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Actualizado: 04 nov 2020 / 11:50 h.
  • «Al final de la escalera»: Miedo verdadero

Hacer cine alrededor del terror es complicado. Muchos guiones terminan abusando de los tópicos; casi todos intentar copiarse entre ellos (o, lo que es peor, copiarse a sí mismos película tras película). Eso, o confunden el horror con el terror; la inquietud interna con el efecto de un susto, casi siempre, predecible.

«A final de la escalera» es de esas películas que logran llenar de horror la mente del espectador. Sin grandes efectos especiales, sin sustos gratuitos y facilones. Cuenta la historia de una casa. Y lo hace con la tranquilidad propia del que no entiende nada y trata de explicar con toda la calma que puede eso que no alcanza a discernir. Y digo que cuenta la historia de una casa porque es uno de los personajes principales de la narración (la casa). El resto de escenarios es pura anécdota. Desde el principio, el director, Peter Medak, deja claras sus intenciones. Las secuencias en las que aparece por primera vez ese edificio indican que ese espacio es vital, que habrá que recorrerlo para entender lo que sucede. Algo ocurrió allí y nos invita a que descubramos qué fue. Se aleja de los tópicos del género (sólo la escena en la que una medium toma partido en la búsqueda de respuestas se puede encuadrar en ese territorio común y tan mal explotado del cine de terror) y lo hace intentando dotar de una falsa normalidad a la realidad terrorífica que se presenta. Ayuda mucho que fuera George C. Scott el actor principal. Aun sin ser la mejor de sus interpretaciones, logra gran credibilidad en una situación extrema del personaje y no deja que eso que ocurre le devore. Y ayuda, también, el guión de William Gray y Diana Maddox que, sin grandes recursos, ordena de forma eficaz el relato.

«Al final de la escalera»: Miedo verdadero

Con un look muy del momento en que se rodó la película, el espectáculo terrorífico es de los que dejan huella.

Un compositor musical pierde a su mujer y a su hija en un accidente de tráfico. Se traslada a vivir a otra ciudad. La casa que le alquilan es grande, parece perfecta para hacer música. Pero pronto comienzan los ruidos, el descubrimiento de lugares ocultos. Un asesinato, la usurpación de identidades, una paz imposible para los muertos. Todo ello envuelto en la incertidumbre que comparten personajes y espectadores. Con el tiempo narrativo ajustado (con gran acierto) al tempo que van marcando las escenas que se explican unas a otras.

La película ha envejecido bastante bien y sigue resultando más que inquietante. A pesar del, por ejemplo, uso excesivo de filtros tan propio de esos años setenta, la resolución técnica funciona sin problemas. La carencia de efectos especiales hace posible que las diferencias con el cine actual parezca menor. Sigue siendo de las películas que producen miedo en el que mira, de las que dejan pegado en el asiento y convierten los ruidos cotidianos de cualquier casa en motivo de sospecha la noche después de ver la película. Además, se cierra sin dar cabida a posibles secuelas, sin buscar salidas futuras que terminan -casi siempre- en un desastre.

Una buena película que logra, sin grandes recursos, hablar de lo que debería hablar siempre una película de terror: de eso que el ser humano es incapaz de entender, incluso de creer. De eso que se nos escapa sin remedio.

«Al final de la escalera»: Miedo verdadero