Bernardo atravesó la glorieta con la cabeza bien alta, arreando con su cayado las últimas reses que quedaban descarriadas. Hizo oídos sordos a los parloteos de las comadres que caminaban agarradas del brazo hacia la iglesia.
—No respeta ni las fiestas de guardar.
—La pobre Guadalupe habrá descansado en paz. Este hombre no tiene temor de Dios.
Y Bernardo pensaba para sus adentros cuánto se equivocaban las que tanto le pregonaban, pues el temor de Dios era algo que tenía siempre presente. La mujer no había dejado de lamentarse cuando estaba en vida.
—Bernardo, que no sé qué va a ser de ti, ven y reza conmigo el rosario, que algo hará por tu bien.
Y Bernardo, agotado de una jornada apacentando sus ovejas, rezaba con Guadalupe.
—Estás rezando sin sentir, Bernardo, que estás perdido y yo contigo.
—Mujer, que sí lo siento.
—Déjalo, por amor de Dios, déjalo.
—Y, ¿cómo vivimos, mujer? ¿Quién le paga al hijo los estudios en la capital?
Y la mujer callaba porque, para ella, también el hijo era lo primero. Que, saliendo del pueblo, aunque no lo vieran, aunque lo perdieran, sería hombre de provecho. Y ningún hijo de pastor de ovejas había llegado nunca a vivir en la capital.
Así que Bernardo, haciendo como que no escuchaba las lenguas viperinas de sus vecinas, chasqueó la lengua llamando al perrillo que le ayudaba con el rebaño y encaminó sus pasos al prado y a la paz que le daba el hallarse solo con sus animales.
A las faldas de la Sierra Nevada el aire era tan puro que casi costaba respirar y el silencio apabullaba. A media mañana, mientras mascaba los restos de la última matanza que habían hecho juntos, pensó en el día del funeral.
El hijo vestía traje para la ocasión en la pequeña iglesia del pueblo, haciéndole sentir pequeño y fuera de lugar. Pero Bernardo lo daba por bueno, porque era lo que la mujer y él habían querido siempre. No lloró, pero se dejó los pellejos de las uñas rascando la boina de pena. Que su Guadalupe era la única que sabía. Ella sabía desde el principio y, aún así, le quiso. Y, aunque sólo fuera por ella, Bernardo rezaba por su alma, porque, si había un dios en el cielo, su mujer estaría a la derecha. Cuando don Gregorio impartió las últimas bendiciones extendió sus manos hacia él, la más descarriada de sus ovejas. Hacía ya mucho que el pobre cura había entendido que el perdón de los pecados de Bernardo debía venir de más arriba.
Las cotillas del pueblo secaban sus ojos sin lágrimas y cuchicheaban en corrillos, que nada alimentaba tanto las murmuraciones como el no saber. Y allí nadie sabía. Ni el hijo sabía. El hijo sólo tenía reproches.
—Madre habrá descansado, que no merecía la vida que le dio usted. Ni una caricia tuvo de su parte, ni una palabra amable. Tanto como rezó por su alma, padre. Que se la ha llevado por las penas que le causó. Y yo le voy a decir una cosa, que a mí me ha visto por última vez en el pueblo. Que a mí nada me ataba a este sitio más que madre.
Y Bernardo asintió con la cabeza, pensando que bien que aceptaba aquel ingrato los dineros que le enviaba para los estudios sin preguntar.
Así que se encasquetó la manoseada boina una vez terminado el oficio y silbó a su perro para que le acompañara al huerto a entresacar las patatas. Al menos, si no estaba en la casa, no vería cómo la sangre de su sangre recogía los últimos recuerdos del niño que fue y abandonaba para siempre el hogar.
Pero eso fue hacía un mes, la pena seguía estando, y los rezos, y el deber. Bernardo agradeció el haber sacado al hijo de aquella herencia. Porque a él no le habían dejado opción. Su padre ejerció el oficio, como antes lo hizo su abuelo, así que Bernardo no se planteó negar su sino. Por tanto, una vez al mes, se subía al tren que le llevaba a Granada.