La tarde del Día de Todos los Santos invitaba al refugio entre corcheas. Esas nubes teñidas de gris opaco y tristón que salpicaban el cielo de Madrid amenazaban con un otoño intenso que no acaba de llegar. Pero la invitación era clara.
El público, que ocupaba casi en su totalidad el aforo del Teatro Real, se lo quería pasar en grande; la mayoría quería poder salir del recinto y poder pensar que algún día diría ‘yo estuve allí’. Así que el objetivo era disfrutar sin control alguno. Aplaudir sin filtros en momentos inadecuados, hacer lo necesario para amortizar el precio de la entrada. El criterio fue el gran ausente del recital de ayer.
No estaba ni se le esperaba a ese criterio, pero si estaba de una manera forzada el marido de Anna Netrebko, Yusif Eyvazov, un tenor mediocre que se defendía como podía, abriendo y cerrando el diafragma a lo loco, para que se notase lo menos posible que no pintaba nada sobre el escenario. Si Anna Netrebko entusiasmó en sus tres arias en solitario (la forma de cantar el aria de Giacomo Puccini «O mio babbino caro» puso los pelos de punta a más de uno), si la diva era capaz de llenar el escenario con una voz perfectamente modulada, de una belleza descomunal en las zonas medias y altas; el tenor se difuminaba en cuerpo y alma cada minuto que pasaba.