso de nuestra ciudad, su popularidad va unida al Vía Crucis a la Cruz del Campo, instaurado en la Cuaresma de 1521

12 mar 2020 / 08:56 h - Actualizado: 12 mar 2020 / 09:02 h.
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  • ‘Martínez Montañés contemplando la salida procesional del Señor de Pasión’. Joaquín Turina y Areal (1890).
    ‘Martínez Montañés contemplando la salida procesional del Señor de Pasión’. Joaquín Turina y Areal (1890).

El 4 de agosto de 1519, y como consecuencia de su peregrinación a Tierra Santa, don Fadrique Enríquez de Ribera, primer Marqués de Tarifa y VI adelantado mayor de Andalucía, hacía su entrada en Jerusalén como un humilde devoto. No iba solo. Junto a él, embelesado y garante, caminaba uno de los discípulos de Antonio de Nebrija, el poeta, músico y autor teatral del Prerrenacimiento Juan del Encina, quien pasaría a la historia por su hermoso «Cancionero» de 1496. Imbuidos por el hechizo de la Ciudad Santa, Fadrique y Juan realizaron el Vía Crucis de las Doce Estaciones que, según una antigua tradición, era el que seguía a diario la Virgen, al objeto de evocar el recuerdo de su Divino Hijo. Mientras el humanista castellano volcaba sus sentimientos en un texto que vería la luz en Roma bajo el título de «Tribagia o Vía sacra de Hierusalem», el marqués tomaba las medidas de aquel recorrido en varas castellanas, con una idea fija en la cabeza.

Más tarde, a su regreso a Sevilla, y junto a unos versos de su preclaro amigo, dio orden de publicarlas. Era el año del Señor de 1521. Esa misma Cuaresma, Fadrique completó su obra instaurando el sacro itinerario en la ciudad, fijando la primera estación en su palacio de San Esteban, que a partir de ese momento sería conocido popularmente como «Casa de Pilatos». No en vano, el Pretorio de Jerusalén había sido el inicio del «Camino de la Amargura» que desembocaba en el monte Gólgota o de la Calavera. En este caso, la última de las estaciones sería fijada por Enríquez de Ribera en la Huerta de los Ángeles, camino del Humilladero de la Cruz del Campo, exactamente a los 997,13 metros de su residencia —distancia recorrida por Jesús en su Pasión—. A partir de ese año, cada uno de los siete viernes de Cuaresma, los participantes en la procesión «rezaban 1321 credos y padrenuestros que simbolizaban los pasos que, según la tradición, dio Cristo con la cruz a cuestas», como nos recuerda el profesor Palomero Páramo. Dicha tradición, con el tiempo, daría lugar a numerosas hermandades compuestas por penitentes y flagelantes, que desfilaban con capuchas, y en cada una de las caídas de Cristo hacían lo propio con sus cruces y disciplinas. Pero, ¿a qué disciplinas nos estamos refiriendo exactamente?

Disciplinantes. Auge y caída en la Semana Santa de Sevilla
‘Procesión de flagelantes’. Francisco de Goya y Lucientes (1815).

Hermanos de luz y de sangre

Antes de analizar esta cuestión hemos de aclarar que tanto en las primeras celebraciones de Cuaresma como en las posteriores ligadas a la Semana Santa, existían varias maneras de participar, y no todas entrañaban el castigo físico. De un lado estaban los hermanos de luz, quienes no estaban obligados a disciplinarse, sino «lleuar las hachas y para lo demás que fuere menester en la processión y seruicio de los disciplinantes», como refieren las reglas de la hermandad de Vera-Cruz, pagando un precio que oscilaba entre uno o dos ducados, tres reales, «o lo que por nos [los hermanos mayores] fuere acordado». Dichos cofrades «de luz» portaban, como su mismo nombre indica, una candela o cirio para iluminar, que en algunos documentos antiguos, como los que posee la hermandad de la O, se estimada en unas «dos libras». Por cierto que el número de hermanos de luz, generalmente, «no debía ser superior a la cuarta parte, o en algunos casos la mitad, de los hermanos de sangre», como apunta el investigador David Granado Hermosín. En este segundo grupo se enmarcarían los flagelantes, que tenían la obligación de disciplinarse a la hora que saliera la procesión del Jueves Santo, o cuando dispusiese la cofradía. La única excepción para no hacerlo era estar preso, encontrarse a doce o más leguas de la ciudad por motivos de negocios, o hallarse enfermo, para lo cual el hermano abonaba una limosna a la corporación.

