El arranque de la temporada de ópera es, siempre, un acontecimiento extraordinario para el aficionado. Cuando se levanta el telón las sensaciones atacan por todos los flancos, con fuerza, buscando el acomodo que siempre tuvieron. Y los primeros instantes sirven para recordar por qué la ópera gusta, divierte, emociona o cautiva.
Si la temporada comienza con una obra de Giuseppe Verdi y esa obra es «Don Carlo», las posibilidades de salir del teatro satisfecho son abundantes. Una partitura descomunal en todos los aspectos, personajes duales en los que las aristas se van equilibrando con las contrarias y la necesidad de voces potentes y sacrificadas (tenor, bajo, soprano, barítono, mezzo, que requieren un esfuerzo multiplicado y que en el caso del tenor, por ejemplo, no tiene a cambio zonas expositivas o musicales de recompensa).
Esta vez la puesta en escena era sobria. Una estructura en la que manda el ladrillo grisáceo y en la que se mueven elementos que convierten el espacio en un bosque, en el interior del claustro del monasterio de Yuste, en el despacho del rey o en una cárcel (explícita e implícita durante toda la representación, porque si algo representa ese decorado gris es la luz del mundo de la época y la imposibilidad de escapar de la política o del mismísimo Dios). David McVicar ha hecho cosas mejores aunque está no está nada mal. Quiere meterse poco en jardines estériles y, con casi nada en la caja escénica, intenta que se narre desde el foso, que se cante en el lugar apropiado (menos mal que no coloca a los cantantes atrás, colgados de no sé qué cosa; menos mal que los coloca en lugares idóneos; algo que suele ocurrir, cada vez, con menos frecuencia). Una estructura geométrica, como todas, se eleva y sirve de altar o de mesa o de tumba. Y lo bueno es que el espectador lo sabe.
El vestuario es correctísimo. Marca esa tristeza y esa frialdad tan característica del mundo construido por Felipe II. Cada pinza, cada cuello y cada capa, recuerda que la acción sucede en el mundo propiedad de una monarquía dura, inflexible y subyugada por la clase sacerdotal.
El Coro Titular del Teatro Real de Madrid estuvo especialmente brillante. Siempre está bien y es muy difícil que falle. En este «Don Carlo» suenan a Verdi, entienden a Verdi y disfrutan de Verdi. Maravillosas cada una de sus intervenciones. Es difícil conseguir una afinación tan exacta al mismo tiempo que un coro está obligado a moverse o a componer figuras geométricas sobre el escenario.