Un Martes Santo tan efímero como radiante

Cuatro años después, Sevilla volvió a recuperar estampas añoradas, como la salida del Cerro, la sobriedad de los Estudiantes o la grandiosidad de San Benito

Un Martes Santo tan efímero como radiante

Un Martes Santo tan efímero como radiante / Antonio Puente Mayor

Antonio Puente Mayor

«Por muy lentamente que os parezca que pasan las horas, os parecerán cortas si pensáis que nunca más han de volver a pasar». Esta frase del escritor Aldous Huxley se ajusta a la perfección a nuestra Semana Santa, una celebración en la que solemos repetir cada año ese tópico de que «el tiempo se detiene», pero que una vez inmersos en ella, los instantes se nos escapan como agua entre las manos. Es lo que ocurre cuando llega el Martes Santo y el palio de Gracia y Esperanza comienza a avanzar por la Alameda, o lo que piensan los hermanos de San Benito al cruzar la calle Trajano entre un sinfín de devotos y curiosos: que lo anhelado comienza a dar paso a lo efímero, y ese calendario marcado en rojo durante 364 días empieza a marchitarse como las flores del Viernes de Dolores.

Tras un Lunes repleto de sensaciones positivas en el marco de las cofradías, aunque menos dulce entre los espectadores de a pie —basta con darse una vuelta por el centro para comprobar los problemas que aquejan a la Semana Santa—, el Martes Santo se inició media hora antes del ángelus con la salida del Cerro. Hace treinta y cuatro años, cuando los nazarenos del Cristo del Desamparo y Abandono se estrenaban en la carrera oficial, mencionar este barrio era como hablar de un espacio lejano, casi evocado, del que resultaba inconcebible traer una cofradía. Hoy, el Cerro no solo se vacía externa e internamente tras sus tres pasos, sino que son muchos quienes se desplazan al sureste de la ciudad para contemplar un patrimonio labrado a base de fe, trabajo y humildad. Así lo entendió el pregonero Rafa Serna al componer estos versos dedicados a su dolorosa, «Tú, eres todo en este barrio / que de tu luz se ilumina / eres madre de sus madres / la mejor de sus vecinas», y así lo glosaron sus hermanos con una salida de ensueño cuatro años después de la última —la Virgen de los Dolores pisó su calle al filo de la una de la tarde, con un himno de Andalucía interpretado con gran gusto por los músicos de las Nieves de Olivares—.

En la calle Águilas, el cielo se presentaba del color de las túnicas de los nazarenos, al igual que las rosas, las frecsias y las hortensias liofilizadas del palio de María Santísima Madre de los Desamparados, un exorno que en el caso del misterio consistió en orquídeas, cymbidium y rosas rojas que buscaban emparentar con la clámide del Señor. Este año las figuras secundarias lucieron más historicistas que nunca, especialmente los sayones que se burlan de Jesús ante el pueblo de Sevilla. Soberbia la Agrupación Virgen de los Reyes en el acompañamiento musical —ese ‘Cristo de los Faroles’ de la plaza de Pilatos nos llevó a preguntarnos por qué esta formación no toca más en Sevilla—, al igual que Tres Caídas de Triana tras el misterio de la Candelaria —sin duda una de las estampas con más enjundia del día—. Este año la cofradía lució su Libro de Reglas completamente restaurado, lo mismo que el banderín de San Nicolás de Bari, santo al que se encomendaron los hermanos antes de iniciar su estación de penitencia. De la misma cabe reseñar la preciosa salida —con tres petaladas en la plaza Ramón Ybarra—, la bajada por la Cuesta del Rosario, y el vergel blanco de la Patrona de Parques y Jardines —este año con ofrendas de los Consejeros de Cultura y Sanidad—.

A las seis y media de la tarde, la calle Orfila era un caldero a presión para recibir a la Hermandad de San Benito, uno de los emblemas de la jornada. Este año el paso del Cristo de la Sangre brilló de un modo especial gracias a la restauración de su delantera así como de las cartelas y los ocho ángeles —enorme el trabajo de Paco Pardo y Carlos Peñuela—. Muchos de los que imaginan un misterio conquistando Sevilla piensan en el Pilato de la Calzá, auténtica epopeya en movimiento digna de una novela de Robert Harris. Da igual que pasen los años y cambien las modas, pues el paso de la Presentación al Pueblo es tan eterno como las sevillanas de Pascual González —«Yo salgo el Martes Santo de penitente»—. Y qué decir de la Palomita de Triana, cuyas largas pestañas parecen querer bendecirnos en cada mecida, desde Juan de Mesa a Trajano, desde la Alfalfa al Muro de los Navarros —una de las estampas del día fue su tránsito por la plaza de Santiago a los sones de ‘Y María dijo sí’—.

Mediada la tarde, y con toda la plaza de San Lorenzo expectante por lo que se avecinaba, el espíritu de Antonio Castillo Lastrucci se hizo presente para recordarnos que cien años no son nada cuando se trata de Semana Santa. De nuevo las horas que no han de volver, de nuevo ese ‘tempus fugit’ que fue diluyendo el transitar del paso de la Bofetá —este año con el Cristo estrenando túnica y salpicado de claveles rojos—, cuya puesta en escena es digna de William Wyler. Ni que decir tiene que la Virgen del Dulce Nombre volvió a cautivarnos con su belleza serena y castiza, la cual muda en función de la luz y de la emoción de quienes la rodean. Una vez más la corporación repartió sobres entre sus hermanos con fines caritativos, algo que les honra.

Por la lonja de la antigua Fábrica de Tabacos, el blanco del cielo comenzó a ensombrecerse al paso del Señor de la Buena Muerte, a quien todos nos encomendaremos cuando nos llegue la hora. Nueva lección para sus Estudiantes que nos recuerdan que la vida es pasajera, como bien supo reflejar Miguel Mañara en su ‘Discurso de la Verdad’. Las miles de personas que presenciaron el cortejo fueron aliento para la Virgen de la Angustia, cuyos varales ejercían de custodios en su peregrinar. Sobresaliente el alfa y el omega de la cofradía, y también la priostía, que volvió a apostar por lo clásico —el monte de lirios del Cristo nos recordó el Martes Santo mágico de la película de Manuel Gutiérrez Aragón—. Artístico fue asimismo el conjunto presentado por el Cristo de los Javieres en el 75 Aniversario de su hechura. Una efeméride ejemplar en lo estético y lo devocional que volvió a demostrar el buen hacer de la corporación jesuita tras su triunfo en el Vía Crucis. Impactante la calavera de Jesús Zurita a los pies del Crucificado, al igual que la sobriedad de los penitentes o el incienso que perfumó la salida de la dolorosa al filo de las ocho de la tarde —¡qué sueño de rosas malva portaban sus jarras!—.

Y como colofón a una jornada cuyo retraso fue lo de menos —27 minutos al cierre de la Campana—, el Cristo de las Misericordias flotando entre las almenas del Alcázar cual dibujo de John Fulton. Una oda a la Sevilla más pura, esa que Huxley descubrió el año de la Exposición Iberoamericana, cuando el barrio de Santa Cruz comenzaba a mudar de piel para asombrar al mundo. Bellísimo igualmente el discurrir de la Virgen de los Dolores por la plaza de la Alianza a los sones de ‘Nuestro Padre Jesús’. Nada como verla de lejos, navegando entre las almas de la calle Mateos Gago, o dejándose besar por la brisa del ya Miércoles Santo.