Estos detalles los conocemos a través de las reglas de la cofradía de la Preciosa Sangre de Cristo, que tenía su sede en el Convento de San Francisco de Paula, y que actualmente se conservan en el Archivo General del Arzobispado de Sevilla. En cuanto a la disciplina en sí, podemos hacernos una idea de su naturaleza acudiendo al arte, donde hallaremos desde grabados del siglo XV, donde los protagonistas portan un flagelo en cada mano, a pinturas del XX, como la obra Los disciplinantes, del artista madrileño y cultivador del feísmo José Gutiérrez Solana, que hoy se conserva en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Igualmente, revisando los legajos de hermandades como la de los Negros, la Soledad o la Expiración, podemos descubrir más detalles de cómo serían estas manifestaciones. Por ejemplo el hecho de que no todos los cofrades pudiesen ejercerla; únicamente «hombres sanos de buena complisión para que la disciplina no les causse enfermedad». O que los látigos utilizados fuesen «de carretillas de plata», «de manojo con rodezuelas», «de manojo de cáñamo con sus rosetas de plata» o «de volantín con cinco o tres rosetas de plata». En cuanto a las túnicas, estas eran normalmente blancas y podían llegar hasta el suelo o hasta media pierna, siendo realizadas con lienzos bastos como el anjeo y el bocací. Como es de suponer, el atuendo se completaba con un capirote alto, que podía ser romo o terminado en punta, y una cinta negra de cuero, cordón de cáñamo o soga atados a la cintura. Algunas cofradías como el Gran Poder o el Buen Fin le sumaban un escapulario azul o negro, mientras otras, como la Sangre o la Soledad, optaban por el color rojo.

¿Por qué el castigo físico?

No podemos pasar por alto que el sufrimiento como vía de purificación ya existía al menos desde el siglo XIII, amplificado por los brutales contagios de Peste Negra en la Europa del XIV, que, según los cálculos actuales, acabó con un tercio de la población del continente. Como bien explica la historiadora Milagros León, «la letal enfermedad, interpretada como la ira divina ante los graves yerros del hombre, exigía por parte de este un arrepentimiento sincero, materializado en oraciones y plegarias, la mayoría de las veces; mientras en otras, se hacía necesario un rito de expiación más contundente, de ahí la razón de numerosos grupos de penitentes capaces de administrarse escandalosas dosis de azotes». Uno de los primeros ejemplos de grupos de flagelantes lo hallamos en Perugia, Italia, en 1259; fue tal su arraigo, que llegó a extenderse por casi toda la península itálica y sus islas, llamando la atención del mismísimo rey de Nápoles y Sicilia. Temeroso de un posible amotinamiento de sus súbditos, Manfredo intentó erradicarlos de sus territorios, aunque de manera infructuosa. Más tarde, el papa Clemente VI vuelve a la carga contra los disciplinantes, llegando a considerarlos «herejes» en una declaración de 1349.

Disciplinantes. Auge y caída en la Semana Santa de Sevilla
‘Los disciplinantes’ de José Gutiérrez Solana (1930).

Aunque la condena absoluta al movimiento se vería materializada en los acuerdos del Concilio de Constanza (1414-1418). Pese a todo, el aura de misticismo que envolvía a este particular ejercicio de contrición, sumado a la fascinación ocasionada por el Calvario de Cristo, conllevó la proliferación de asociaciones de laicos consagradas a la veneración de la sangre del Salvador, simulando su martirio. Una práctica que despertaría incluso el fervor de las mujeres, si bien, «estas tenían prohibido acudir a la procesión, tanto disciplinándose como alumbrando, y si querían ir tenían que procesionar detrás, fuera de la procesión y descubiertas para que se les pudiera reconocer, pagando entre un ducado, dos si eran mujeres de hermanos o cuatro ducados si no lo eran», según Granado. No obstante, algunas cofradías permitían su asistencia y participación alumbrando con velas, como la Hermandad de la Santa Verónica y Nuestra Señora del Valle, cuyas reglas datan de 1558.

El fin de los flagelantes

Pese a la popularidad alcanzada por los disciplinantes en los albores de la Edad Moderna, hubo un momento en que sus prácticas alcanzaron tal grado de irracionalidad y exhibicionismo que despertó las suspicacias de los propios espectadores, llegando a sucederse las denuncias en las distintas diócesis españolas a partir de la decimosexta centuria. Como ya hemos advertido, no era la primera vez que los poderes se veían obligados a intervenir, siendo infructuosas, hasta ese momento, todas las medidas adoptadas. Sin embargo, el obispo donostiarra Cristóbal de Rojas y Sandoval, personaje notable ligado a la historia de Sevilla, se empleó a fondo en la depuración de los flagelantes. Máxime cuando, a instancias del monarca Felipe II, se decidió a investigar de primera mano.

Faltas de respeto, promiscuidad entre fieles y penitentes, o las continuas paradas para la venta y consumo de comida, le convencieron de la urgencia de detener aquellos desmanes o, al menos, mitigarlos. De esta forma, desde su posición privilegiada en Sevilla, Rojas promovió el cambio de las procesiones del Jueves Santo desde el horario nocturno al diurno, basándose en el notable ahorro de cera que ello conllevaría. Pero una vez más la propuesta cayó en saco roto, pues otro prelado, don Rodrigo de Castro, obispo de Zamora, negó esta posibilidad alegando falta de tiempo a causa de los oficios programados en día tan señalado del calendario litúrgico. En consecuencia, no será hasta el siglo XVIII, reinando en España Carlos III, cuando se decrete la suspensión definitiva de las disciplinas penitenciales. Dicha orden se ejecuta el 20 de febrero de 1777, si bien su desaparición completa no tendrá lugar hasta mucho tiempo después. La prueba de ello es la magnífica pintura de Francisco de Goya realizada en 1815. Aunque para el sevillano de a pie, la muestra más directa de este ejercicio entre sádico y piadoso reside en la obra «Martínez Montañés contemplando la salida procesional del Señor de Pasión», del pintor Joaquín Turina y Areal (1890), conservada en la Casa Hermandad de Pasión.